«Tomo la pluma para demostrar que la revolución es la paz, la reacción la guerra. Examinaré para esto qué piden hoy los reaccionarios, qué los revolucionarios; estudiaré la situación de unos y otros.
Soy demócrata; pero el espíritu de partido no prevalecerá nunca en mí sobre la voz de la verdad. Diré con la mano en el corazón todo lo que siento acerca de los hombres y las cosas. Las iras del poder no me amedrentan; la idea de que voy a comprometer mi porvenir no pesa un solo adarme en la balanza de mis juicios.
Hace dos años quise publicar bajo el título de ¿Qué es la economía política? ¿qué debe ser? mis estudios sobre las causas orgánicas de los males que afligen a los pueblos. La autoridad fiscal trató de imponerme condiciones; y antes de aceptarlas me condené al silencio. Hoy va a quedar aquella obra refundida en ésta.
Nuestra revolución no es puramente política; es social. Moderados y progresistas lo confiesan, hechos verdaderamente alarmantes lo confirman; para no verlo sería preciso cerrar los ojos a la luz. Mis estudios sociales pueden pues, y deben, tener un lugar en este libro.
Se me ha dirigido no pocas veces el cargo de que escribo con virulencia, y hasta amigos y correligionarios me han aconsejado que temple algún tanto la ruda energía de mis formas; mas confieso que no está en mi mano. La fuerza de mi lenguaje y será siempre proporcionada a la fuerza de mi idea. Témplela el lector, si sabe y puede.
Mas ¿influye acaso tanto la forma? Muy desgraciado ha de ser el que se asuste de palabras y no de pensamientos. Para hombres tales no escribo».
Madrid, 10 de noviembre de 1854
Francisco Pi y Margall
La reacción y la revolución, al hilo de una enfervorizada retórica, procedía a la crítica radical de la religión católica y la monarquía, postulando la revolución política y social, así como adelantando con claridad lo que será más adelante su tema central: la propuesta de la República federal, “organicemos el reino sobre la base de una federación republicana”.
De la obra Los diputados pintados por sus hechos editada por R. Labajos y Compañía, (1869) extraemos lo siguiente:
«Afiliado desde 1849 en el partido democrático, Pi y Margall había tomado una parte activa en todos los trabajos de su partido anteriores a 1854, y al estallar el movimiento revolucionario de aquel año, movimiento incoloro y sin bandera política, quiso dar una al pueblo. Al efecto publicó una hoja con el título de El Eco de la Revolución. Esta hoja, notable por más de un concepto, documento histórico de importancia por el momento en que apareció y por las doctrinas que en él se sostienen, merece ser conocido del público:
«Pueblo: Después de once años de esclavitud has roto al fin con noble y fiero orgullo tus cadenas. Este triunfo no lo debes a ningún partido, no lo debes al ejercito, no lo debes al oro ni a las armas de los que tantas veces se han arrogado el título de ser tus defensores y caudillos. Este triunfo lo debes a tus propias fuerzas, a tu patriotismo, a tu arrojo, a ese valor con que desde tus frágiles barricadas has envuelto en un torbellino de fuego las bayonetas, los caballos y los cañones de tus enemigos. Helos allí rotos, avergonzados, encerrados en sus castillos, temiendo justamente que te vengues de su perfidia, de sus traiciones, de su infame alevosía.
Tuyo es el triunfo, pueblo, y tuyos han de ser los frutos de esa revolución, ante la cual quedan oscurecidas las glorias del Siete de Julio y el Dos de Mayo. Sobre ti, y exclusivamente sobre ti, pesan las cargas del Estado; tú eres el que en los alquileres de tus pobres viviendas pagas con usura al propietario la contribución de inmuebles, tú el que en el vino que bebes y en el pan que comes satisfaces la contribución sobre consumos, tú. el que con tus desgraciados hijos llenas las filas de ese ejército destinado por una impía disciplina a combatir contra ti y a derramar tu sangre. ¡Pobre e infortunado pueblo! no sueltes las armas hasta que no se te garantice una reforma completa y radical en el sistema tributario, y sobre todo en el modo de exigir la contribución de sangre, negro borrón de la civilización moderna, que no puede tardar en desaparecer de la superficie de la tierra.
Tú, que eres el que más trabajas, ¿no eres acaso el que más sufres? ¿Qué haría sin ti esa turba de nobles, de propietarios, de parásitos que insultan de continuo tu miseria con sus espléndidos trenes, sus ruidosos festines y sus opíparos banquetes? Ellos son, sin embargo, los que gozan de los beneficios de tu trabajo, ellos los que te miran con desprecio, ellos los que, salvo cuando les inspiran venganzas y odios personales, se muestran siempre dispuestos a remachar los hierros que te oprimen. Para ellos son todos los derechos, para ti todos los deberes; para ellos los honores, para ti las cargas. No puedes manifestar tu opinión por escrito, como ellos, porque no tienes seis mil duros para depositar en el Banco de San Fernando; no puedes elegir los concejales ni los diputados de tu patria, porque no disfrutas, como ellos, de renta, ni pagas una contribución directa que puedas cargar luego sobre otros ciudadanos; eres al fin, por no disponer de capital alguno, un verdadero paria de la sociedad, un verdadero esclavo.
¿Has de continuar así después del glorioso triunfo que acabas de obtener con el solo auxilio de tus propias armas? Tú, que eres el que trabajas; tú, que eres el que haces las revoluciones; tú, que eres el que redimes con tu sangre las libertades patrias; tú, que eres el que cubres todas las atenciones del Estado, ¿no eres por lo menos tan acreedor como el que más a intervenir en el gobierno de la nación, en el gobierno de ti mismo? O proclamas el principio del Sufragio Universal, o conspiras contra tu propia dignidad, cavando desde hoy con tus propias manos la fosa en que han de venir a sepultarse tus conquistadas libertades. Acabas de consignar de una manera tan brillante como sangrienta tu soberanía; y ¿la habías de abdicar momentos después de haberla consignado? Proclama el Sufragio Universal, pide y exige una libertad amplia y completa. Que no haya en adelante traba alguna para el pensamiento, compresión alguna para la conciencia, límite alguno para la libertad de enseñar, de reunirte, de asociarte. Toda traba a esas libertades es un principio de tiranía, una causa de retroceso, un arma terrible para tus constantes o infatigables enemigos. Recuerda cómo se ha ido realizando la reacción por que has pasado: medidas represivas, que parecían en un principio insignificantes, te han conducido al borde del absolutismo, de una teocracia absurda, de un espantoso precipicio. Afuera toda traba, afuera toda condición; una libertad condicional no es una libertad, es una esclavitud modificada y engañosa.
¿Depende acaso de ti que tengas capitales? ¿Cómo puede ser, pues, el capital base y motivo de derechos que son inherentes a la calidad de hombre, que nacen con el hombre mismo? Todo hombre que tiene uso de razón es, solo por ser tal, elector y elegible; todo hombre que tiene uso de razón es, solo por ser tal, soberano en toda la extensión de la palabra. Puede pensar libremente, escribir libremente, enseñar libremente, hablar libremente de lo humano y lo divino, reunirse libremente; y el que de cualquier modo coarte esta libertad, es un tirano. La libertad no tiene por límite sino la dignidad misma del hombre y los preceptos escritos en tu frente y en tu corazón por el dedo de la naturaleza. Todo otro límite es arbitrario, y como tal, despótico y absurdo.
La fatalidad de las cosas quiere que no podamos aun destruir del todo la tiranía del capital; arranquémosle por de pronto cuando menos esos inicuos privilegios y ese monopolio político con que se presenta armado desde hace tantos años; arranquémosle ese derecho de cargar en cabeza ajena los gravámenes que sobre él imponen, solo aparentemente, los gobiernos. Que no se exija censo para el ejercicio de ninguna libertad, que baste ser hombre para ser completamente libre.
No puedes ser del todo libre mientras estés a merced del capitalista y del empresario, mientras dependa de ellos que trabajes o no trabajes, mientras los productos de tus manos no tengan un valor siempre y en todo tiempo cambiable y aceptable, mientras no encuentres abiertas de continuo cajas de crédito para el libre ejercicio de tu industria; mas esa esclavitud es ahora por de pronto indestructible, esa completa libertad económica es por ahora irrealizable. Ten confianza y espera en la marcha de las ideas: esa libertad ha de llegar, y llegará cuanto antes sin que tengas necesidad de verter de nuevo la sangre con que has regado el árbol de las libertades públicas.
¡Pueblo! Llevas hoy armas y tienes en tu propia mano tus destinos. Asegura de una vez para siempre el triunfo de la libertad, pide para ello garantías. No confíes en esa ni en otra persona; derriba de sus inmerecidos altares a todos tus antiguos ídolos.
Tu primera y más sólida garantía son tus propias armas; exige el armamento universal del pueblo. Tus demás garantías son, no las personas, sino las instituciones; exige la convocación de Cortes Constituyentes elegidas por el voto de todos los ciudadanos sin distinción ninguna, es decir, por el Sufragio Universal. La Constitución del año 37 y la del año 12 son insuficientes para los adelantos de la época; a los hombres del año 34 no les puede convenir sino una Constitución formulada y escrita según las ideas y las opiniones del año en que vivimos. ¿Qué adelantamos con que se nos conceda la libertad de imprenta consignada en la Constitución del 37? Esta libertad está consignada en la Constitución del 37 con sujeción a leyes especiales, que cada gobierno escribe conforme a sus intereses, y a su más o menos embozada tiranía. Esta libertad no se extiende, además, a materias religiosas. ¿Es así la libertad de imprenta una verdad o una mentira?
La libertad de imprenta, como la de conciencia, la de enseñanza, la de reunión, la de asociación y todas las demás libertades, ya os lo hemos dicho, para ser una verdad deben ser amplias, completas, sin trabas de ninguna clase.
¡Vivan, pues, las libertades individuales, pueblo de valientes! ¡Viva la Milicia Nacional! ¡Vivan las Cortes Constituyentes! ¡Viva el Sufragio Universal! ¡Viva la reforma radical del sistema tributario.»
«Pueblo de Madrid: Has sido verdaderamente un pueblo de héroes. La España entera te saluda llena de entusiasmo y entreteje coronas para tus banderas. Si hoy se levantaran de sus sepulcros los esforzados varones del Siete de Julio y el Dos de Mayo ¡con qué orgullo diría cada cual: «¡Estos son mis hijos! Habéis oscurecido las glorias de vuestros padres, defensores del Diez y siete y del Diez y ocho.» ¿Qué ejército ha de bastar ya para venceros? ¡Alerta, sin embargo, pueblo! ¡Que no sean infructuosos tus esfuerzos! ¡Que no sea infructuosa la sangre que has vertido! ¡Unión y energía, y sobre todo serenidad! ¡No te dejes cegar por tu propio entusiasmo! ¡No te dejes llevar de nuevo por tus viejos ídolos! ¡En las instituciones, en las cosas debes fijar tu amor, no en las personas, cuyas mejores intenciones tuerce no pocas veces el egoísmo, la preocupación y la ignorancia! ¡Recuerda cuantas veces has sido engañado, villanamente vendido! ¡Mira por tu propia conservación, sé cauto sé prudente! ?De ti depende en este momento la suerte de toda la nación, destinada tal vez a cambiar la faz de Europa, contribuyendo a romper los hierros de los demás pueblos Un chispazo produce no pocas veces un incendio; ¡qué no podrá producir tu noble y generoso ejemplo!
—Hoy el pueblo prosigue con mayor actividad que nunca la construcción de barricadas. La tropa permanece impasible en sus baluartes y cuarteles. Hay una tregua completa; pero no tranquilidad ni confianza. La actitud del pueblo es como debe ser, imponente. Ir ganando terreno es su deber mientras la tropa no se entregue y fraternice con el pueblo, de que ha salido. ¿Hasta cuándo querrá ensañarse el soldado contra un paisanaje a que ha pertenecido, y a cuyo seno ha de volver más o menos tarde?
Se nos ha hablado de jefes, sobre todo del arma de artillería, que están en favor de las ideas más adelantadas: ¿cómo no se han pasado ya al ejército del pueblo? Hace dos días era excusable su apatía; hoy es ya criminal, sobre todo cuando de su adhesión a la santa causa que se defiende, depende tal vez el término de los sangrientos conflictos que hace dos días tienen lugar entre el ejército y el pueblo.
—Casi en todas las ciudades se han pronunciado a la vez pueblo y ejército: ¿de qué dependerá que no haya sucedido así en esta corte? Una sola palabra de una mujer bastaba para ahorrar centenares de víctimas; esta sola palabra ha sido pronunciada, pero muy tarde. ¿Ha de agradecerla el pueblo? El pueblo no la ha obtenido, la ha arrancado a fuerza de armas y de sangre. El pueblo no debe agradecer nada a nadie. El pueblo se lo debe todo a sí mismo.
—¿Cuándo va a entrar Espartero? ¿Cuándo O'Donnell y Dulce? Espartero no puede entrar a constituir un ministerio sino bajo las condiciones escritas en las banderas de las barricadas. Dulce es progresista, y no puede oponerse, si quiere ser consecuente a sus principios, a la voluntad del pueblo armado; O'Donnell, en una especie de proclama fechada en Manzanares, se ha manifestado dispuesto a secundar los esfuerzos de las entonces futuras juntas de gobierno. ¿Llenarán todos su misión? ¿Cumplirán todos su deber y su palabra? El pueblo debe estar preparado a todas las eventualidades, y no dormir un solo momento sobre sus laureles. ¡Alerta, pueblo de Madrid, alerta!
—Se ha entregado la guardia del Principal; el pueblo ha recibido con entusiasmo a los soldados.
—Siguen aun apoderados de los Consejos los municipales, que están, como nunca, cometiendo asesinatos, disparando alevosamente entre las tablillas de las celosías contra todo paisano armado o desarmado que asoma por la plaza inmediata o por la calle del Sacramento. ¿Será posible que después del triunfo se conserve un solo momento esa infame guardia municipal?
—El general San Miguel ha sido nombrado capitán general de Madrid y ministro de la Guerra. ¿Cómo se concibe que siga aun el fuego en la plazuela de los Consejos?
—Huesca se ha pronunciado y ha constituido una Junta de gobierno, en cuyo programa, abiertamente democrático, viene consignado el principio salvador del Sufragio Universal. Toledo tiene también una Junta de gobierno democrática. ¡Pueblo de Madrid, aprende y obra! »
* * *
Pues bien, esta manifestación franca de sus opiniones, este noble intento de dar una solución al problema revolucionario salvando la libertad amenazada, valió a Pi el ser preso y encarcelado en virtud de orden expedida por una junta popular que se había establecido en la calle de Jardines. La prisión fue momentánea, pero se mandó recoger la hoja y se impidió su circulación.
El nombre de Pi, tan conocido ya en las letras como en la política, fue llevado en alas de una merecida reputación hasta su país natal, y la culta y liberal Barcelona, sensible siempre a la gloria de sus hijos, le propuso para diputado a Cortes en las Constituyentes de 1854. Quedó para segundas elecciones, teniendo por adversario a D. Juan Prim, y fue vencido por un número insignificante de votos.
Empezó entonces su obra más importante, La reacción y la revolución, viéndose también obligado a suspenderla en el primer tomo por no querer consentir en una injusta y arbitraria exigencia de la autoridad. Advirtióle el fiscal de imprenta que debía someter el segundo tomo, que trataba de materias religiosas, a la censura del ordinario, y él, no pudiendo admitir una excepcional jurisprudencia, depresiva de su libertad, prefirió abandonar la publicación, con grave perjuicio de sus intereses».
Acerca de La reacción y la revolución, Enrique Vera y González en Pi y Margall y La Política Contemporánea (1886), resumiendo a Pi, escribe:
Precede á la parte doctrinal una animada y extensa relación histórica en que Pi y Margall traza, de mano maestra, los rasgos principales de la sublevación de Vicálvaro; las causas fundamentales de este movimiento, la intervención del pueblo en la lucha y la situación respectiva de los partidos después de la victoria. Hace constar que el falseamiento de la revolución ha matado la fe, así en el pueblo como en sus falsos directores, y vuelve briosamente por los fueros de la lógica y la razón, desconocidos por los partidos medios.
Dos cuestiones importantes abarca el capítulo primero de la obra. Teoría de la libertad y la fatalidad, explicada por la historia general y la contemporánea española.—Razón de ser de los partidos. El individuo no progresa en realidad: progresa la raza. Hay leyes económicas que son ciertas tratándose de la humanidad y falsas tratándose del hombre, en virtud del desequilibrio y falta de conexión que existe aún entre los dos términos. Pero de día en día las relaciones son más perfectas: no ha habido ningún gran acontecimiento histórico, por desastroso que haya podido aparecer á primera vista, que no haya contribuido á acelerarla marcha de la humanidad, ensanchando su esfera de acción. Los progresos de una idea reformadora sorprenden aún á sus mismos partidarios. La libertad es la facultad que tenemos de obrar por motivos interiores, con independencia de sugestiones externas: es la determinación de nuestros actos por la inteligencia. La razón de ser de los actuales partidos, es, precisamente, la oposición ó antinomia existente aún entre la fatalidad y la libertad.
El tema del capítulo segundo es la Determinación de la ley social. El progreso es la ley de la historia. Esta afirmación es indudable: la comprueban todos los hechos y la demuestra la observación filosófica. Explicado ya lo que son la fatalidad y la libertad, determinado el progreso como ley de la historia, tenemos ya una piedra de toque, un criterio para juzgar las instituciones y decidir hasta qué tiempo pudieran subsistir con provecho de la especie y desde qué tiempo son impropias y opuestas á su desenvolvimiento.
El capítulo tercero comprende los siguientes puntos: La reacción.—Caducidad de las viejas instituciones.—Su desaparición.— Examen del estado y naturaleza del Cristianismo. La reacción es la esclava de la tradición histórica, la espada de la propiedad, de la monarquía y de la Iglesia: el brazo de la idea de poder. Hoy admite ya límites para estas instituciones; pero trabaja incesantemente por restaurar el absolutismo de su principio.
El capítulo cuarto comprende las cuestiones siguientes: Objeciones al capitulo anterior.—Estado y naturaleza del principio monárquico. La monarquía es hija legítima de la idea de poder. Es el sistema autoritario de la familia, aplicado, como patrón, á la sociedad. Este hecho, que invocan los partidarios de la monarquía en pro de su forma de gobierno, es precisamente una prueba en contra de sus excelencias. La monarquía es la manifestación primitiva y la más torpe de la idea de poder. Ha pasado á través de las revoluciones, pero destruyéndose, limitándose á cada momento. Hoy los reyes se inclinan ya ante la soberanía del pueblo; pero á la fuerza, obligados por las circunstancias, porque la monarquía tiende al absolutismo de su origen. La monarquía, como todo poder, ha partido de una hipótesis falsa en sí misma. Ha visto desigualdad entre las capacidades y las funciones y, en vez de resolverlas, niega la libertad y la igualdad. Hoy no tiene razón de ser la monarquía, porque la idea de libertad es absoluta y el hombre se siente soberano. Los reaccionarios quieren ahogar esta aspiración general y necesaria; buscan, pues, y promueven la guerra.
Capítulo 5.° Continuación de la misma materia. Examen de la monarquía constitucional. Querer que la monarquía sea hereditaria es una pretensión absurda; porque esa institución ni procede de Dios, ni del pueblo, en cuyo caso no existiría ya. El constitucionalismo, como sistema, es hijo de nuestros días, pero tiene su origen en el de la misma institución monárquica. La historia indica que en muy pocos casos han dejado de existir leyes ó asambleas; los pueblos, luego de haber formado un poder, tratan de destruirlo. Los godos celebraban ya asambleas en el fondo de sus bosques. Sus reyes, apenas establecidos, convocaron los concilios en que se observaba ya, en cierto modo, el principio de la intervención popular. Tras de los concilios vinieron las Cortes, y aun en la época en que éstas eran un mero simulacro, decían los reyes para dar autoridad á sus decretos: Ténganse por ley hecha en Cortes. La soberanía del pueblo dentro del sistema constitucional es una verdadera ficción, porque el pueblo no puede nombrar ni revocar sus mandatarios. Además de esto, se declara al rey inviolable, y sin su sanción no tienen valor los acuerdos de las Cortes. El constitucionalismo de nuestros días, descansa especialmente en el principio de la división de poderes. Esta es una base á propósito sólo para la guerra. Hay dos poderes: uno legisla, otro sanciona; los dos tienen igual fuerza en la teoría del sistema. ¿Por qué, cuando hay un conflicto entre ambos, ha de resolverlo precisamente la corona? Discuten y aprueban las Cortes una ley; no se conforma el rey con ella; interpone su veto y disuelve las Cortes. Los conflictos del constitucionalismo no tienen más que dos soluciones: un golpe de Estado ó una revolución. El constitucionalismo, ya que no sea la guerra civil perpetua, es el continuo temor y la continua desconfianza. ¿Por qué, además, el derecho de sanción en la corona? La sanción supone examen; ¿verá las cosas mejor el rey que un Parlamento? Si se está por la afirmativa, ¿por qué no nombra el pueblo un legislador único? Sancionar es legislar; si el rey sanciona, reúne ya los dos poderes. ¡Qué contradicciones! Pero el constitucionalista dice: Si suprimo el veto, el rey no tiene razón de ser; mi sistema se hunde. ¡Qué sistema! La superioridad del rey existe, en la práctica, de hecho, aunque no la quieran de derecho los constitucionalistas. La soberanía del pueblo, derivada de la del individuo, trae, como consecuencia lógica, el sufragio universal. Pero los zurcidores de Códigos políticos relegan al olvido la lógica, cuando ésta les perjudica; han restringido, pues, el sufragio, fundándose en que no todos los hombres tienen la suficiente capacidad ni independencia para elegir á sus representantes y, para colmo de absurdo é injusticia, han hecho del dinero el metro para determinar en los individuos esas condiciones; olvidando que la independencia la da más el carácter que las circunstancias.
El capítulo 6.° está consagrado á explanar estas consideraciones. Desarrolla los puntos siguientes: Constitucionalismo.—Examen de la libertad condicional.—Situación falsa de los reaccionarios. ¿Se cree ó no en el progreso? Si no se cree, ciérrese el paso á toda propaganda. Si se cree, facilítense medios para «que la propaganda dé sus fecundos resultados. Mas no es esta la conducta que se sigue; se adopta por los gobiernos un temperamento que revela doblez y miedo. No se me puede negar la manifestación de mi derecho ni en nombre de la razón colectiva, porque el progreso parte del individuo. Admitido el principio de libertad, toda exclusión es inexcusable. La libertad es una condición esencial del hombre; tocarla es un sacrilegio, una violación de la personalidad humana. Todo sistema, toda doctrina que atente contra cualquiera de las libertades individuales, sea quien fuere su autor y sus tendencias, los declaro falsos é insostenibles por inicuos. Quiero libertad para todas las opiniones; no temo que la Iglesia avasalle los espíritus, porque aferrados sus doctores al dogma, los venceré con la filosofía y la ciencia. Los cultos, manifestación externa y formalista del espíritu religioso, me parecen á cuál más apropiado para ahogar y bastardear ese sentimiento, convirtiéndole en idolatría ó fetichismo; mas no negaré el derecho de ejercerlos á quienes los juzguen necesarios. Abjurad vuestros errores, hombres de la reacción; nosotros abjuraremos también los nuestros ante el progreso de la especie. Mientras persistáis en contener este progreso necesario, estaréis condenados y nos condenaréis á la guerra.
Capítulo 7.°—En este capítulo se abordan las importantísimas cuestiones siguientes: La Revolución. —Dogma democrático. — La libertad moral y la libertad política.—La soberanía del individuo y la del pueblo. ¿Qué es la revolución? Es la fórmula de la idea de justicia en la última de sus evoluciones conocidas ; la sanción absoluta de todas nuestras libertades; el reconocimiento social de esa soberanía que la ciencia ha declarado en nosotros, al afirmar que somos la fuente de toda certidumbre y de todo derecho. El hombre es para sí su realidad, su derecho, su mundo, su fin, su Dios, su todo. Es, á la vez, ley y legislador: monarca y súbdito. Es soberano, y como tal, ingobernable. Todo hombre que extiende la mano sobre otro es un tirano; es más: es un sacrílego. Entre dos soberanos no caben más que pactos. Autoridad y soberanía son términos contradictorios. A la base social autoridad, debe suceder la base social contrato. La democracia ¡cosa rara! empieza por admitir la soberanía individual y rechaza después la anarquía, su consecuencia indeclinable. La constitución de una sociedad de seres inteligentes y soberanos, ha de estar, forzosamente, basada sobre el consentimiento expreso, determinado y permanente de cada uno de sus individuos. Este consentimiento debe ser personal, porque sólo así es consentimiento-; recaer exclusivamente sobre las relaciones sociales, hijas de nuestra conservación y del cambio de productos; estar abierto constantemente á modificaciones y reformas, porque nuestra ley es el progreso. La sociedad, ó no es sociedad, ó si lo es, lo es en virtud de mi consentimiento. La soberanía del pueblo es una pura ficción; no existe. No se la puede admitir como principio, sino como medio indispensable para acabar con la mixtificación del poder, destruyéndole hasta en la postrera de sus formas. Sólo puede admitirse como principio racional la soberanía del individuo, que destruye el sistema monárquico y el constitucionalista. La idea de soberanía es absoluta; no tiene su más ni su menos. No es divisible cualitativa ni cuantitativamente. ¿Soy soberano? No cabe sobre mí otra soberanía, ni debo concebirla. Admitida, pues, la soberanía individual, ¿cómo admitir la colectiva? En la práctica de los hechos no la reconozco tampoco. La ficción de la soberanía es aún necesaria, porque aún hay intereses individuales y sociales, y habiendo intereses colectivos, parece evidente que la colectividad debe resolver acerca de ellos. Es triste haber de aceptar una ficción; mas si hay otro medio, indíquenmelo mis correligionarios ó mis amigos. De todas suertes, está relativamente cercano el día de la desaparición del poder.
Capítulo 8.° — Nuevas consideraciones sobre la libertad.—La revolución es la paz.—Temores infundados de los reaccionarios. Voy ahora á probar que la revolución es la paz. La reacción, el estado actual de cosas, se funda en una negación de la verdad. Las aspiraciones de la revolución se dirigen á destruir la autoridad y á establecer el contrato como base de todas las instituciones políticas y sociales; ¿cómo no ha de ser la paz? Una vez este ideal conseguido, los partidos lucharán, no por las armas, sino por la propaganda pacífica. Teniendo abiertas las puertas de la propaganda todas las ideas, la insurrección armada será un crimen que merecerá severo castigo; porque establecida 1a libertad, tendrán razón de ser los delitos políticos, que hoy realmente no existen, porque vivimos bajo un régimen de arbitrariedad. La unidad absorbente de las monarquías ha traído siempre graves males; ha concentrado la vida en la metrópoli y apagado la de las colonias y provincias. Una república, se replica, enhorabuena; pero, ¿federativa? He analizado seriamente las objeciones dirigidas contra esta especie de república; no he encontrado ninguna digna de una refutación especial ni detenida. Bajo una república federal la nación española se ensancha y fortalece, las provincias, aún por sus intereses materiales, estrechan sus lazos en vez de romperlos. Una república unitaria es menos beneficiosa y menos sostenible. Está más expuesta á los ataques de la monarquía y fácilmente se la vence cuando no ha logrado aún arraigarse en el corazón del pueblo. En Francia ha caído dos veces la república unitaria: la federal de Washington y la de Suiza signen al través de las revoluciones que agitan al mundo. La federación es la unidad en la variedad, la ley de la naturaleza, la ley del mundo, la espada de Alejandro contra el nudo gordiano de la organización política.
Capítulo 9.° Principios del sistema filosófico del autor.— En este capítulo, que da fin al libro primero de La Reacción y la Revolución expone Pi y Margall sus ideas filosóficas, declarándose panteísta.
El libro segundo está consagrado á la administración.
El capítulo primero de esta segunda parte de la obra está consagrado á la Exposición y critica de la organización administrativa. Lo declaro; soy partidario ardiente del federalismo. Mediante la organización federal cesaría de una vez para siempre la odiosa fiscalización del gobierno sobre las provincias y los municipios, cada una de estas entidades políticas obraría perfectamente dentro de su esfera de acción; se reanimarían iniciativas hoy amortiguadas y hallarían fácil y pronta resolución problemas que en vano pretenderán resolver los partidarios del actual sistema. Las antiguas provincias tienen, en su mayor parte, vida y tradiciones propias y esta circunstancia habría de ser, desde luego, muy favorable á la organización federativa de nuestro país.
Capítulo 3.° — Desarrolla el tema siguiente: Ministerio de la Gobernación.—Intereses Morales.—Instrucción pública.—Costumbres. Entre los intereses morales, figura en primer término la enseñanza. Declarémosla libre: que la propague y difunda todo aquel que se sienta con fuerzas para ello, sin necesidad de obtener título ó permiso del Estado. Ya que se conserve la enseñanza oficial, no sea obligatorio su curso parí todo el que se proponga ejercer una carrera. Dése, ademán, una organización racional á los establecimientos oficiales de instrucción pública: obedezcan á un método riguroso los planes de enseñanza y los cuadros de asignaturas. Consecuente conmigo mismo, no me atrevería ni á proponer siquiera que fuese la enseñanza obligatoria; sé que lo proponen muchos demócratas, llenos del más ardiente celo, pero esto les lleva á falsear su dogma revolucionario. Por lo demás, facilítese por todos los medios posibles la instrucción, no se pongan trabas al ejercicio del magisterio: instrúyase á la mujer para que, como obligada maestra de sus hijos, no inculque en sus tiernas inteligencias errores que quizá no les abandonen ya hasta el sepulcro. Refórmese poderosamente la primera enseñanza; colóquese en ella la música, que dulcifícalos sentimientos y ennoblece las ideas. Dense también nociones de moral, pero sin vincularla en un determinado sistema religioso. Soy opuesto á las Academias artísticas, que amaneran á los alumnos y matan su espontaneidad. Ya que esas Academias no desaparezcan, dóteselas con buenos profesores; no se empleen años y años en la copia de dibujos, póngase, desde luego, al alumno frente á la naturaleza, ejercítese su imaginación en vez de amortiguarla. La corrupción es terrible en nuestros días por la organización de la propiedad, que permite la opulencia de algunos frente á la miseria de muchos: por la falta de creencias que reemplacen á las moribundas religiones; por el escepticismo que devora las conciencias y mata todas las iniciativas generosas. Mas no ponga el Estado su mano en las costumbres, porque las corromperá más aún. La inmoralidad no desaparecerá sino con la libertad y la igualdad de condiciones.
Capítulo 4.° Continúa la tesis sentada en el anterior y trata de los siguientes puntos: Intereses materiales. Administración de justicia. Organización de la fuerza ciudadana.La agricultura está aún en un estado lamentable. A pesar de los apuros del Tesoro, se gastan millones y millones en Obras públicas. No sólo no han hecho poco respecto á este punto los gobiernos; han hecho lo que no debían. Los gobiernos, respecto á obras públicas, no deben hacer más que garantizar el ejercicio de la iniciativa individual, sin contrarrestarla ni favorecerla con escandalosas subvenciones. La usura, que es nuestra ruina, no desaparecerá sino merced á grandes modificaciones en la propiedad territorial, cuando los capitales se consagren á la agricultura en vez de acudir, como hoy, á los vergonzosos agios de la Bolsa. Se clama por la creación de Bancos agrícolas que contrarresten la usura, prestando á los labradores con un interés módico.Soy partidario de que se reconozca la libertad de asociación á los obreros y abomino la conducta de esos gobernadores que han combatido con encarnizamiento la idea de sociedades cooperativas y cajas de socorros mutuos. Deseo la menor fuerza armada posible, aun para mantener el orden. La milicia es la desconfianza armada; cuando esta desconfianza no existe, como no existiría en el régimen federativo, es innecesaria la milicia. Mi ideal sería una policía como la de Londres; una policía que infunda respeto, no por la espada que lleve al cinto, sino por la ley de que ha de ser representante, y compuesta de hombres morales y severamente educados.
Capítulo 5.° Deuda del Estado. En este capítulo Pi y Margall hace la crítica de las conversiones de la Deuda y de los planes rentísticos de Mon y Bravo Murillo.
Capítulo 6.° Desarrolla las materias siguientes: Sistema tributario de Mon. Contribución única. Hace la crítica de la reforma tributaria de Mon, hoy vigente, y explana después su criterio, favorable á la contribución única. Yo suprimiría de una plumada todas las contribuciones é impuestos conocidos. Los refundiría en uno, lo haría extensivo a todos los ciudadanos del Estado: haría que gravare por igual á todos. Le decretaría proporcional, no progresivo. No le establecería sobre la renta, porque la niego; ni sobre los gastos necesarios, porque mermarlos es destruirlos; ni sobre el lujo, porque el lujo es más una relación que un hecho. Le establecería sólo sobre el capital ó sea sobre el conjunto, ya determinado, de valores que poseamos. Son capital mis libros, capital mis ahorros en dinero; los ejemplares de una obra que publique; mis vestidos, mis muebles, todo mi ajuar doméstico. Sobre este capital y sobre todos los bienes muebles é inmuebles de todos mis compatriotas, impondría mi contribución única.
Con este capítulo termina el primer tomo de La Reacción y la Revolución, único que pudo escribir Pi y Margall, porque el gobierno progresista, imitando los groseros procedimientos de Bravo Murillo, decretó la supresión de la obra, reiterando, además, la real orden que en 12 de Noviembre de 1852 se expidiera contra la Historia de la Pintura. La supresión del nuevo libro de Pi se debió, principalmente, á los buenos oficios del clero. El rector de la Vicaría eclesiástica acudió al ministro de Gracia y Justicia, D. Joaquín Aguirre, progresista rancio y muy dócil con la gente de iglesia, y se quejó amargamente del escándalo que á todas las almas católicas estaba produciendo la abominable obra de Pi y Margall, en que se atacaba cuanto había de sagrado y respetable en la tierra y en el cielo. Aguirre comunicó entonces al gobernador de Madrid, que era D. Luís Sagasti, la orden de suspensión de la obra.