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Modesto Lafuente – HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA
La monumental Historia General de España de Modesto Lafuente, es considerada el paradigma de la historiografía nacional del pensamiento liberal del siglo XIX. Pensamiento que hunde sus raíces en el periodo de la Ilustración, comienza a desarrollarse durante la Guerra de la Independencia, y adquiere carta de naturaleza con el romanticismo imperante de la época isabelina. Con su publicación finaliza el hasta entonces “reinado” de la Historia del padre Mariana, y se inaugura éste nuevo, mucho más acorde con las exigencias nacionales del momento.
La obra de Lafuente, publicada en su primera edición entre 1850 y 1867, llegó a alcanzar un lugar de privilegio casi unánime en toda la sociedad de la segunda mitad del XIX, y hasta bien entrado el siglo XX. Su predicamento fue tal que devino en símbolo cultural de toda institución que se preciara de importante: ayuntamientos, bibliotecas de ateneos, casinos y centros docentes, así como bibliotecas particulares de políticos, burgueses y militares. Pero su difusión fue incluso mucho más lejos del círculo elitista e intelectual. Por su aparente llaneza de composición y lenguaje, así como por las múltiples anécdotas y pequeñas historias que jalonan su discurso identitario nacional, la Historia de Lafuente sirvió de modelo a muchos autores de libros de texto y manuales de enseñanza, arraigando vivamente entre las clases medias españolas, al punto que su posesión fue signo de cierta distinción. «En cuanto a la claridad —escribe Lafuente en el prólogo a la primera edición—, siempre he preferido a la vanidad que se disfraza bajo la brillantez de las formas, la sencillez que Horacio recomienda tanto, aconsejando a los autores que escriban no solo de manera que puedan hacerse entender, sino que no puedan menos de ser entendidos. La historia no es tampoco un discurso académico».
Definitivamente, el éxito obtenido le avaló un cierto status oficial como modelo de historia general de la nación. «La historia pasó a ser un género con una gran aceptación —escribe Marc Baldó Lacomba de la Universitat de València en su artículo Regeneracionismo en la universidad y creación de la sección de historia (1900-1923)—. Todo miembro de la burguesía o clase media que se preciara tenía en su casa, al menos, una Historia de España en varios volúmenes. Además, la lectura histórica se consumía en distintos formatos: como compendio, como síntesis, como novela (ahí están los Episodios nacionales de Galdós). La historiografía liberal, especialmente la de la época romántica, era un género que, con frecuencia, estaba a caballo entre la literatura y la erudición; tenía que estar bien escrita para ser comprada y leída, y pasó a tener una amplia difusión; los historiadores de entonces eran buenos narradores, si no el mercado los hubiese marginado (en el liberalismo, como es sabido, el mercado manda)».
La Historia de Lafuente no fue un caso aislado en la producción historiográfica del momento. Las historias generales constituyeron un género muy difundido en la Europa liberal del XIX. En estas obras, influidas en gran medida por la Historia de la civilización del francés Guizot, se sientan unas bases metodológicas sobre las que interpretar el devenir histórico, bases que tienen como epicentro el concepto aglutinador de nación, el romántico volkgeist o “alma nacional”, concepto que destilado de los acontecimientos, hasta de los más remotos, buscó la legitimación del estado-nación en el presente. La Historia, vista así, deja de ser un mero compendio de crónicas dinásticas y acontecimientos diplomáticos y militares, para centrarse en el protagonista por excelencia de los avatares históricos, un sujeto colectivo: la nación. Surge así una imagen inmutable de la genealogía nacional, basada en la arraigada caracterización del pueblo español como valeroso, religioso y básicamente conservador. En la magna obra de Modesto Lafuente, como en casi todos los escritores del siglo XIX, de cualquier signo ideológico, a la nación española se la identificó con el pueblo y con su manera de ser, confiriéndoles el carácter de atemporales y eternas a tales categorías sociológicas. Los españoles, por tanto, eran ese nuevo concepto político que adquiría rango de categoría histórica. Españoles eran los que, a lo largo de los siglos, habían encarnado el espíritu de un pueblo y habían defendido sus instituciones. Españoles que además, desde ahora, se convertían en los nuevos protagonistas del discurso político y, por supuesto, del relato historiográfico. Eran la nación, ni más ni menos. Por eso Modesto Lafuente podía escribir en el prólogo de su obra que “hace veinte años no hubiéramos podido publicar esta historia”, porque efectivamente escribía cuando ya la soberanía nacional permitía establecer un nuevo sujeto del devenir histórico.
Con todo, «no había, sin embargo, un plan gubernamental o estatal para utilizar a los historiadores en pro de la nacionalización del país —escribe Jorge Vilches en su artículo Los liberales y la Historia—, o para inculcar una determinada ideología o mentalidad. Modesto Lafuente era un liberal, progresista pero de orden, muy independiente; fue sacerdote, luego periodista satírico –Fray Gerundio– y finalmente un historiador que vivió de su pluma sin depender de encargos institucionales ni tener que someterse a consigna académica alguna. Es más: los tres hombres que continuaron su Historia General no coincidían políticamente: Juan Valera era conservador; Andrés Borrego, liberal-conservador, y Antonio Pirala, progresista. Pero aquella obra se convirtió, como ha escrito Sisinio Pérez Garzón, en el libro de Historia de cabecera de las clases medias.
Del artículo El nacionalismo español en los manuales de historia, a cargo de Ramón López Facal y publicado en Educació i Historia: Revista d´Historia de l´Educació (nº 2, 1995), extraemos lo siguiente:
«La historiografía romántica liberal, especialmente la magna obra de D. Modesto La Fuente publicada entre 1850 y 1867 influyó de manera decisiva en la definición de estereotipos básicos de la historiografía posterior, especialmente en las obras escolares. En la Historia de España de Lafuente se perfila con nitidez el concepto de nación española (resultado de proyectar al pasado del modelo de Estado liberal-burgués) que perdurará durante mucho tiempo apenas matizado desde otras opciones ideológicas; la articula a partir de los siguientes elementos:
- La idea de soberanía territorial: España es una nación formada por un territorio con cierta unidad, delimitado por unas fronteras que vienen determinadas en gran medida por una realidad geográfica «natural».
- La unidad legislativa y política. La nación se constituye cuando está presente cierto grado de unidad política, con un gobierno «central» y un sistema legislativo común.
- Una identidad de carácter. Los habitantes que viven en un mismo territorio están condicionados por el medio geográfico y participan de un mismo tipo de comportamiento.
- La unidad religiosa. La religión católica ha contribuido a forjar la identidad de los españoles. Este rasgo es una aportación relevante de los historiadores moderados (Lafuente) común con los tradicionalistas (Gebhartd...)
Esta concepción de la nación va a ser tan común que ni siquiera entre los autores más progresistas se suele poner en cuestión la importancia del catolicismo en la formación de la identidad nacional, ni se hace una reivindicación expresa de la soberanía nacional como un elemento constitutivo básico de la nación. Cuando algún historiador más radical critica —excepcionalmente— la importancia que la mayor parte de la historiografía dominante otorgaba al cristianismo en la formación de la identidad española, no lo hace desde una perspectiva racionalista-ilustrada del contrato social sino también desde cierto historicismo romántico, reivindicando una identidad común anterior al cristianismo en la época ibérica.
Tras analizar más de una veintena de Historias de España publicadas en el siglo XIX, en su mayor parte manuales escolares, podemos resumir algunos rasgos comunes a todas ellas y muy similar al esquema adoptado por la historiografía francesa:
- Los primeros pobladores históricos que se identifican son los iberos y a ellos se atribuye el origen del «carácter español». Se valora positivamente su «lucha por la independencia» frente a los fenicios, los cartagineses y sobre todo a los romanos.
- Los visigodos son el origen de la monarquía hispánica y los primeros en lograr su «unidad política».
- La Reconquista fue la gran forja de la nación. Los españoles (identificados exclusivamente con los cristianos peninsulares) expiaron el pecado de su desunión y los vicios de costumbres degeneradas; sólo con su unidad tras ocho siglos de esfuerzos lograron consumar la unidad perdida.
- Los Reyes Católicos lograron la culminación de las aspiraciones nacionales al restaurar la unidad. Desde posturas ideológicas incluso contrapuestas se considera su reinado como el momento de mayor esplendor nacional.
- La monarquía de los Austrias recibe una valoración más crítica; se la considera, generalmente, responsable de la decadencia española al dedicar los esfuerzos más importantes a empresas exteriores olvidando las verdaderas preocupaciones de la nación (representadas para muchos por los comuneros). A finales del XIX, desde posiciones tradicionalistas y neocatólicas se inicia la reivindicación de los reinados de Carlos I y Felipe II «providenciales» porque salvaron a Europa de los turcos y frenaron la expansión del protestantismo.
- El siglo XVIII se valora de manera diferente dependiendo del sesgo ideológico de los historiadores. Sin duda su mayor proximidad al proceso revolucionario-liberal influyó en ello. Para la mayoría merece una valoración positiva la voluntad modernizadora y de progreso de los gobernantes ilustrados (incluso entre autores muy moderados, aunque algunos hacen salvedad de la expulsión de los jesuitas por Carlos III). Los tradicionalistas y neocatólicos del último tercio del siglo censuran esos esfuerzos modernizadores que consideran contrarios al «verdadero sentir de la nación».
- La revolución liberal apenas tiene cabida en los manuales escolares. En los textos publicados durante el siglo XIX se glorifica la guerra contra Napoleón y suelen evitar valoraciones sobre la etapa isabelina. En España no se produjo ningún fenómeno comparable a la reivindicación del proceso revolucionario realizada en Francia durante la III República. La influencia de la Iglesia católica y la hegemonía política del liberalismo doctrinario (partido moderado en la época isabelina y partido conservador a partir de la Restauración) propiciaron que incluso autores progresistas asumiesen un concepto de nación esencialmente conservador, sin considerar la soberanía nacional uno de sus rasgos definitorios».
Es cierto que ante tales consideraciones, y a pesar de la ingente documentación de la que se hace uso, la obra de Lafuente carece de un cierto rigor científico. Es necesario señalar que el autor de la Historia General de España, como muchos otros que siguieron sus pasos, no era fundamentalmente un historiador. El rigor científico no se consideraba como absolutamente indispensable. Hasta principios del siglo XX los estudiosos y narradores de la historia se basaban en una formación filológica, jurídica, teológica, filosófica, literaria, periodística, política e incluso médica.
Será unos años después, con la recepción tardía del positivismo en España cuando los especialistas de la Academia de la Historia, con Cánovas del Castillo como coordinador, y más tarde, la fundación del Centro de Estudios Históricos en 1909 (entidad en la que colaboran los dos principales impulsores de la historiografía española: Altamira y Menéndez Pidal), se planteen la necesidad de alcanzar un nivel de conocimiento científico suficiente como base de cualquier trabajo histórico.
A medida que finalizaba el siglo XIX tomaba auge el inevitable debate sobre los fundamentos del Estado unitario por parte del historicismo regionalista, especialmente el catalán. El discurso de Lafuente se le antojaba excesivamente castellanista y excluyente; una historiografía centralista que intentaba monopolizar la representación de España. Presumiendo el autor de la Historia General las acusaciones que del tal frente habrían de imputarle, escribe en su prólogo: «Si en todas las historias son esenciales requisitos el método y la claridad, necesitase particular estudio para evitar la confusión en la de España, acaso la más complicada de cuantas se conocen, señaladamente en las épocas en que estuvo fraccionada en tantos reinos o estados independientes, regido cada cual por leyes propias y distintas, y en que eran tan frecuentes las guerras, las alianzas, los tratados, los enlaces de dinastías, que hacen sobremanera difícil la división sin faltar a la unidad, y la unidad sin caer en la confusión. Procuro, pues, referir con la separación posible las cosas de Aragón y las de Castilla, las de Navarra, Portugal o Cataluña, y las que tenían lugar en los países dominados por los árabes; aparte de los casos en que los sucesos de unos y otros estados corrían tan unidos que hacen indispensable la simultaneidad en la narración. (…) Siento haber de advertir que una historia general no puede comprender todos los hechos que constituyen las glorias de cada determinada población, ni todos los descubrimientos que la arqueología hace en cada comarca especial. No haría esta advertencia, que podría ofender al buen sentido de unos y parecer excusada a otros, si no tuviera algunos antecedentes para creerla necesaria».
La presente edición de 25 tomos corresponde a la Historia General de España desde los tiempos primitivos hasta la muerte de Fernando VII. Continuada desde dicha época hasta nuestros días (muerte de Alfonso XII) por D. Juan Valera con la colaboración de D. Andrés Borrego y D. Antonio Pirala. Impresa en Barcelona por Montaner y Simón entre 1888 y 1890.
ENLACES
Anatole France – LA VIDA EN FLOR
Escrita en las postrimerías de su vida, 1922, Anatole France retoma en esta última obra, el contenido autobiográfico del que ya fueron objeto El libro de mi amigo y Pedrín. Retirado en su propiedad cercana a Tours de La Béchellerie, y con esa pesadumbre que otorgan los años y la pasada guerra mundial, France se reconforta con los recuerdos de infancia y juventud como si de un paraíso artificial se tratara.
«Este libro es una prolongación de Pedrín —escribe el autor—, publicado hace dos años. La vida en flor acompaña a mi amigo hasta su presentación en sociedad. Estos dos volúmenes, a los cuales se puede añadir El libro de mi amigo y Pedro Nozière, contienen, bajo nombres supuestos y con algunas circunstancias fingidas, los recuerdos de mis primeros años. (…) En estas páginas se amontonan sucesos minúsculos referidos con exactitud. Y no falta quien me asegure que pueden agradar estas bagatelas verídicas».
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Anatole France – LA REBELIÓN DE LOS ÁNGELES
En la mansión parisina de los Esparvieu, poseedora de una biblioteca teológica inmensa y estrictamente custodiada por el bibliotecario Sariette, empiezan a descolocarse libros, a desaparecer, a encontrarlos abiertos y consultados e, incluso, a verlos volar. Entre tanto, un hecho esperpéntico y singular le sucede al joven Mauricio Esparvieu, un hombre al que, en definición de su creador: no había nada que asombrase, nunca trató de conocer la causa de las cosas, y vivía tranquilo en el mundo de las apariencias. Sin negar la verdad eterna, perseguía, al capricho de sus deseos, las vanas formas. Menos aficionado que la mayoría de los jóvenes de su generación a los deportes y a los ejercicios violentos, entregábase inconscientemente a la vieja tradición erótica de su raza.
Y así fue que el sucedido, infinitamente más atrevido que las imaginaciones de Alighieri y de Milton, se dio cuando retozaba con su amante Gilberta en el lecho transgresor: se le aparece su ángel custodio Abdiel (en el cielo), Arcadio (en la tierra).
El plato esta servido cuando descubrimos que este Abdiel, andaba culturizándose con los antiguos tomos teológicos de los Esparvieu y planea, ayudado de otros ángeles que como él pululan, cual anarquistas de medio pelo, por ese París de principios de siglo XX, destronar a Dios, que no es más que un demiurgo mediocre llamado Ialdabaoth.
El asunto da juego a France a través de esta fantasía aderezada con bibliotecarios obsesivos, burgueses de todo tipo, maridos cornudos, damiselas de dudosa moral, y toda una corte celestial, para poner en solfa todas las instituciones divinas y humanas.
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Anatole France – LOS DIOSES TIENEN SED
No se puede olvidar que en su infancia, France vivió rodeado de la Revolución.
La trama de esta novela, publicada en 1912, transcurre en los tiempos del Terror revolucionario del París de 1793. Un personaje destacará del resto, Evaristo Gamelin, pintor y grabador discípulo del afamado David, que de corazón ardoroso y noble, se verá arrastrado por los acontecimientos en el instante en que es nombrado juez del temido Tribunal Revolucionario. Tribunal que, todopoderoso, decide la suerte de miles de personas en función de su afinidad al poder jacobino. El reinado del terror surge, en el Paris de 1793, cuando los jacobinos se hacen con el control de la revolución, dando lugar al comienzo de una espiral que afecta, primero a sospechosos de pertenecer o simpatizar con el antiguo régimen, luego a cualquiera acusado de acaparar cualquier producto y al final, termina por caer sobre los propios republicanos denunciados por cualquier absurda desviación.
Anatole France pinta un fresco sin ambages de todo aquel periodo trágico. Por aquellos tiempos, el autor fraternizaba con el progresismo más radical, era lo que podíamos llamar un hombre de izquierdas, pero esa afiliación progresista no le hizo perder el sentido común al extremo de escribir un panegírico de aquellos días, antes bien, conserva la lucidez como para denunciar que aquellos sueños de razón y virtud, escondían horribles delirios de poder; tremendas e implacables acciones sobre el individuo, una maquinaría atroz capaz de devorar a sus propios creadores.
«Gamelin —declara el escritor Milan Kundera— tal vez sea el primer retrato literario de un artista comprometido. No obstante, lo que me cautivó de la novela de France no fue la denuncia de Gamelin, sino el misterio de Gamelin. Digo misterio porque ese hombre, que terminó por enviar a decenas de personas a la guillotina, habría sido sin duda, en otra época, un amable vecino, un buen compañero y un artista dotado. ¿Cómo puede un hombre indiscutiblemente honesto llevar oculto a un monstruo? El novelista no escribió su novela para condenar la Revolución, sino para examinar el misterio de sus actores, y con éste otros misterios, el misterio de lo cómico que se desliza por entre los horrores, el misterio del aburrimiento que acompaña los dramas, el misterio del corazón que disfruta con cabezas cortadas, el misterio del humor como último refugio de lo humano…».
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Anatole France – LA ISLA DE LOS PINGÜINOS
La obra, escrita en 1908, es la visión escéptico-pesimista, recurso inverso a la utopía feliz de Sobre la piedra inmaculada (en una brilla la luz de la esperanza, en la otra ríe en falsete un sombrío pesimismo, dirá un crítico de la época), de una sociedad figurada cuyos habitantes son los pingüinos. Curioso animal el escogido que, de contorno y andares tan característicos, induce, por su aparente estupidez, a la sonrisa fácil, e incluso a la sorna. Caricatura, en opinión de muchos, del burgués emperifollado de finales del XIX y principios del XX, una suerte de ironía antropomórfica que da el juego preciso buscado por el autor.
De hecho, la alegoría animal anatoliana no es más que una sátira; parodia siempre amable y socarrona, que repasa la historia de Francia y de la civilización europea. Obra en la que denotan los ecos de autores como Rabelais, Mointagne, Voltaire y Jonathan Swift, y a su vez se anticipa a Orwell. El libro, visto así, se encuentra dividido en partes que recuerdan las de cualquier manual histórico al uso: Orígenes, Tiempos Antiguos, Edad Media, Renacimiento, Tiempos Modernos y, excepcionalmente, muestra de la voluntad moralizadora del autor, Tiempos Futuros.
«Después de habernos narrado France —escribe Roberto Giusti en Anatole France, el aspecto social de su obra (Ediciones Selectas América, Buenos Aires, 1920)—, con endiablado brío y acre ironía volteriana, inusitada en él, la historia de la Pingüinía, o sea de Francia, deteniéndose con particular complacencia en los acontecimientos de la tercera república y del asunto Dreyfus, cuando esperamos que dé un descanso a nuestros nervios fatigados por tanta necedad y tanta infamia, él en cambio concluye por desconcertarnos y abatirnos con el último cuadro, esa «historia sin fin» de los tiempos futuros, en la cual vemos hundirse las civilizaciones como castillos de naipes, para renacer penosamente a lo largo de los milenios y volver a hundirse sin remedio en la sima de las edades... ¿Qué desengaño de los hombres pudo inspirar a France este libro sin bondad ni entusiasmo, y ese apocalíptico epílogo?
La Isla de los Pingüinos, si admirable e ingeniosísimo, es un libro desolador, concepción de un nihilista desesperado, que después de haberse burlado a su gusto de todas las cosas divinas y humanas, por último, ya hastiado, siente el deseo de hacer saltar de un papirotazo este mundo loco y triste. En otros libros, en Sobre la Piedra Inmaculada y en La Rebelión de los Ángeles, el escritor admite una posible superación de la raza humana por otros seres que nos sucederían en el imperio del planeta, irguiéndose sobre las cenizas y las ruinas de lo que fue el hombre y su genio; en La Isla de los Pingüinos, sobre las ruinas de la civilización extinta sólo pastan los caballos salvajes, en tanto que en el seno de los siglos se engendra una nueva civilización, semejante a las anteriores e igualmente destinada a perecer».
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Anatole France – SOBRE LA PIEDRA INMACULADA
Entre los libros de France más definidos por el pensamiento político, densos de ideas y ricos de sugestiones, debe citarse el titulado Sobre la Piedra Inmaculada (1905).
Un grupo de conocidos y amigos, todos ellos cultos, pasean por las ruinas del Foro de Roma y, ante el incomparable marco de aquellos vestigios que antaño fueron símbolo del poderío mundial, conversan acerca conversan sobre el fin de unos ciclos históricos y el inicio de otros nuevos.
Sobre la piedra inmaculada (traducida también Sobre la piedra blanca, aunque, como apunta el traductor Ruiz Contreras: en las novelas, el título es como en las personas el nombre. Nada tiene de particular, pero caracteriza. ¿Cómo traducir Sobre la piedra blanca? Es la pierre blanche aquella en que nada se ha escrito. Blanche no se refiere al color, sino a la pureza) es un sueño acerca de la inevitable sociedad socialista del porvenir, un “ingenuo” y entrañable bosquejo de la sociedad futura. France describe esta utopía como fruto de la ensoñación de uno de sus personajes, Hipólito Dufresne. Utopía, que más tarde retomará con diferente artificio (utopía de la esperanza frente a utopía del pesimismo) en La isla de los pingüinos, y que somete a la crítica, no por la búsqueda de errores, sino por considerar presuntuosas tales imaginerías constructivistas. France es demasiado filósofo, demasiado erudito, demasiado versado en la historia y demasiado sabio y reconocedor de la ignorancia propia y ajena, para fiarse de tales elucubraciones a las cuales juzga como vanas o peligrosas.
El libro despliega ante nuestros ojos el espectáculo impresionante de la marcha de las civilizaciones. Parte de los abismos de la prehistoria y se lanza en el vuelo de la quimera. La parte central es un vehemente alegato contra los actuales estados capitalistas, guerreros como los feudales, y sus empresas coloniales, su violencia industrial, su locura armamentista y todos los problemas que con ellas se relacionan.
La utopía que lo corona es realmente un esbozo de sociedad comunista que se antojaba en aquellos tiempos paradigma del progreso. El autor nos transporta al año 2270, correspondiente al 220 de la Federación Europea, y nos hace conocer a grandes rasgos el régimen de vida, la organización del trabajo, la estética de los lugares, las relaciones entre los sexos, el traje, las costumbres, la moral, los estudios, el arte, la religión.
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Anatole France – EL SEÑOR BERGERET EN PARÍS (HISTORIA CONTEMPORÁNEA IV)
Luciano Bergeret, designado para desempeñar una cátedra en la Sorbona, deja la residencia provinciana en que le hemos conocido y visto en las tres novelas anteriores y se dirige a París en compañía de una de sus hijas.
Publicado en 1901, con esta novela se evidencia la cada vez más acusada preocupación político-social de France, quien progresivamente se irá acercando a posiciones y tesis del partido comunista. La trayectoria (defensor de causas humanitarias mediante elocuentes defensas de los derechos civiles, de la educación popular y de los derechos de los trabajadores), es patente a través de sus siguientes novelas: El asunto Crainquebille, también de 1901, La isla de los pingüinos, de 1908, y La rebelión de los ángeles, de 1914. No obstante, aunque France está en la lista de los intelectuales de izquierda por un proceso de decantación, es un autor demasiado explosivo e inmanejable para ésta.
«(Los socialistas) no ocultan sus ideas —pone France en boca de Bergeret—, las proclaman, y sus ideas acaso merecen un examen serio. No tema usted que se realicen demasiado pronto, porque todos los progresos son inseguros y lentos, y casi siempre van seguidos de reacciones. El avance hacia un orden más conveniente es indeciso y confuso; las fuerzas innumerables y profundas que ligan al hombre con el pasado le hacen estimar los errores, las supersticiones, los prejuicios y las barbaries, como atributos preciosos de su tranquilidad. Cualquiera innovación bienhechora le espanta; es retrógrado por prudencia, y no se atreve a salir del inseguro abrigo que guareció a sus padres, aun cuando se derrumbe sobre él».
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Anatole France – EL ANILLO DE AMATISTA (HISTORIA CONTEMPORÁNEA III)
Un anillo de amatista es el símbolo de la dignidad episcopal, de modo que bajo el título de esta novela, publicada en 1899 y tercera entrega de la Historia Contemporánea, se oculta una procaz intención anticlerical.
El genial ironista francés —declara una reseña aparecida en abril de 1919 en la revista Cervantes— traza con el vigor suyo característico el cuadro de la Francia de finales de siglo, y con impiadosa mano expone los pormenores de los mundos social, político y religioso. Nadie con más crudeza ni con mayor elegancia que el admirable novelista francés ha observado y pintado las costumbres sociales de un pueblo. En El anillo de Amatista Anatole France cuenta, como sólo él sabe hacerlo, la forma peregrina en que se nombra a un obispo.
Qué amargura, qué hondo escepticismo se siente al acabar de leer este libro admirable!.
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Anatole France – EL MANIQUÍ DE MIMBRE (HISTORIA CONTEMPORÁNEA II)
Segundo volumen, publicado también en 1897, de los cuatro que componen la Historia Contemporánea.
Bergeret, profesor de literatura antigua en provincias, es un dechado de belleza moral y de verdadera simplicidad; un hombre bondadoso y distinguido. Desprecia las convenciones, como todo espíritu opulento de ideas que no necesita mendigar el parecer de los demás. Se halla casado con una de esas mujeres de cursi sentimentalidad y de ambición burguesa, un trasunto de Mme. Bovary, que no alcanza a ver las cualidades superiores que adornan el espíritu de su marido hasta como marido. Cierto que el amor no reconoce ninguna superioridad; pero es triste que la belleza de la mujer hermosa no pueda tributar el homenaje de su belleza al hombre de talento noble, recto, justo y sano.
Un hombre estúpido, de alma inconsistente, es el preferido de Mme. Bergeret, voluble y ligera. El profesor Bergeret descubre por azar el lío adúltero. Sorprende a su mujer y a su amante besuqueándose en un diván. Con sobrehumana sangre fría pasa por la habitación sin darles a entender que los ha visto. Se encierra en su biblioteca y mientras los amantes se preguntan si los ha descubierto, Bergeret se abandona a una crisis de desesperación. Le pasa por la mente la idea de matar; pero se domina, abre la ventana y echa a la calle un maniquí de mimbre.
No habrá escándalo; no demandará el divorcio. Quita a su mujer la dirección del hogar doméstico sin darle explicación alguna. Ella se siente moralmente destituida, y su amor propio sufre profundamente. Implora gracia a su marido, invocando la existencia de sus hijas. Esto, llegando al alma de Bergeret, le mueve a una conciliación: le deja una hija y se lleva la otra a París, la que más le quiere y más le comprende.
Dulce es el arte de France, cómo un cacho de miel; pero de él se saca un escepticismo pesimista, que constituye un aguijón de abeja.
J. Pérez Jorba, La Revista Blanca, mayo de 1904
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