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Modesto Lafuente – HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA

La monumental Historia General de España de Modesto Lafuente, es considerada el paradigma de la historiografía nacional del pensamiento liberal del siglo XIX. Pensamiento que hunde sus raíces en el periodo de la Ilustración, comienza a desarrollarse durante la Guerra de la Independencia, y adquiere carta de naturaleza con el romanticismo imperante de la época isabelina. Con su publicación finaliza el hasta entonces “reinado” de la Historia del padre Mariana, y se inaugura éste nuevo, mucho más acorde con las exigencias nacionales del momento. 
La obra de Lafuente, publicada en su primera edición entre 1850 y 1867, llegó a alcanzar un lugar de privilegio casi unánime en toda la sociedad de la segunda mitad del XIX, y hasta bien entrado el siglo XX. Su predicamento fue tal que devino en símbolo cultural de toda institución que se preciara de importante: ayuntamientos, bibliotecas de ateneos, casinos y centros docentes, así como bibliotecas particulares de políticos, burgueses y militares. Pero su difusión fue incluso mucho más lejos del círculo elitista e intelectual. Por su aparente llaneza de composición y lenguaje, así como por las múltiples anécdotas y pequeñas historias que jalonan su discurso identitario nacional, la Historia de Lafuente sirvió de modelo a muchos autores de libros de texto y manuales de enseñanza, arraigando vivamente entre las clases medias españolas, al punto que su posesión fue signo de cierta distinción. «En cuanto a la claridad —escribe Lafuente en el prólogo a la primera edición—, siempre he preferido a la vanidad que se disfraza bajo la brillantez de las formas, la sencillez que Horacio recomienda tanto, aconsejando a los autores que escriban no solo de manera que puedan hacerse entender, sino que no puedan menos de ser entendidos. La historia no es tampoco un discurso académico». 
Definitivamente, el éxito obtenido le avaló un cierto status oficial como modelo de historia general de la nación. «La historia pasó a ser un género con una gran aceptación —escribe Marc Baldó Lacomba de la Universitat de València en su artículo Regeneracionismo en la universidad y creación de la sección de historia (1900-1923)—. Todo miembro de la burguesía o clase media que se preciara tenía en su casa, al menos, una Historia de España en varios volúmenes. Además, la lectura histórica se consumía en distintos formatos: como compendio, como síntesis, como novela (ahí están los Episodios nacionales de Galdós). La historiografía liberal, especialmente la de la época romántica, era un género que, con frecuencia, estaba a caballo entre la literatura y la erudición; tenía que estar bien escrita para ser comprada y leída, y pasó a tener una amplia difusión; los historiadores de entonces eran buenos narradores, si no el mercado los hubiese marginado (en el liberalismo, como es sabido, el mercado manda)». 
La Historia de Lafuente no fue un caso aislado en la producción historiográfica del momento. Las historias generales constituyeron un género muy difundido en la Europa liberal del XIX. En estas obras, influidas en gran medida por la Historia de la civilización del francés Guizot, se sientan unas bases metodológicas sobre las que interpretar el devenir histórico, bases que tienen como epicentro el concepto aglutinador de nación, el romántico volkgeist o “alma nacional”, concepto que destilado de los acontecimientos, hasta de los más remotos, buscó la legitimación del estado-nación en el presente. La Historia, vista así, deja de ser un mero compendio de crónicas dinásticas y acontecimientos diplomáticos y militares, para centrarse en el protagonista por excelencia de los avatares históricos, un sujeto colectivo: la nación. Surge así una imagen inmutable de la genealogía nacional, basada en la arraigada caracterización del pueblo español como valeroso, religioso y básicamente conservador. En la magna obra de Modesto Lafuente, como en casi todos los escritores del siglo XIX, de cualquier signo ideológico, a la nación española se la identificó con el pueblo y con su manera de ser, confiriéndoles el carácter de atemporales y eternas a tales categorías sociológicas. Los españoles, por tanto, eran ese nuevo concepto político que adquiría rango de categoría histórica. Españoles eran los que, a lo largo de los siglos, habían encarnado el espíritu de un pueblo y habían defendido sus instituciones. Españoles que además, desde ahora, se convertían en los nuevos protagonistas del discurso político y, por supuesto, del relato historiográfico. Eran la nación, ni más ni menos. Por eso Modesto Lafuente podía escribir en el prólogo de su obra que “hace veinte años no hubiéramos podido publicar esta historia”, porque efectivamente escribía cuando ya la soberanía nacional permitía establecer un nuevo sujeto del devenir histórico. 
Con todo, «no había, sin embargo, un plan gubernamental o estatal para utilizar a los historiadores en pro de la nacionalización del país —escribe Jorge Vilches en su artículo Los liberales y la Historia—, o para inculcar una determinada ideología o mentalidad. Modesto Lafuente era un liberal, progresista pero de orden, muy independiente; fue sacerdote, luego periodista satírico –Fray Gerundio– y finalmente un historiador que vivió de su pluma sin depender de encargos institucionales ni tener que someterse a consigna académica alguna. Es más: los tres hombres que continuaron su Historia General no coincidían políticamente: Juan Valera era conservador; Andrés Borrego, liberal-conservador, y Antonio Pirala, progresista. Pero aquella obra se convirtió, como ha escrito Sisinio Pérez Garzón, en el libro de Historia de cabecera de las clases medias. 
Del artículo El nacionalismo español en los manuales de historia, a cargo de Ramón López Facal y publicado en Educació i Historia: Revista d´Historia de l´Educació (nº 2, 1995), extraemos lo siguiente: 
«La historiografía romántica liberal, especialmente la magna obra de D. Modesto La Fuente publicada entre 1850 y 1867 influyó de manera decisiva en la definición de estereotipos básicos de la historiografía posterior, especialmente en las obras escolares. En la Historia de España de Lafuente se perfila con nitidez el concepto de nación española (resultado de proyectar al pasado del modelo de Estado liberal-burgués) que perdurará durante mucho tiempo apenas matizado desde otras opciones ideológicas; la articula a partir de los siguientes elementos:  
- La idea de soberanía territorial: España es una nación formada por un territorio con cierta unidad, delimitado por unas fronteras que vienen determinadas en gran medida por una realidad geográfica «natural». 
- La unidad legislativa y política. La nación se constituye cuando está presente cierto grado de unidad política, con un gobierno «central» y un sistema legislativo común. 
- Una identidad de carácter. Los habitantes que viven en un mismo territorio están condicionados por el medio geográfico y participan de un mismo tipo de comportamiento. 
- La unidad religiosa. La religión católica ha contribuido a forjar la identidad de los españoles. Este rasgo es una aportación relevante de los historiadores moderados (Lafuente) común con los tradicionalistas (Gebhartd...) 
Esta concepción de la nación va a ser tan común que ni siquiera entre los autores más progresistas se suele poner en cuestión la importancia del catolicismo en la formación de la identidad nacional, ni se hace una reivindicación expresa de la soberanía nacional como un elemento constitutivo básico de la nación. Cuando algún historiador más radical critica —excepcionalmente— la importancia que la mayor parte de la historiografía dominante otorgaba al cristianismo en la formación de la identidad española, no lo hace desde una perspectiva racionalista-ilustrada del contrato social sino también desde cierto historicismo romántico, reivindicando una identidad común anterior al cristianismo en la época ibérica. 
Tras analizar más de una veintena de Historias de España publicadas en el siglo XIX, en su mayor parte manuales escolares, podemos resumir algunos rasgos comunes a todas ellas y muy similar al esquema adoptado por la historiografía francesa: 
- Los primeros pobladores históricos que se identifican son los iberos y a ellos se atribuye el origen del «carácter español». Se valora positivamente su «lucha por la independencia» frente a los fenicios, los cartagineses y sobre todo a los romanos. 
- Los visigodos son el origen de la monarquía hispánica y los primeros en lograr su «unidad política». 
- La Reconquista fue la gran forja de la nación. Los españoles (identificados exclusivamente con los cristianos peninsulares) expiaron el pecado de su desunión y los vicios de costumbres degeneradas; sólo con su unidad tras ocho siglos de esfuerzos lograron consumar la unidad perdida.  
- Los Reyes Católicos lograron la culminación de las aspiraciones nacionales al restaurar la unidad. Desde posturas ideológicas incluso contrapuestas se considera su reinado como el momento de mayor esplendor nacional. 
- La monarquía de los Austrias recibe una valoración más crítica; se la considera, generalmente, responsable de la decadencia española al dedicar los esfuerzos más importantes a empresas exteriores olvidando las verdaderas preocupaciones de la nación (representadas para muchos por los comuneros). A finales del XIX, desde posiciones tradicionalistas y neocatólicas se inicia la reivindicación de los reinados de Carlos I y Felipe II «providenciales» porque salvaron a Europa de los turcos y frenaron la expansión del protestantismo.
- El siglo XVIII se valora de manera diferente dependiendo del sesgo ideológico de los historiadores. Sin duda su mayor proximidad al proceso revolucionario-liberal influyó en ello. Para la mayoría merece una valoración positiva la voluntad modernizadora y de progreso de los gobernantes ilustrados (incluso entre autores muy moderados, aunque algunos hacen salvedad de la expulsión de los jesuitas por Carlos III). Los tradicionalistas y neocatólicos del último tercio del siglo censuran esos esfuerzos modernizadores que consideran contrarios al «verdadero sentir de la nación». 
- La revolución liberal apenas tiene cabida en los manuales escolares. En los textos publicados durante el siglo XIX se glorifica la guerra contra Napoleón y suelen evitar valoraciones sobre la etapa isabelina. En España no se produjo ningún fenómeno comparable a la reivindicación del proceso revolucionario realizada en Francia durante la III República. La influencia de la Iglesia católica y la hegemonía política del liberalismo doctrinario (partido moderado en la época isabelina y partido conservador a partir de la Restauración) propiciaron que incluso autores progresistas asumiesen un concepto de nación esencialmente conservador, sin considerar la soberanía nacional uno de sus rasgos definitorios». 
Es cierto que ante tales consideraciones, y a pesar de la ingente documentación de la que se hace uso, la obra de Lafuente carece de un cierto rigor científico. Es necesario señalar que el autor de la Historia General de España, como muchos otros que siguieron sus pasos, no era fundamentalmente un historiador. El rigor científico no se consideraba como absolutamente indispensable. Hasta principios del siglo XX los estudiosos y narradores de la historia se basaban en una formación filológica, jurídica, teológica, filosófica, literaria, periodística, política e incluso médica. 
Será unos años después, con la recepción tardía del positivismo en España cuando los especialistas de la Academia de la Historia, con Cánovas del Castillo como coordinador, y más tarde, la fundación del Centro de Estudios Históricos en 1909 (entidad en la que colaboran los dos principales impulsores de la historiografía española: Altamira y Menéndez Pidal), se planteen la necesidad de alcanzar un nivel de conocimiento científico suficiente como base de cualquier trabajo histórico. 
A medida que finalizaba el siglo XIX tomaba auge el inevitable debate sobre los fundamentos del Estado unitario por parte del historicismo regionalista, especialmente el catalán. El discurso de Lafuente se le antojaba excesivamente castellanista y excluyente; una historiografía centralista que intentaba monopolizar la representación de España. Presumiendo el autor de la Historia General las acusaciones que del tal frente habrían de imputarle, escribe en su prólogo: «Si en todas las historias son esenciales requisitos el método y la claridad, necesitase particular estudio para evitar la confusión en la de España, acaso la más complicada de cuantas se conocen, señaladamente en las épocas en que estuvo fraccionada en tantos reinos o estados independientes, regido cada cual por leyes propias y distintas, y en que eran tan frecuentes las guerras, las alianzas, los tratados, los enlaces de dinastías, que hacen sobremanera difícil la división sin faltar a la unidad, y la unidad sin caer en la confusión. Procuro, pues, referir con la separación posible las cosas de Aragón y las de Castilla, las de Navarra, Portugal o Cataluña, y las que tenían lugar en los países dominados por los árabes; aparte de los casos en que los sucesos de unos y otros estados corrían tan unidos que hacen indispensable la simultaneidad en la narración. (…) Siento haber de advertir que una historia general no puede comprender todos los hechos que constituyen las glorias de cada determinada población, ni todos los descubrimientos que la arqueología hace en cada comarca especial. No haría esta advertencia, que podría ofender al buen sentido de unos y parecer excusada a otros, si no tuviera algunos antecedentes para creerla necesaria». 

La presente edición de 25 tomos corresponde a la Historia General de España desde los tiempos primitivos hasta la muerte de Fernando VII. Continuada desde dicha época hasta nuestros días (muerte de Alfonso XII) por D. Juan Valera con la colaboración de D. Andrés Borrego y D. Antonio Pirala. Impresa en Barcelona por Montaner y Simón entre 1888 y 1890.

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TOMO XI     TOMO XII     TOMO XIII     TOMO XIV     TOMO XV    

TOMO XVI     TOMO XVII     TOMO XVIII     TOMO XIX     

TOMO XX     TOMO XXI     TOMO XXII     TOMO XXIII    

 TOMO XXIV     TOMO XXV
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Francisco Pi y Margall – LAS LUCHAS DE NUESTROS DÍAS

ÍNDICE

PRIMEROS DIÁLOGOS

INTRODUCCIÓN

DIÁLOGO PRIMERO.- Historia de nuestros dos personajes.- Pequeñas escaramuzas.

DIÁLOGO SEGUNDO. - La revelación y la razón

DIÁLOGO TERCERO.-La razón individual y la colectiva.- EI unitarismo y el federalismo.


SEGUNDOS DIÁLOGOS

DIÁLOGO CUARTO.-Monarquía y república.

DIÁLOGO QUINTO.-Individualismo socialismo.

DIÁLOGO SEXTO.-Dios y el hombre.



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Las luchas de nuestros días, escritas en plena Restauración, no son sino una cadena de diálogos, entre platónicos y catequísticos, donde Pi recapitula acerca de algunos de los hitos más sobresalientes de su pensamiento. El pensador catalán, por boca de Leoncio (alter ego del autor) y el conservador Rodrigo, vuelve a sus fueros e insiste en torno a asuntos como la monarquía, la religión, la federación, y la cuestión social.


El Sr. Pí y Margall, como jefe de un partido y mantenedor de un credo social y político, acude al libro y explana su teoría en forma de diálogos en uno que titula Las luchas de nuestros días, modelo de corrección en el lenguaje y de gallardía de estilo al par que profundidad de pensamiento.
Dos hombres de alma honrada, Rodrigo y Leoncio, que han pasado respectiva y opuestamente de un extremo al otro de las ideas, y aleccionados por la vida, se encuentran al acaso al buscar el apartamiento de la ciudad bulliciosa y la soledad y retiro de la aldea tranquila; el uno, educado en la escuela liberal, halló la duda en las dificultades de la dirección, por medio del poder político, de la vida, que hubiera querido ver perfecta de una vez y para siempre, olvidándose de que es lucha y trabajo, crecimiento, muerte y renovación, y se apega al dogma para aliviar el desencanto; el otro, criado en místico recogimiento, y habiendo peleado por la causa del absolutismo, tuvo en su propio pensamiento el incentivo de un más allá que la astronomía le mostrara con su grandeza, viniendo á destruirle sus religiosas creencias para convertirlo á la sola contemplación del hombre y la humanidad. Así caracterizados, la cortesía los pone en primera comunicación, y la divergencia de caracteres y tendencias los acerca y une en cambio y discusión de ideas, estableciéndose entre ambos animado diálogo que versa sobre cuestiones generales y puntos diferentes, y es como ligera escaramuza anterior y precedente necesario de una más intrincada lucha para la que quedan citados.
Entáblase ésta, detenidamente ya, sobre el tema La Revelación y la Razón, que de común acuerdo han propuesto los interlocutores. En ella, Rodrigo, más por temor al torcedor de la duda, á lo que resulta, que por propio sentimiento y arraigada fe, quiere dar á la razón campo en que moverse, sin quitar á la revelación el suyo, entregando á la una el mundo y á la otra el hombre al fin de buscar frenos para las sociedades; Leoncio, fundado en las enseñanzas de la historia y de la naturaleza humana, niega el valor de la revelación en cuanto superior á la razón, y la hace depender del grado de aceptación que el individuo le preste.
Movido, de forma sencilla y bella y razonado, es este un diálogo interesante, si bien el debate no es todo lo vivo que parece debiera serlo, si en vez de un hombre que cree por temor de una condenación eterna, hubiese presentado el autor un verdadero creyente con fe no solicitada por premios ni castigos. Nótase en él propósito fijo de dar la victoria á uno de los contendientes, y se le presenta más razonador, más sagaz, más instruido, al menos así lo demuestra, y más simpático, pues que habla con entero convencimiento. Verdad es que el período de la contienda religiosa toca á su término, aun entre nosotros los españoles, y que no son de nuestros tiempos aquel entusiasmo y aquellos bríos de las disputas teológicas de la Edad Media; ni siquiera aquel ardor postrero de nuestras discusiones religiosas de años anteriores á la Revolución de Septiembre; y, de tal manera, el hombre de nuestros días sentirá, si, al discutir, el calor de la creencia religiosa, pero mitigado por la indiferencia de la época, que hacia otros problemas lleva sus corrientes.

La razón individual y la colectiva, el unitarismo y el federalismo, dan la ocasión á Leoncio y Rodrigo de su tercer diálogo. Para el primero, la razón individual puede por sí sola conocer la naturaleza y subir la escala de los seres hasta la idea del que todos los contiene; si puede conocerse á sí misma y deducir de este conocimiento las condiciones de su propia vida; si puede penetrar y corregir la razón ajena y aun dominarla, es obvio que en la razón individual está la fuente de todos los conocimientos y nuestro superior criterio; hasta para la moral, que ese revela primeramente en la conciencia, en la conciencia tiene su estímulo, su sanción, su juez inexorable. Para el segundo, sólo la religión puede dirigir la voluntad y el sentimiento é impedir que se desborden; la fe es antes que la razón, siendo aquélla el qué innegable y ésta el por qué.
La razón universal, la suma de todas las razones individuales, no puede ser, según Leoncio, no afirmando nada que no afirme la razón del individuo, la base de la autoridad; principio de ciencia y de certidumbre, y la raíz do toda moral y de todo derecho, es completamente autónoma, pero viviendo en relación para aprovechar las conquistas de la razón ajena. La razón es el regulador del individuo; la vida social tiene también el suyo y lo halla en la autoridad.
Objetado Leoncio por Rodrigo, que le niega la autonomía de la razón, pues que ha de someterse al número, asienta que la autoridad obra sólo sobre la voluntad, cuyo objeto dispone de medios de fuerza; la ley, el tribunal, la espada. La autoridad ha de ser la libre expresión de la voluntad de los asociados, y de aquí la necesidad de que se constituya por el pacto, y de que las naciones, en su constitución política, se lo propongan como fin. Empeñada la polémica, extiéndese Leoncio en consideraciones detenidas acerca de las conveniencias reales de tal sistema, y acude á la historia para demostrar su viabilidad en otros pueblos, tras breves argumentaciones de Rodrigo que se inclina al poder absoluto de los Reyes como emanación del poder divino.

En este diálogo, aún más que en el anterior, preséntase á Leoncio muy superior á Rodrigo, y queda en sus teorías triunfante; pero adviértase que el defensor del poder absoluto no representa aquí más que la idea caduca de un sistema político olvidado por la ciencia y rechazado por los pueblos, que no es en ninguna manera el que lucha con el federalismo. La realidad de nuestros días no es esa; otro sistema, otra comunión política representada en otro hombre, hubiera tenido algo más que oponer á Leoncio, y acaso no le hubiera sido á éste tan fácil y sencillo salir victorioso en la lucha.
Si Rodrigo representase otras ideas de las que en verdad luchan, cuando Leoncio afirma que en las naciones federales se garantiza desde luego á los pueblos vencidos el libre ejercicio de su culto, el imperio de sus leyes, la jurisdicción de sus tribunales, el respeto á su administración y su Hacienda, hubiera contestado que en todos los pueblos cultos é informados por un amplio espíritu liberal ocurre lo mismo; y cuando reconoce que hay que someterlos á un régimen militar y privarlos «del derecho de gobernarse en lo político; pero sólo el tiempo necesario para que, reconociendo las ventajas de la federación, se presten, de buen grado, á ser miembros de la República,» habríale dicho que, vista la imposición desde el individuo, cuyos derechos sirven de base á todo su sistema, es una injusticia tan patente y grande para un pueblo como la cometida sujetando y reduciendo al ciudadano á la tutela perpetua ó temporal de la autoridad, so pretexto de hacerle amar su grandeza. ¿Dónde se reconocería, según tal proposición, el arbitrio del individuo ó el pueblo, para someterse a la condición libremente pactada? ¿Se acude al interés superior de la parte de humanidad más adelantada en civilización? ¿Para qué el fundamento de la voluntad individual? ó ¿ha de ser este fundamento acomodaticio y echado únicamente para justificar á los ojos del más débil la opresión que sobre él ejerza el más fuerte? La lógica le hubiese llevado de consecuencia en consecuencia fatalmente hasta hacerle patente que si la razón del Estado se halla en el individuo y no en el bien de la especie, todo gobierno, toda autoridad, toda condición, cualquiera sea la forma en que se imponga, es para el ser aislado tiranía y coacción de sus facultades; pues que el hombre, siendo su ley la lucha por la existencia y su fin la realización de su vida constantemente mejorada, es absorbente y dominador, y únicamente en nombre de la especie, que le es superior, se le pueden imponer reglas de vida social.
Frente a las libertades del federalismo hubiérale puesto las mismas como posibles dentro de algún otro sistema político. Frente á idea de la nación, existente únicamente por conocimiento, representación y reflexión, el sentimiento de la patria vivo, poderoso, moral y decidido, de acción rápida y que, uniendo á los seres que viven bajo la influencia común del medio que les da organizaciones idénticas y condiciones uniformes, les hace reconocerse compatricios, solidarios en sus intereses, unos en el adelanto, compactos en la lucha y próximos en la desgracia. Bajo este sentimiento, la campana del cercano pueblo, que dobla por los héroes de la batalla, no suena triste sólo para los individuos del municipio, sino que, extendiendo sus ecos á más lejanas tierras, deja oír para toda la nación la voz que llama á mantener firme hasta el último momento la independencia patria.
La justicia no es, no puede ser nunca el bien de un individuo sino en cuanto sometido al de la especie, que si bien está formado del de cada uno de los seres que numéricamente la componen, necesita una relación, y, en su consecuencia, infinidad de condiciones. He aquí la fuente de todo poder; he aquí la razón del Estado. La Historia, debiera haber dicho también Rodrigo, á representar ideas menos estrechas y más de la realidad presente que el absolutismo, jamás nos presenta la federación como fin político, y siempre como medio. Los Estados alemanes se confederan para hacer más fáciles sus relaciones y llegar á la unidad que Lutero había enaltecido con su protesta y espíritu independiente, que los filósofos habían hallado buena y que los poetas habían sentido é infiltrado en su pueblo. La Suiza, dividida en fragmentos por sus varias tendencias religiosas y sociales, busca la manera de unirse en la federación. En 1776 se declaran independientes las trece colonias inglesas de América, y necesitan unirse para la defensa. Ahora, pues, cuando la unión existe de antiguo ¿convendría olvidarla para establecerla de nuevo? ¿No son posibles la autonomía del municipio y de la provincia reconocidas por la nación? Estas y otras muchas objeciones hubiera debido presentar a su interlocutor Rodrigo, de haber estado más en la realidad, con toda la fácil elocuencia, con toda la brillantez de forma y entusiasmo con que el mismo expone las antiguas lucubraciones del poder divino trasmitido al Rey, y Leoncio los pensamientos de federación, amagos de comunismo y empeños exclusivamente individualistas que le ha atribuido el Sr. Pí y Margall.

Reseña aparecida en Revista de España, volumen 98, mayo-junio, 1884.




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Francisco Pi y Margall - LA FEDERACIÓN

La Federación: Discurso Pronunciado Ante El Tribunal de Imprenta En Defensa del Periódico Federalista La Unión, y Otros Trabajos Acerca del Sistema Federativo, Precedidos de Una Noticia Biográfica del Autor.

“¿Qué le da fuerzas al poder: la centralización? Debo descentralizar. ¿Se la da la religión? Debo destruirla. Entre monarquía o república optaré por la república, entre la unitaria o la federal, optaré por la federal”.

"La federación es un sistema por el cual los diversos grupos humanos, sin perder su autonomía en lo que les es particular y propio, se asocian y subordinan al conjunto de los de su especie para todos los fines comunes. Establece la unidad sin destruir la variedad".

Pi i Maragall





ÍNDICE.

D. Francisco Pi y Margall: El Sr. Pi como particular, escritor, filósofo, crítico y jurisconsulto.

Biografía política del Sr. Pi y Margall.

Año 1854.-De la Reacción y la Revolución.

Año 1856.-De la Revista La Razón.

Año 1868.-Prólogo del Principio Federativo de Proudhon.

Año 1869.-Discurso en defensa de la federación republicana.

Año 1876.-De Las Nacionalidades.

Año 1879.-Discurso en defensa del periódico La Unión ante el Tribunal de Imprenta.

APÉNDICE

Artículos sueltos:

Origen del dogma democrático

La Ciudad

Cartas sobre la Moral

Reflexiones sobre la Revelación

La Esfinge

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El replanteamiento de la organización de España que propone el republicanismo pimargalliano pasa por la reconstrucción de las catorce antiguas «provincias», que habían sido «naciones durante siglos» casi todas ellas y a las que descuartizó el real decreto de Javier de Burgos de 30 de noviembre de 1833. La autonomía individual se resuelve en la municipal y son los municipios, las «naciones primitivas» o «de primer grado» al decir del exégeta Aniceto Llorente, quienes delimitan el poder de las regiones, hasta derivar de éstas el del Estado. «Los pueblos han de constituir la provincia y las provincias la nación; éste es el sistema», escribió Pi en Las Nacionalidades (1877), donde el pacto español pasó a definirse como «el espontáneo y solemne consentimiento de nuestras regiones o provincias en confederarse para todos los fines comunes bajo las condiciones estipuladas y escritas en una constitución federal»
La armonía del «constitucionalismo revolucionario», levantado de abajo a arriba por el desenvolvimiento natural de los «seres colectivos», negaba al Estado el derecho a intervenir en el régimen interior de las regiones y de los pueblos. Pi se distanció claramente de los «federales no pactistas», de aquellos que deseaban constituir la Nación por medio de las Cortes, y asimismo lo hizo de quienes se autoproclamaban «republicanos autonomistas», limitados a promover una descentralización administrativa otorgada y condicionada por el centro. La Constitución federal venía determinada por las Constituciones regionales, que a su vez derivaban de las municipales; la atribución de las competencias corresponde a los federantes escalonadamente y no es una prerrogativa del Estado nacional.
El proyecto revolucionario que Pi diseñó para España no fue simplemente político. Desde 1854 consideró indispensable «cambiar la base» de la sociedad y acometer transformaciones económicas que afrontaran la emancipación de las clases jornaleras. A raíz de las célebres polémicas de 1854 argumentará que el socialismo era el complemento necesario de la democracia, y sus ideas sociales se irían perfilando en las tres décadas siguientes. Es verdad que las inquietudes de esta índole decrecieron en Las Nacionalidades y en Las Luchas... al prevalecer las reflexiones sobre el pacto y los principios federativos

Extraído de El federalismo de Pi y Margall: una lejanía algo cercana
Agustín Millares Cantero / Universidad de Las Palmas de Gran Canaria
FUNDACIÓ RAFAEL CAMPALANS: Revista de debat polític (Otoño 2001)



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El presente tomo, que no es sino una pequeña antología de las principales ideas federalistas de Pi, recoge, entre otros escritos, el célebre discurso (1879) de defensa del diario federal La Unión, que constituye, al mismo tiempo, una encendida defensa de ese federalimos ante la desbandada general de los republicanos hacia el unitarismo.
Para Pi i Margall una República unitaria no es una verdadera república, sino “una monarquía con gorro frigio” como diría luminosamente poco antes de su muerte, en 1901, en un discurso de Barcelona. Pero esta posición no es en absoluto finisecular, pues ya en un articulo de 1856 “¿Cuál debe ser nuestra forma de gobierno?”, comentando el accidentalismo oportunista de Thiers, en 1848, sobre las formas de gobierno pone en boca de aquél estas palabras: “¿Qué me importa que tengamos república, si queda en pie una de las condiciones mas fundamentales de la monarquía? Lo que constituye una monarquía no es la existencia de un Rey, sino la centralización política….La república francesa del 48 no fue, en efecto, más que una monarquía constitucional con todos sus vicios y desórdenes… Muchas repúblicas, dejando en pie el mismo principio de la centralización política y aspirando este, como era natural, a recobrar su primitiva y genuina forma, han vuelto al fin a la monarquía por el camino de la dictadura”.
Pi lleva al extremo su argumento sobre la prioridad político-conceptual del sintagma federación republicana, dejando bien a las claras la naturaleza no instrumental ni adjetiva, sino sustantiva y capital de su federalismo: “¿Es lo principal la República? —escribirá en 1894— No; las Repúblicas pueden ser tanto o más detestables que las Monarquías. Lo serán siempre que no empiecen por destruir la omnipotencia del Estado; siempre que no aseguren sobre bases sólidas la libertad y la autonomía de todos los grupos de que la nación se compone…esto es lo principal, lo accesorio es la República”.
Pi parte de la realidad de España como Estado y como nación, una “nacionalidad ya formada”, de un hecho histórico-político que se manifiesta especialmente sólido, por tradición tanto como por voluntad, en los períodos de crisis. Por eso con la revolución federal no existe, a su entender, salto alguno en el vacío que conduzca a la desintegración de España, lo garantiza la formación simultánea de las juntas provinciales defensoras de las libertades y la autonomía particulares; y la Junta federal, a quien compete la autoría de la Constitución, que prevalece sobre las constituciones de los estados federados. Esto es, se trata no de abolir la nacionalidad española, de reemplazarla al modo comunitarista o nacionalista, por otras tantas naciones interiores, unidades soberanas y dotadas de un derecho unilateral a la autodeterminación, sino de reconstituirla sobre nuevas bases; a saber: “la unidad en la variedad, rechazando la uniformidad”. En su perspectiva, las naciones son, además de realidades sociales, realidades políticas. Esto es, constituyen, por una parte, procesos históricos y cambian con el tiempo y, por otra, son colectividades heterogéneas en su interior.
Pi, debemos insistir en ello, pergeña un concepto dinámico, formativo, en rigor: político, de nación: “Discutimos la propiedad, la familia, los reyes, los dioses y ¿hemos de pararnos ante las nacionalidades?... ¿conoce Vd. Alguna donde no estén unidos pueblos de distintas lenguas y razas?¿alguna que esté enclavada dentro de los que llamamos sus naturales límites?, ¿alguna que en el dilatado curso de los siglos no haya pasado por cien transformaciones?”
La nación española se presenta de este modo como una comunidad en procura de la constitución adecuada su naturaleza plural, constitución que solo podrá ser, a juicio de Pi, la de una Federación republicana, que mude la uniformidad por la variedad, la violencia por la libertad, la opresión por el pacto. De la formulación por parte de Pi de un concepto no nacionalista de nación, esto es, un concepto que articula íntimamente la dimensión histórico- cultural con la dimensión democrático voluntarista, de la consideración de las naciones no solo como hechos sino como procesos de construcción política sobre una base cultural, se desprende la posibilidad de “reconstituirlas”, “formarlas”, etc. sobre nuevos supuestos, en concreto, a partir del principio de la autonomía: “No vaya Vd. a creer que yo sea enemigo de la nacionalidad… pero cuan insensato es decir que no cabe tocarla ni siquiera para reconstituirla sobre estas o otras bases. Está como todo sujeta a mudanzas y al progreso; y hoy, época de libertad, por la libertad es indispensable que se reorganice y viva. Es ahora hija de la fuerza, y queremos que lo sea mañana de la libre voluntad de los pueblos y las regiones, y queremos que respete la autonomía de los unos y las otras sin perder un ápice de la suya”

Extraído del Estudio introductorio por Ramón Maíz Suárez a Las nacionalidades: escritos y discursos sobre federalismo (Ed. Akal).


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Francisco Pi y Margall – LAS NACIONALIDADES

«A principios de 1877—señala Enrique Vera y González en Pi Y Margall Y La Política Contemporánea (1886)— publicó Pi y Margall una obra que es quizá la más acabada y perfecta que ha salido de su inimitable pluma: Las Nacionalidades, en que hizo una exposición admirable del sistema federal á la luz de la razón y de la historia. Es demasiado conocido este libro, verdadera joya literaria, filosófica é histórica, calificada por los doctos como la mejor producción bibliográfica del último decenio, para que intente siquiera dar una idea de su contenido á los lectores, todos los cuales han saboreado, sin duda, los profundos conceptos que en elegantísima y castiza dicción en ella se exponen. Las Nacionalidades, obra juzgada con elogio unánime aun por los más encarnizados enemigos de Pi y Margall, porque lo verdaderamente bueno se impone siempre, fue inmediatamente traducida á varios idiomas y contribuyó poderosamente, no sólo á la reorganización del partido federal, sino á que abrazasen esta idea infinidad de personas que hasta entonces la habían combatido por desconocer su esencia y su fundamento racional é histórico».

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LAS NACIONALIDADES. —Este es el título de un libro que acaba de dar á luz nuestro antiguo amigo el eminente publicista D. Francisco Pi Margall, y el que está llamado á ser objeto de profundo estudio de todos !os hombres que se ocupan en el arte de gobernar á los pueblos, ó llámese la política. Grandes discusiones y profundas controversias auguramos al entendido y ferviente propagandista de la idea de la federación aplicada al organismo de las naciones y de los pueblos; y dado el extremo á que el Sr. Pi lleva su sistema, nos parece que no le ha de ser fácil resolver las infinitas dudas y dificultades que brotan por doquiera en el examen de la aplicación de sus principios. De la teoría á la práctica hay una diferencia inmensa; y precisamente todas las grandes cuestiones que dilucida con su poderoso ingenio nuestro estimado colaborador, si bellísimas teóricamente consideradas, pueden resultar algún tanto deformes una vez reducidas á la práctica, único medio de aquilatar el valor que puedan tener.
De todos modos, es lo cierto que el libro «Las Nacionalidades» del cual conocen nuestros lectores un interesante capítulo que hace tiempo tuvimos el gusto de publicar, merece ser estudiado y examinado, y nada perderá cualquiera persona medianamente ilustrada en adquirirlo y conocerlo. (Reseña publicada en Revista de Andalucía, Tomo VII, Málaga, 1877).

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LA IDEA FEDERAL EN PI Y MARGALL, Antonio Rivera García (Universidad de Murcia).
Extracto del artículo publicado en “Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades”, nº 4, 2000.

* Pi y Margall escribe Las Nacionalidades después del fracaso de la I República. De sus páginas se desprende una cierta melancolía cuando hace repaso a todas las oportunidades perdidas durante las frecuentes revoluciones del siglo XIX. Especial dolor le produce el análisis de la primera, la Guerra de Independencia y las Cortes de Cádiz: entonces todo apuntaba a que era posible adoptar la solución federal, pues no sólo hubo variedad (las Juntas de provincia) y unidad (la Junta Central y las Cortes), sino que además los órganos centrales fueron creados desde abajo, esto es, por las Juntas de provincia.

* Pi y Margall reconoce en numerosos fragmentos de su obra que España es una nación. Su federalismo no conduce a la disgregación de la unidad nacional: en ningún momento desea “que España retroceda en su camino, ni pierda lo que en el de su unidad haya adelantado”.
Es más, la idea federal servirá para aumentar la cohesión de sus distintas provincias. Por eso su propuesta federal resulta incompatible con las tesis de los separatistas catalanes y vascos. No obstante, los catalanistas han malinterpretado con frecuencia a nuestro autor.

* Para el político catalán, únicamente el principio federativo podía solucionar la disgregación de los pueblos españoles, y evitar la independencia o separación de algunas partes de España. Las Nacionalidades fue escrito tras el fracaso de la I República, período durante el cual muchos confiaron en el establecimiento de un Estado federal.

* Las Nacionalidades, no se comprende plenamente si no la leemos junto al escrito de Proudhon Del principio federativo y de la necesidad de reconstruir el partido de la Revolución (1863), cuya primera parte fue traducida por el catalán en 1868. Pues en Las Nacionalidades falta un riguroso análisis conceptual, una base teórica más profunda, que sí encontramos en la primera parte del libro de Proudhon, precisamente la única traducida por Pi y Margall, y que, como deja claro en el prólogo y en algunas notas de su traducción, asume en sus líneas maestras.

* El federalismo decimonónico asume como punto de partida la convicción de que todo orden político descansa en dos principios conexos, opuestos e irreductibles: autoridad y libertad. De ninguna manera, Proudhon y Pi y Margall son tan ingenuos como para predicar la desaparición de la autoridad, si bien ésta no debe hallarse en el dictamen y mandato del gobernante absoluto, sino en el derecho, en la ley, que, en el fondo, es el resultado de la acción libre de los ciudadanos o asociados.

* La primera paradoja que debemos salvar es la calificación de anarquista dada a la teoría de Proudhon y Pi y Margall, pues en la base de sus sistemas políticos se encuentra una firme defensa de la autoridad.

* Pi y Margall y Proudhon utilizan indistintamente las palabras federación y confederación para referirse al mismo concepto y fenómeno político. Federación “es un sistema –leemos en Las Nacionalidades– por el cual los diversos grupos humanos, sin perder su autonomía en lo que les es peculiar y propio, se asocian y subordinan al conjunto de los de su especie para todos los fines que les son comunes”. Por tanto, la idea federal se caracteriza porque “establece la unidad sin destruir la variedad, y puede llegar a reunir en un cuerpo la humanidad toda sin que se menoscabe la independencia ni se altere el carácter de naciones, provincias ni pueblos”.
La esencia de la federación se halla, por tanto, en el establecimiento de la unidad en la variedad. Este concepto es el resultado de fusionar ratio y natura, la idea de que la humanidad debería tender a la unidad y el reconocimiento histórico de la heterogeneidad de los grupos humanos.

* La federación concebida por Pi y Margall es un pacto por el cual sus componentes, los Estados, las provincias o los municipios, aun conservando la autonomía o soberanía dentro de la esfera de sus intereses particulares, deciden crear un poder federal superior cuya misión consiste en regular los intereses comunes a todos los miembros. Negar el pacto es sobreponer la soberanía de la nación a la autonomía de la provincia y del municipio. La clave para entender el régimen federal se halla, por tanto, en la idea de contrato.

* El contrato político auténtico, el de una república, debe ser sinalagmático (bilateral) y conmutativo. Ello quiere decir que ciudadanos y Estado se obligan recíprocamente a intercambiar cosas o acciones de valor semejante. Además, debe estar encerrado en cuanto a su objeto dentro de ciertos límites.

* Pi y Margall asocia el nacimiento de la idea federal a la ciudad, a la sociedad política más sencilla, indivisible, real o natural. La ciudad constituye la nación por excelencia. Su origen es económico y no racial: fueron los intereses materiales los que acercaron a las familias, y no la identidad de sangre.
Lo más importante de esta vinculación entre la ciudad y el federalismo radica en que es la economía el elemento que permite suturar el espacio internacional fragmentado en múltiples naciones. Los intercambios económicos, y no los grandes ideales, unen a los pueblos: “Qué es lo que allana –se pregunta el autor de Las Nacionalidades– el camino a la futura unión de los pueblos. Son principalmente los intereses. Abate el comercio las fronteras y une el ferrocarril lo que separan los odios de nación a nación y las prevenciones de raza (...). Unen los intereses hasta lo que la guerra desune (...). No olvido que los intereses han sido una de las principales y más poderosas causas de la guerra; no por esto dejo de creer que puedan impedir mañana lo que ayer promovieron y fomentaron.”

* Uno de los principios políticos fundamentales del federalismo es la división de poderes, hasta el punto de que, como señala Proudhon, constituye el criterio determinante para distinguir entre los regímenes sustentados sobre el principio de la libertad y los monárquicos o basados en la autoridad. Desde un punto de vista territorial, el poder se divide entre la federación (Estado federal), las provincias (Estados miembros) y los municipios, e implica necesariamente descentralización. Pi y Margall y Proudhon querían una administración central muy pequeña.
En los capítulos de Las Nacionalidades dedicados a este tema resulta decisiva la influencia del régimen constitucional estadounidense. En este asunto Pi y Margall sí se aleja de un Proudhon que suele ser muy crítico con la república norteamericana.
El catalán, en consonancia con la tradición norteamericana, propone dividirlo en dos asambleas: una nacional y otra federal. La división del legislativo en dos cámaras resulta –nos dice– absurda en las naciones unitarias, racional y conveniente en las federaciones.
(“En ambas debe estar la iniciativa de las leyes; bajo entrambas deben caer todos los negocios propios de la confederación. No han de ser distintas en facultades”).

* Nuestro análisis de la idea federal en Pi y Margall quedaría incompleto si no añadiéramos que, tanto para el autor de Las Nacionalidades como para Proudhon, el éxito de la federación política está condicionado por la introducción de profundas reformas económicas. Todas ellas deben estar encaminadas, señalan nuestros federalistas, a impulsar la conversión de los trabajadores en propietarios y, de este modo, crear una clase media hegemónica. Para conseguir este objetivo se ha de promover la libertad laboral, la asociación obrera y la escuela o instrucción del obrero.

(Puede consultarse el artículo completo en BIBLIOTECA SAAVEDRA FAJARDO DE PENSAMIENTO POLÍTICO HISPÁNICO).



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Francisco Pi y Margall – LA REPÚBLICA DE 1873 (Apuntes para escribir su historia)

«La República vino por donde menos esperábamos. De la noche a la mañana Amadeo de Saboya que en dos años de mando no había logrado hacerse simpático al país ni dominar él creciente oleaje de los partidos, resuelve abdicar por sí y por sus hijos la Corona de España». Así plantea Pi —prohombre entonces de la minoría republicana— el cambio de régimen, el 11 de febrero de 1873.
El pensamiento federal de Pi y Margall, que fue el motor del federalismo republicano español del 73, tendería a realizarse en la I República tanto desde el Poder —federalismo desde arriba, con el proyecto de Constitución— como desde abajo —con la revolución cantonal—. Ambos intentos fracasarán.

«Figueras —escribe Vicente Blasco Ibáñez— huía abandonando la primera magistratura de la nación; Pi y Margall, por un escrúpulo de excesiva legalidad, no aprovechaba las circunstancias favorables que trajo consigo el 23 de abril y que pusieron en sus manos la dictadura revolucionaria y después, ante una Asamblea levantisca e inconsecuente en sus actos, pedía la misma dictadura tan necesaria, alcanzándola para que se la quitasen al día siguiente; Salmerón subía al poder teniendo que luchar con una nueva guerra civil, el cantón de Cartagena y dimitía poco después por preocupaciones de filósofo, o más bien reconociendo su impotencia y triunfaba por fin Castelar, la ambición desmedida, la intención oculta y maquiavélica, que para provecho propio había introducido en la Asamblea la división de grupos, la lucha de bandería, enemistando a los gobernantes para hacerse por fin dueño absoluto de la República, sin miedo a las influencias de los anteriores presidentes a los que en público llamaba sus amigos y en su interior consideraba como rivales.
El movimiento cantonal era cada vez más imponente.
Al constituirse la Asamblea, el venerable Orense, con aprobación de todos los diputados, había proclamado la consubstancialidad del federalismo con la República, y después habían pasado los meses sin que la Cámara mostrase el menor interés en dar forma federal al régimen republicano.
Consecuencia lógica de tan impremeditado arranque de entusiasmo, seguido de lamentable indiferencia, fue la protesta cantonal de los elementos más avanzados.
No puede justificarse la conducta de los impacientes que crearon nuevas dificultades a la República con el establecimiento de los cantones.
Estos contribuyeron poderosamente a la caída del gobierno republicano, pero no es menos cierto que más culpables que los cantonales fueron los legisladores que proclamaron el sistema federal sin estar dispuestos a llevarlo a la práctica inmediatamente, pues con su ligereza excitaron las pasiones de unos y se atrajeron la indignación de otros.
Tal era la situación de la República española antes del golpe de Estado inicuo con que terminó su azarosa vida».

Enrique Vera y González en Pi Y Margall Y La Política Contemporánea (1886), escribe acerca del contexto en el que se produjo esta obra, que no es sino una extensa auto-vindicación de Pi (escrita en 1874), referente al papel que había desempeñado durante la Primera República, y especialmente, a lo acontecido en torno a la revolución cantonal:
«La primera necesidad (tras el fin de la Primera República y la entronización de Alfonso XII) era, sin duda, batir á los absolutistas, y por esta razón los federales habían suspendido todo conato de protesta armada; pero el gobierno no se sentía en terreno firme. Temía que, conjurados en todo ó en parte los peligros que amenazaban á la libertad, volviera el poder á manos de los republicanos, y apenas pasaba un día en que la prensa bien avenida con aquel orden de cosas, no fulminase anatemas contra el partido federal, pintando con los colores más horribles la reciente historia de la República. Pi y Margall seguía siendo el principal blanco de aquellas infames calumnias. Para disiparlas y restablecer la verdad de los hechos, publicó á fines del mes de Marzo un folleto, titulado La República de 1873. Apuntes para escribir su historia. Vindicación del autor, en que exponía clara y sencillamente su política y probaba hasta la evidencia la ninguna participación que había tenido en el movimiento cantonal. Esta obra, redactada en ese estilo severo, conciso y elevado que da majestad y relieve á todos los escritos de Pi y le asegura el primer puesto entre nuestros prosistas circuló poco, porque el mismo día en que apareció fue recogida por los agentes del Gobierno, que prohibió su venta y su envío á provincias, masa pesar de esto influyó grandemente para que personas que hasta entonces habían sido inducidas á error por las calumnias de la prensa, hicieran justicia al hombre consecuente y honrado que, así en la oposición como en el poder, había dado pruebas de una lealtad y una rectitud poco conocidas hasta entonces entre nuestros políticos.
El folleto en que Pi y Margall se vindicaba de los ultrajes y calumnias que se le habían dirigido, contenía declaraciones de gran importancia:
«Carecería tal vez de autoridad para trazar estos apuntes,—decía en la introducción,—si no me sincerara de los cargos que se me han dirigido. Perdóneseme que empiece por vindicarme.
Contra mi costumbre me dirijo á mis conciudadanos para hablarles de mi persona. Correligionarios, amigaos, deudos, seres para mí queridos, creen llegada la hora de que levante la voz y rebata las calumnias de que he sido objeto. Lo hice como diputado, pero mis palabras apenas encontraron eco fuera del palacio de las Cortes. Perdiéronse entre el confuso y atronador clamoreo de las pasiones contra mí concitadas.
Hoy, más en calma los ánimos, fuera de juego mi persona, postrado y sin armas mi partido, trasladada á otros campos la lucha, será fácil que las oigan aun los que ayer tenían interés en llenarme de oprobio. Porque así lo entiendo, me decido á escribir estas páginas. Léanlas cuantos de imparciales se precien y júzguenme atentos al fallo de su propia conciencia.
Aspiro, sobre todo, á sacar ilesa mi honra. Mi rehabilitación política es lo que menos me preocupa. Han sido tantas mis amarguras en e) poder, que no puedo codiciarle. He perdido en el gobierno mi tranquilidad, mi reposo, mis ilusiones, mi confianza en los hombres que constituía el fondo de mi carácter. Por cada hombre leal, he encontrado diez traidores; por cada hombre agradecido, cien ingratos; por cada hombre desinteresado y patriota, ciento que no buscaban en la política, sino la satisfacción de sus apetitos.
Volvía los ojos á mi partido y no veía sino dudas, vacilaciones, desconfianzas, cuando no injurias; los volvía á los partidos enemigos y no los hallaba dispuestos más que al ultraje y á la calumnia. Hemos llegado á tiempos tan miserables, que para combatir á los contrarios, no se repara en la naturaleza de las armas que se esgrimen: nobles ó innobles, aquellas son tenidas por mejores, que más pronto derriban al que hacemos blanco de nuestras iras.
No ha sido jamás esta mi conducta ni en el Parlamento ni en la prensa, donde he sostenido rudas y sangrientas polémicas con los impugnadores de la democracia y la república. Habré hablado con pasión contra los principios y los partidos, no contra las personas. Los he atacado dentro de los límites de la verdad, no los he difamado nunca; que harto penoso es para un hombre digno tener que lastimar, aun dentro de la justicia, la dignidad de sus semejantes.
He recibido mal por bien. No por esto se espere ni se tema que sea acalorada mi defensa ni moje en hiel la pluma contra mis detractores. Lograré vindicarme y harto castigo llevarán, si son hombres morales, en sus remordimientos».
Hacía después Pi y Margall la historia de la proclamación de la República, enumeraba los esfuerzos incesantes que se había visto obligado á realizar para conseguir que las provincias desistieran, antes de la reunión de las Cortes, de proclamar la federación, contra lo acordado por la Asamblea Nacional; ponía de manifiesto lo mucho que había trabajado para mantener entre los diputados la unidad de aspiraciones necesaria para que las Constituyentes realizasen su fin, objeto que no había logrado por el decidido empeño que en dividir la Cámara tuvieron algunos republicanos influyentes; sincerábase con firmeza y energía contra la única acusación que se le había lanzado de favorecer en el poder y fuera de él la sublevación cantonal; examinaba los efectos de su salida del ministerio; estudiaba las causas de la indisciplina del ejército, así como del incremento que había alcanzado la insurrección carlista; exponía sus ideas económicas, y por fin, hacía el resumen de su política, encaminada á establecer franca y resueltamente los principios que habían constituido siempre el dogma del partido».

Discurso pronunciado por Francisco Pi y Margall en el banquete celebrado en el Café de Oriente en conmemoración del décimo octavo aniversario de la proclamación de la República.

Queridos correligionarios: No basta que conmemoremos la República de 1873; es preciso que nos sirva de lección y enseñanza. Si incurriéramos mañana en los mismos errores que entonces, recogeríamos los mismos frutos: la República pasaría otra vez sobre la nación como una tempestad de verano. Recordemos, recordemos aquellos días.
El día 11 de Febrero de 1873 ocurrieron en España gravísimos acontecimientos. Un rey, dos años antes elegido por las Cortes, reconociéndose impotente para resistir al oleaje de los partidos, abdicó por sí y por sus hijos. Reuniéronse en una sola Asamblea el Congreso y el Senado, admitieron la renuncia del rey, le despidieron cortésmente y proclamaron la República.
¿Vino la República oportunamente? No; vino a deshora. Habría venido oportunamente si la hubiesen establecido las Cortes de 1869; vino cuando, fatigada la nación por cinco años de luchas, estaba más sedienta de reposo que de nuevos ensayos; vino cuando ardía la guerra civil en el Norte de España y en la isla de Cuba; vino cuando estaba exhausto el Tesoro, tan exhausto, que los radicales habían debido ya suspender el pago regular de los intereses de la deuda. El Gobierno de la naciente República no pudo cumplir las promesas que en la oposición había hecho: no pudo ni reducir el ejército, ni abolir las quintas, ni disminuir los gastos que iba agravando la guerra. Esto, por de pronto, acredita que no son siempre beneficiosos los cambios ni aun para los que más los anhelan.
Para colmo de mal, el primer gobierno que se creó se componía de federales y de progresistas, de progresistas que eran ayer ministros del rey y hoy ministros de la República. Podrán ser buenas las coaliciones para destruir; para construir, conozco por propia experiencia, que son detestables. Perdíamos el tiempo en cuestiones frívolas, pasábamos a veces horas discutiendo si a tal o cual provincia habíamos de mandar un gobernador federal ó un gobernador progresista. Esto, por lo menos, prueba que no son siempre buenas ni aceptables las coaliciones.
Los progresistas obraron con nosotros de mala fe. Trece días después de proclamada la República promovían una crisis en el seno del Gabinete. Fundábanla en que el Gobierno, por la heterogeneidad de sus elementos, no podía obrar con la rapidez que las circunstancias exigían y en que nosotros no habíamos determinado los límites de nuestro federalismo. En vano les decíamos que, no a nosotros, sino a las futuras Cortes Constituyentes correspondía marcarlos; insistían en llevar la crisis á las Cortes, diciendo hipócritamente que no podía menos de resolvérsela en nuestro favor puesto que era racional y lógico que rigieran la República los republicanos.
Tan hipócritamente hablaban, que al otro día encontramos invadido el ministerio de la Gobernación por cuatrocientos guardias civiles, el palacio del Congreso ocupado por uno ó dos batallones de línea, las cancelas del vestíbulo guardadas por centinelas con la bayoneta en la boca de los fusiles. Por la noche, calladamente, habían nombrado á Moriones general en jefe de Castilla y destituido á los coroneles en que creyeron ver un obstáculo para sus inicuos planes. Hiciéronlo todo de acuerdo con el Presidente de la Asamblea, que se creyó revestido de una autoridad superior á la del Gobierno.
Vencimos, pero vencimos, gracias por una parte, á su cobardía, gracias por otra al vigor de los ministros federales, á la actitud del pueblo de Madrid, a la lealtad de Córdoba, que no dejó de estar nunca a nuestro lado. Constituyóse aquel día un Gobierno casi homogéneo; pero el mal estaba hecho. Se soliviantaron las pasiones populares y hubo en ciudades de importancia conatos de rebelión que no pudo reprimir el Gobierno sin gastar parte de sus fuerzas. Despechados los progresistas, se aliaron por otro lado con los conservadores y se fueron el 23 de Abril á la plaza de Toros con toda la milicia de la monarquía. Aquel complot era algo más serio que el anterior, ya que en él estaba comprometida gran parte del ejército, y generales corno Balmaseda y el duque de la Torre.
Vencimos también, disolvimos la Comisión permanente de la Asamblea y convocamos apresuradamente nuevas Cortes creyendo encontrar en ellas el medio de salvar y consolidar la República. Nos enseñaron y os enseñan hoy todas estas deslealtades cuán poco hay que fiar de los que se adhieren hoy a las instituciones que ayer combatían.
En las Cortes no hallamos, desgraciadamente, lo que esperábamos. Culpa fue, en parte, del Gobierno, que, después de haber dirigido á las Cortes un mensaje en que daba razón de su conducta, dimitió sin esperar á que se aprobasen ó desaprobasen sus actos y se negaron sus más importantes hombres á formar parte del nuevo Poder Ejecutivo. Aquellos hombres servían de freno á la ambición de sus correligionarios; caídos, faltó el freno y las ambiciones se desataron con inaudita furia.
Hubo un mal mayor, y en él debéis fijaros particularmente á fin de que conozcáis el daño que produce en los partidos la discordia. Antes de la proclamación de la República estábamos divididos los federales en dos bandos: los benévolos y los intransigentes: los que creíamos que el curso natural de los sucesos nos llevaba á la República, y los que para conseguirla más pronto querían forzar la marcha de los acontecimientos. Después de proclamada la República, aquella división carecía de motivo. Los dos bandos reaparecieron, sin embargo, en las Cortes y se hicieron la más cruda guerra. Sin que los separara cuestión alguna de principios, discutían acaloradamente, y se combatían como si fuesen los más encarnizados enemigos. esta obcecación y aquel error del Gobierno fueron causas que trajeron de continuo perturbada la Asamblea e hicieron inestable y movediza la suerte de los Gobiernos. Aprended lo que son las discordias que en la oposición se engendran. Se fueron acalorando las pasiones, se llegó á creer que los ministros retardaban de intento la constitución federal del país, y surgió el cantonalismo, otra guerra civil sobre la de D. Carlos y la de Cuba. Por la reacción que á toda acción sucede, cayó entonces el Gobierno en otro error más grave: entregó á generales enemigos las fuerzas de la República. Se buscó á los ordenancistas, á los que no habían sido amigos de sublevaciones ni de pronunciamientos, considerando que habían de ser escudo de la legalidad y no volver nunca sus armas contra las instituciones. ¡Ay! Cuando ocurrió el fatal golpe del 3 de Enero, todos aquellos generales se apresuraron a poner su espada al servicio de los dictadores.
Nuestra caída después del golpe del 3 de Enero no pudo ser más honda. No sólo perdimos el poder y la influencia ganada en muchos años; hombres importantes del partido se separaron de nosotros renegando de las ideas federales que con tanto ardor habían defendido en la prensa, en la tribuna, en el seno de las grandes muchedumbres. Vinieron en cambio á decidirse por la República los progresistas, que no quisieron seguir á Sagasta por el camino de la restauración borbónica; pero, no por nuestra República, si no por esa república unitaria que, como tantas veces os he dicho, no es más que una de las fases de la monarquía. Ganó la República en número, no en fuerzas, que no las da la división en dos distintos campos. Parecía natural que por lo menos progresistas y posibilistas formaran un solo partido. En los principios fundamentales, y aun en los procedimientos para después del triunfo, ambos coincidían. No sucedió así; constituyeron dos partidos, porque los unos querían llegar por la evolución y otros por la revolución á la República.
Los federales también nos dividimos. Nosotros sosteníamos y seguimos sosteniendo que no hay federación donde no se afirma la unidad de la nación por el libre consentimiento de las regiones y la unidad de las regiones por la libre voluntad de los municipios, y otros consideraron hasta sacrílego suponer que necesitase de afirmación una nacionalidad que dicen obra de los siglos. Esta división es posible que sea mucho más profunda: no hemos podido arrancar nunca de nuestros adversarios si entienden que de la nación emanan todos los poderes, incluso los regionales y los municipales, ó si creen, como nosotros, que las regiones y los municipios son por derecho propio tan autónomas como la nación misma, y de ellos emanan, por lo tanto, sus poderes.
Recientemente, por causas que no creo de necesidad recordaros, han venido aproximándose á nosotros hombres importantes del partido progresista, tal vez los de mayor importancia. Apellídanse federales, y proclaman con nosotros la autonomía de los municipios y de las regiones. Han constituido estos hombres la agrupación centralista, y por de pronto han tenido la fortuna de concentrar y reunir fuerzas desparramadas que, lejos de dar vigor, debilitaban á los partidos de la República. ¿Habría sido en nosotros prudente alejarlos ni mirarlos con desvío? ¿No teníamos, por lo contrario, el deber de ofrecerles nuestra amistad, y aun de procurar que más ó menos tarde llegáramos á fundirnos en un solo cuerpo? Yo estuve siempre por la formación de grandes partidos, primeramente por la fuerza que consigo llevan, luego porque imposibilitan el desarrollo de desatentadas y locas ambiciones y dan á cada cual el puesto que le corresponde según sus virtudes y sus talentos.
Yo, advertidlo bien, no he de consentir jamás la abdicación de ninguno de los principios que constituyen nuestro dogma. Si entre los centralistas y nosotros los principios son o llegan a ser idénticos, tendré á gran fortuna que ellos y nosotros constituyéramos un solo partido; si algo nos separa, y es más lo que nos une, celebraré todavía estar con ellos en cordial inteligencia. La autonomía política, administrativa y económica de los municipios y las regiones, ¿no seria acaso vínculo suficiente para que estuviéramos cordialmente unidos?
Inteligencia la quiero yo también con los demás partidos republicanos. Discutamos todos de buena fe nuestras respectivas ideas, busquemos las razones que les sirvan de fundamento, veamos por serios debates si podemos llegar a común convicción, ya que no en todos, en los más de nuestros principios. ¿Perderemos algo en estas discusiones? Del choque de contrarias ideas brota la luz para los entendimientos.
No se trata ya de discutir en la prensa ni en la tribuna, sino en los campos de batalla, dicen algunos republicanos. Cansado estoy de repetir que no creo que por las vías legales pueda llegarse á la República. Por el Parlamento no se llega aquí ni siquiera á un mal cambio de Gabinete. No hay posibilidad de llegar por estos caminos á mudanza alguna, ínterin los gobiernos, para conseguir el triunfo de sus candidatos, no vacilen en recurrir á la coacción y la violencia. ¿Quiere decir esto que hayamos de fiar a la sola fuerza de las armas el triunfo de la República? Si así es, ¿por qué escribimos periódicos? ¿Por qué celebramos reuniones públicas? ¿Por qué nos asociarnos públicamente y no vacilamos en hablar bajo el receloso oído de los delegados del Gobierno? ¿Por qué hemos acudido hoy á las urnas y acudían antes los correligionarios de muchas ciudades para conseguir cargos concejiles y diputaciones de provincia? Si de la sola fuerza debemos esperar el poder, están vetados para nosotros todos estos medios de propaganda.
Si somos verdaderos revolucionarios, no debernos alardear de tales ni en casinos, ni en clubs, ni en lugares públicos. Debemos preparar las revoluciones en lugares donde no nos oigan ni nos vean nuestros enemigos. ¿Qué significa estar constantemente con la revolución en los labios y no en las manos? ¿Qué significa amenazar siempre para no dar nunca, prometer lo que no se ha de cumplir, fascinar al pueblo con ilusiones que ha de ver mañana desvanecidas? ¿Es esto de hombres serios?, ¿es de hombres dignos?
Las revoluciones, las verdaderas revoluciones, las trae, más que la voluntad de los hombres, el curso de los acontecimientos. Lucharon los progresistas del año 1843 al 1854 y nunca vencieron. ¿Quién vino a facilitarles el triunfo? Uno de sus capitales enemigos, el general O'Donnell. Lucharon del año 56 al 68, y siempre fueron vencidos. ¿Quién les facilitó la victoria? Topete, que había sido ministro de Narváez; Serrano, que ya el año 44 los había abandonado. Y cuenta que del 1843 al 1854 habían tenido á su frente los progresistas un general como Espartero, que había forzado el puente de Luchana y puesto fin á una guerra en los campos de Vergara, y del 56 al 58 un general como Prim, que ejercía grande influencia en el ejército por sus legendarias proezas en las costas de Africa.
Pueden venir acontecimientos como los del año 54 y el año 68, y para cuando lleguen bueno es que viváis apercibidos; mas es impropio de hombres hacer en todo tiempo y sazón alarde de revolucionarios. Los que tal hacen me producen el efecto de esas mujeres perdidas que hablan constantemente de una honradez que no tienen.
Tened fe en las ideas, propagadlas y difundidlas hasta que constituyan el ambiente que respiramos los españoles. Os hablan de que la propaganda está hecha. Ved lo que ha sucedido en las elecciones. Hemos triunfado en las ciudades populosas, cuando no material, moralmente. Los que nos han perdido son esos pueblos rurales a que no ha llegado aún la voz de nuestros correligionarios, pueblos tan ignorantes como débiles, que doblan sumisos la cabeza á los caciques y á los agentes del Gobierno. Ya saben lo que han hecho los que los han adscrito á las ciudades y á los grandes centros fabriles: por sus votos, dados ó malamente repartidos, han contrarrestado los de las ciudades.
Propagad las ideas, difundidlas y, si verdaderamente deseáis el triunfo de la República, sed disciplinados, no promováis nunca entre vosotros la discordia. Dirigid vuestros ataques á los enemigos, no á los amigos ni á los que estén en las lindes de vuestro campo. Para todo fin inmediato y concreto no vaciléis en aceptar ó buscar el apoyo de los demás republicanos. Huid sólo de las coaliciones permanentes.
Las coaliciones permanentes, os lo he dicho repetidas veces, no sirven sino para enervar á los partidos que las forman. ¿Lo dudáis? Ved lo que ha sido esa que llamaron coalición de la prensa y tomó después el pomposo nombre de Asamblea nacional republicana. Os prometió que os traería pronto la República: ¿os la ha traído? Decía que se bastaba sola para vencer á nuestros enemigos: ¿los ha vencido? Observad ahora la conducta de los pocos federales que con ella fueron: ¿han roto lanzas como antes por la federación que nosotros defendemos? ¿Los habéis visto en vuestros meetings salir á la defensa de nuestros principios? ¿Publican en sus periódicos nuestros discursos ni nuestros acuerdos? ¡Oh, no! Toda su labor consiste en manchar de lodo la frente de los federales.
Ya los habéis visto en las últimas elecciones. Ellos, que se llamaban coalicionistas por excelencia, fueron los únicos que se negaron á coligarse con nosotros para batir á la monarquía en su propia corte. Huid, sí; huid de esas vergonzosas coaliciones. Coaligaos para hacer algo que las circunstancias demanden, no para convertir la coalición en una sociedad de aplausos mutuos.
Conseguido el fin de la coalición, la coalición debe deshacerse á fin de que cada partido recobre la libertad de que necesita para la defensa de sus particulares principios. La hicimos para las elecciones: con las elecciones ha concluido. Trabajemos ahora todos con fe y con decisión por nuestras doctrinas, y llegaremos al deseado triunfo de la República. La monarquía tiene extenuadas sus fuerzas: no puede salir de Cánovas y de Sagasta. Cuando quiere constituir un ministerio como el de Martínez Campos ó el de Posada Herrera, tiene ministerio por tres meses; sólo con Cánovas ó con Sagasta lo tiene por años. No es impacientéis: como tengáis prudencia y decisión, llegaréis á la suspirada meta.

Francisco Pi y Margall
El Nuevo Régimen (semanario federal)
Madrid, 11 de Febrero de 1891






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Francisco Pi y Margall – REINADO DE AMADEO DE SABOYA (Apuntes para escribir su historia)

En el mes de septiembre de 1868 estalló una revolución y prevalecieron las ideas democráticas. No se pensó de pronto en levantar un trono, sino en reconocer y afirmar las libertades del pueblo. Aún las Cortes llamadas á constituir de nuevo el país, si bien se decidieron por la monarquía, tardaron en realizarla. Se nombró rey el día 16 de noviembre de 1870, dos años después del alzamiento, cuando había tenido sobra de tiempo para crecer y fortalecerse el partido republicano, que á la sazón era ya entre los liberales el más numeroso y el de más empuje. [...] A falta de otro mejor se detuvo al fin el Gobierno en Amadeo de Saboya, duque de Aosta, que, elegido Rey por las Cortes, subió al trono el día 2 de enero de 1871, después de haber jurado guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes.

Amadeo de Saboya era joven, si de algún corazón, de corto entendimiento. Desconocía de España la historia, la lengua, las instituciones, las costumbres, los partidos, los hombres; y no podía por sus talentos suplir tan grave falta. Era de no muy fino carácter. No tenía grandes vicios, pero tampoco grandes virtudes: poco moderado en sus apetitos, era aún menos cauto en satisfacerlos. Una cualidad buena manifestó, y fue la de no ser ni parecer ambicioso. Mostró escaso afán por conservar su puesto: dijo desde un principio que no se impondría á la nación por la fuerza, y lo cumplió, prefiriendo perder la corona á quebrantar sus juramentos. Esta lealtad puede asegurarse que fue su principal virtud y la única norma de su conducta.
No eran dotes éstas para regir á un pueblo tan agitado como el nuestro. El día de su elección, había tenido Amadeo en pro sólo 191 votos; en contra 120. No le querían ni los republicanos ni los carlistas, que eran los dos grandes partidos de España, ni los antiguos conservadores [los moderados], que estaban por D. Alfonso. Recibíanle de mal grado los unionistas, que habían puesto en el duque de Montpensier su esperanza, y algunos progresistas que deseaban ceñir la diadema de los reyes á las sienes de Espartero. No le acogía con entusiasmo nadie; y era evidente que solo un príncipe de grandes prendas habría podido hacer frente á tantos enemigos, y venciendo en éstos la indiferencia, en aquéllos la prevención, en los de más allá el amor y viejas instituciones, reunir en torno suyo y como en un haz á cuantos estuviesen por la libertad y el trono.
Aun así la tarea habría sido difícil. Surgían de la misma Constitución del Estado graves obstáculos. Los crea en todo tiempo la contradicción, y la contradicción era allí manifiesta. Se consignaba por una parte la soberanía de la nación, se establecía por otra la monarquía hereditaria, y se concluía diciendo que por un simple acuerdo de las Cortes cabía reformar la ley fundamental en todos sus artículos, sin exceptuar los relativos á la forma de gobierno. Ni es soberana la nación que vincula en una familia la primera y la más importante magistratura del Estado; ni hereditaria, ni siquiera vitalicia, la monarquía en que una Asamblea puede alterar y aun derogar la ley que le dio vida. ¿Qué fundador de dinastía ha de poder gobernar tranquilo, sobre todo en los comienzos de su reinado, teniendo pendiente esta espada sobre su cabeza? [...]

Un monarca inteligente que sepa hacerse superior á los partidos, puede, sin grande esfuerzo, seguir los cambios de la opinión con los de sus consejeros; y en los casos en que verdaderamente peligren la libertad y el orden, tomar, aunque sea en menoscabo del derecho de algunos ciudadanos y sin el beneplácito del Parlamento, las medidas que la necesidad exija: que ante la necesidad enmudeció siempre la justicia y pudieron muy poco las pasiones. El mal para la monarquía estaba en que no era Amadeo hombre de gran temple.
Amadeo, al venir á España, quiso ganar los ánimos por el valor y la modestia. Entró en Madrid á caballo, fría la atmósfera, cubiertas de nieve las calles, caliente aún la sangre del General Prim, á quien se había asesinado días antes por su causa. Iba á la cabeza de su Estado Mayor con serena calma, mostrando en el pueblo una confianza que tal vez no abrigase. Rechazó desde luego la vana pompa de los antiguos reyes. Ocupó en Palacio un reducido número de aposentos, vivió sin ostentación, recibió sin ceremonia, salió unos días á caballo, otros en humildes coches, los más solo, y siempre sin escolta.
Prodigábase, tal vez más de lo que convenía, por el deseo de ostentar costumbres democráticas. No se lo agradecía la muchedumbre, por más que no dejase de verlo con alguna complacencia. La aristocracia lo volvía en menosprecio del joven príncipe. Las clases medias no sabían si censurarlo o aplaudirlo. Tanto distaban estos sencillos hábitos de la idea que aquí se tenía formada de la monarquía y los monarcas. Los que habían recibido sin prevención la nueva dinastía esperaban principalmente de Amadeo actos que revelasen prendas de gobierno. Habrían querido verle poniendo desde luego la mano en nuestra viciosa y corrompida administración o en nuestra desquiciada Hacienda. Deseaban que, por lo menos, estimulase el comercio, la industria, la instrucción, alguna de las fuentes de la vida pública. Amadeo no supo hacerlo ni sacrificar á tan noble objeto parte de su dotación ni de sus rentas, y fue de día en día perdiendo.

Nombró Presidente del Consejo de Ministros al General Serrano, y convocó para el día 3 de Abril las primeras Cortes. En tanto que éstas se reunían, apenas hizo más que repartir mercedes al ejército, crear para el servicio de su persona un cuarto militar y una lucida guardia, y exigir juramento de fidelidad á toda la gente de armas. Deseaba ser el verdadero jefe de las fuerzas de mar y tierra; y sobre no conseguirlo por lo insuficiente de los medios, sembró en unos la desconfianza y en otros el disgusto. Negáronse á jurarle algunos, con lo que, al descontento, se añadió el escándalo. Mas éstos no eran sino leves tropiezos. El gran peligro estaba en la significación que daban á las próximas elecciones los republicanos. Habían puesto en duda la facultad de las Cortes Constituyentes para elegir monarca, y pretendían ahora que los comicios, aunque de un modo indirecto, iban á confirmar ó revocar la elección de Amadeo. Terminaron por creerlo así cuantos no estaban por la nueva dinastía; y la lucha fue verdaderamente entre dinásticos y antidinásticos. No había aún coalición formal entre las oposiciones [carlistas y republicanos]; mas por la manera como se había presentado el asunto, la que no se sentía con fuerzas para vencer en un distrito, se inclinaba á votar al candidato de otra, aunque las separasen abismos. Hecho gravísimo, que no sin razón alarmó al Gobierno y le arrancó, poco antes de abrirse las urnas, la tan arrogante como impolítica frase de que no se dejaría sustituir por la anarquía. Acudió el Gobierno para vencer, sobre todo, en los campos, á toda clase de coacciones, extremando las ya conocidas é inventándolas de tal índole, que hasta á los hombres de corazón más frío encendieron en ira. No por esto pudo impedir que fuesen poderosas en las Cortes las minorías antidinásticas, ni que, movidas por la misma idea que dirigió los comicios, pensasen desde un principio, más que en dictar leyes, en acabar con Amadeo.

Para establecer en España un trono con esperanzas de consolidarlo, habría debido venir Amadeo, ó después de una República turbulenta ó cuando, naciente aún el partido federal era débil y contribuían á enflaquecerlo hombres importantes de la democracia que transigieron con la Monarquía. Vino á deshora, y no pudo con los obstáculos que encontró en el camino.
Para mayor desgracia suya, ¡halló Amadeo tan escaso apoyo en sus mismos partidarios! Muerto Prim, se disputaron la jefatura del partido radical los Sres. Zorrilla y Sagasta, y pasaron, sin sentirlo, de rivales á enemigos. Los separaban al nacer la lucha diferencias políticas tan sutiles, que apenas las distinguían ni aun los hombres del Parlamento. Se fueron agrandando y la animosidad creciendo hasta convertirse en duelo á muerte. Llevados por el ardor de la pelea, no vacilaron, según se ha visto, los dos contendientes en recurrir á extrañas fuerzas: suscitaron al nuevo Rey dificultades que habrían bastado á derribarle, aun no habiendo existido algunas de las que antes expuse.
Fue principalmente esta lucha la que hizo inestables las Cortes, inestables los Gobiernos, inestable la Monarquía, estéril el reinado. Sin ella Amadeo habría dejado en el país más ó menos profundas huellas; con ella no dejó ninguna. No se hizo entonces reforma de importancia, con ser tantas las que uno de los dos rivales se proponía llevar á cabo. Se dictó sólo leyes por las que se llamaba miles de hombres á las armas, ó se suspendía el pago de los intereses de la deuda, ó se decretaba empréstitos, ó se consentía operaciones ruinosas para el Tesoro, ó se agravaba los tributos aparentando disminuirlos.
Se propuso en los días de Amadeo la emancipación de los esclavos de Puerto Rico; pero no se la votó sino después de proclamada la República. El reinado se pasó todo en la guerra de los dos ilustres progresistas, que, para sostenerla, no vacilaban en recurrir á toda clase de medios.

D. Manuel Ruiz Zorrilla, á juzgar por su folleto A mis amigos y adversarios, no se explica todavía la dimisión de Amadeo. La cuestión de Artillería no fue real y verdaderamente sino el motivo ocasional de la renuncia; la causa verdadera estuvo en que en aquel engañado Príncipe se encontró prisionero de los radicales y no vio medio de romper sus ataduras sin desatar los vientos revolucionarios. Tal vez llegase á conocer los trabajos de Rivero; conociéndolos ó no, hubo de comprender, como Dª María Cristina en 1840, que llevaba por cetro una caña, y no podía, según dijo en su Mensaje á las Cortes, ni dominar el contradictorio clamor de los partidos ni hallar remedio á los males que nos afligían.
La caída de Amadeo produjo escasa impresión en los que hasta entonces le habían defendido. Algunos, al otro día, eran Ministros de la República. El que le guardó más tiempo en su memoria y su corazón fue sin duda el Sr. Ruiz Zorrilla. ¿Merecía Amadeo este olvido? Consideradas las cosas en conjunto, es más digno de lástima que de censura. Nada hizo; pero nada le dejaron hacer sus mismos hombres.


INDICE:

I.-Carácter de la revolución de setiembre. Restablecimiento de la Monarquía. Dificultades con que hubo de luchar D. Amadeo.

II-Conducta del Rey. Las primeras Cortes. Gabinete de los Sres. Zorrilla, Malcampo y Sagasta. Divisi6n del partido progresista. Suspensión y disolución de las dos Cámaras.

III.-Cambio de Ministerio. Coalición de los radicales con los partidos antidinásticos. Elecciones. Levantamiento de los carlistas. Las segundas Cortes. Trasferencia de dos millones de reales. Caída del Sr. Sagasta. Nombramiento del General Serrano. Convenio de Amorevieta. Caída del Sr. Serrano. Nuevo Ministerio del Sr. Zorrilla. Disolución de las Cortes.

IV.-Dificultades del nuevo Ministerio. Circulares del Sr. Ruiz Zorrilla. Atentado contra los Reyes. Viaje de Amadeo. Las terceras Cortes. L1amamiento de 40.000 hombres á las armas. Creación del Banco Hipotecario. Alzamiento del Ferrol. Acusación del Sr. Sagasta. Cuestión de los artilleros. Movimiento con motivo de la declaración de soldados. Sucesos del 11 de diciembre en Madrid. Cuestión de la esclavitud en Puerto Rico.

V.-Situación de Amadeo. Nueva cuestión de los artilleros. Solución que se le da. Abdicación del Rey.

VI.-Conclusión.





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