Henrik Ibsen - LA DAMA DEL MAR

Escrita en 1888, “La dama del mar” se inscribe en la llamada tercera etapa en la producción de Henrik Ibsen, momento en el que, en sus obras, predomina un fuerte sentido metafórico, psicológico y simbolista. La pieza es un drama en cinco actos que sitúa la acción en una pequeña estación balnearia, al margen de un fiordo en la costa noruega y representa la lucha entre el determinismo y el libre arbítrio, centrando su historia en Ellida Wangel, una mujer cuyos primeros años de vida fueron de gran libertad personal, viviendo junto a su padre que estaba a cargo de un faro en la costa del mar de Noruega. Cuando su padre muere y pese a estar comprometida con un marinero, que huye tras haber matado a su capitán, la joven se casa con el doctor Wangel, un viudo mucho mayor que ella y que tiene dos hijas de un matrimonio anterior, casi de su misma edad.
El conflicto se desencadena cuando el marinero regresa buscando a Ellida para reclamar el antiguo compromiso. A partir de entonces, Ellida se debate entre la resignación de la vida doméstica y burguesa, al lado de un oscuro médico de aldea, y la aventura, junto a su antiguo amor, que simboliza, probablemente, la libertad. El doctor Wangel dará a Ellida la posibilidad de elegir libremente su futuro y el doctor deja a Ellida la posibilidad de elegir con libertad su futuro y ésta sabrá hacerlo con suficiente juicio.
Los anhelos de emancipación que comparten Ellida y sus hijastras tienen ecos del portazo de Nora. Es decir, ecos de una lucha emancipadora, por parte de unas mujeres no sólo sometidas y despojadas de su capacidad de elección, sino colaboradoras imprescindibles en la transmisión de la ideología que las oprime.
Por eso Ellida va a bañarse cada día al mar; por eso ve en sus olas la fuerza imponente de la libertad, el misterio cansado de sus deseos de amor libre. Ese marinero que había dejado sobre la piel y el alma de Ellida el tatuaje de sus besos, introduce un factor de desestabilización tanto en la órbita personal como en el orden social.
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Ellida, “la dama del mar”, siente la terrible fascinación de un marinero; y sólo se librará de ella cuando su marido le reconozca su plena responsabilidad: “Tu anhelo, tu ansia de mar, tu ensoñación con ese extranjero —explica Wangel al final— era la expresión de un despierto y creciente deseo de libertad”.
Pero el tema es la fascinación misma que siente Ellida, especie de sirena varada que ya no supo encontrar el camino del mar:
ARNHOLD: Aunque nos hayamos equivocado convirtiéndonos en animales terrestres en vez de animales marinos, desgraciadamente es ya demasiado tarde para reparar la falta.
ELLIDA: Dice usted una triste verdad. Y creo que la humanidad también lo lamenta. Y he aquí por qué nosotros sufrimos angustias profundas. Créame usted, ahí está el secreto de la melancolía humana.
La nostalgia de Ellida es reminiscencia de una realidad absoluta que la enajena y la espanta en la figura enigmática de un marinero extranjero. Ese hombre es de la misma raza de las ballenas y las gaviotas; su rostro suele desvanecerse en el recuerdo como un dios que se aleja del corazón pero es tan impregnante que a lo lejos aun al hijo que Ellida tiene con Wangel ha de darle sus ojos variables como los matices de la tempestad; sus movimientos son los del flujo y reflujo de las cosas; y allí, en el jardín en penumbras, tiene la obstinación de un náufrago que hubiera subido del fondo de algas y peces para reclamar una vieja promesa.
Asusta, perturba... No es amor. Es también miedo. Es una “embriaguez horrible y violenta”, es “lo terrible”, “es el mar”, “es una fuerza misteriosa”, es el sentirse poseída y libre, es “lo que tienta, lo que atrae, lo que arrastra hacia lo desconocido”, es “el deseo de lo infinito“... Es, en suma, lo numinoso, poéticamente revelado.
Este drama de pura poesía, al representarse en Paris, cuatro años más tarde, “se puso a la cabeza del movimiento simbolista”, según recuerda Lugné Poe. El diálogo, insinuante, misterioso, volátil, había acabado por desprenderse de la trama natural en que está comprometida la vida y así libre, pura imaginación, se había convertido en lirismo. Los críticos suelen ensayar fórmulas cabalísticas a fin de conjurar a los poetas esquivos, hacerlos visibles en toda su talla y comprenderlos. Ibsen naturalista, Ibsen simbolista, son, pues meras fórmulas. Y no eran las únicas: aparecieron muchas otras. En esos años Ibsen ya es una figura europea con bibliografía. Julius Elías en Alemania, William Archer en Inglaterra y el diplomático ruso Prozor en Francia, traducen sus obras y las difunden mediante ensayos críticos. Escriben libros sobre él V. Vasenius (1882), profesor de Finlandia; el noruego Henrik Jáeger (1888); el inglés Bernard Shaw, quien con su Quintessence of Jbsenism (1891) inicia una carrera dramática que, primero como crítico, luego como comediógrafo, había de estar toda ella bajo el signo de Ibsen. Emile Zola aconsejó a Antoine —director del Teatro Libre de Paris— que hiciera traducir Espectros; y su representación en mayo de 1890 fue un viraje en la vida escénica francesa. Habría que contar, además, los numerosos artículos que se escriben sobre Ibsen, entre ellos, en 1882, uno nuevo de Georg Brandes (el primer gran crítico de Ibsen que había iniciado en 1866 su campaña para difundirlo por toda Europa). Y una biografía del alemán Ludwig Passarge, que llegó hasta el año de Hedda Gabler.
Extraído de Anderson Imbert, Ibsen y su tiempo, 1946.



Ángela Molina y Manuel de Blas en esta puesta en escena de la obra de Ibsen, con texto adaptado por Susan Sontag. La muy peculiar dirección de la obra corresponde al controvertido Robert Wilson.

La dama del mar es una creación verdaderamente soberbia, en la que está maravillosamente pintada el alma de una mujer, con sus voluptuosidades, sus deseos de pasión y de lucha y su excitación inconsciente hacia el adulterio, impuesto por una imaginación trastornada por el romanticismo. La figura de Ellida, la dama del mar, es una creación de incomparable belleza. Su alma se ha identificado con horizontes sin límites y con los espacios infinitos.
Publicado en El Heraldo de Madrid el 22 de diciembre de 1892.