Intermedio lugar entre los libros históricos y novelescos ocupa en la variada serie de Coloma la leyenda Boy.
Histórico es el simpático protagonista, compañero, al parecer, del autor en su juventud; histórico su singular carácter, lleno de gracejo y frivolidad, de rasgos generosos y puntas de febril y degenerado, de índole noble y privilegiada y de conducta mediocre y vulgar; campo, sin embargo, abonado, en su conjunto, para que sobre él cayese en provecho la graciosa semilla de Dios.
De suyo propio puso Coloma en este libro dos pedazos desiguales de su alma, que casi lo dividen por mitad. El uno es una potencia visiva y sensitiva elevada a su máximum, cual debía ser la del alma del autor a raíz de Pequeñeces, cuando planeó y escribió la primera parte de su Boy; el otro fragmento también es porción de su alma de artista, pero ya más lánguido y mortecino; con algunos arranques de verdadero genio, como es la pintura del desenlace trágico de Boy, pero menos elevado de color y sostenido de tonos, como se podía temer de un espíritu siempre excelso, mas al fin muy agobiado y marchito por la natural cansera de una pesadísima enfermedad... Nervio descriptivo, dotes de analista pintoresco, sensibilidad exquisita, registradora de los menores latidos de la historia, brasas incineradas de un ingenio brillante, emisoras de un agudo chisporroteo..., guardábalas aún dentro de aquel cofrecillo calado, que era su pobre cuerpo, asaz hendido, laso y maltrecho.
Pero, con sus años y sus achaques, estaba por fuerza circunscrito a la historia y a la leyenda, a la exposición y juicio de hechos sucedidos, al realce documental, al fondo, por decirlo así, prestado, que luego su ingenio se encargaba de decorar con materias preciosas, bien así como maderas odoríferas, metales cincelados, oro, plata y todo género de esmaltes y pedrerías.
Novela verdadera de costumbres, aun sobre base histórica que, además de la imaginación reproductora, requiriese gran caudal de la creadora o fantasía; un segundo Pequeñeces, por ejemplo, o bien un Boy, como lo anunciaba la primera etapa de su publicación, en que se hiciese derroche de sentimiento propio y de vivisección y análisis ajeno, con toda la frescura de energías y el desgaste de facultades que supone la investigación patológica del alma humana, hecha siempre, como solía Coloma, en aras de la moral más pura y de la pública sanidad y mejoramiento de costumbres...; eso, y hasta ese punto, no creemos que hubiera podido fácilmente lograrlo el ilustre enfermo, al emprender, algo tarde ya, la continuación de su Boy.
No hay duda que, al extinguirse las últimas bengalas de la apoteosis de Pequeñeces, quedaron todos en espera de un segundo intento, tan feliz por lo menos como el primero. No hay duda que la primera aparición de Boy en El Mensajero fue saludada con entusiasmo, y el héroe recibido con la simpática conmiseración que desde luego inspira su carácter y con la natural curiosidad que siempre suscita el futuro desenlace de un presente borrascoso. No hay duda, por lo tanto, que la súbita interrupción de la narración fue para muchos un desencanto ingrato, y el compás de silencio, hasta su reaparición y término, monótono y largo en demasía. Y no hay duda, finalmente, de que las aclamaciones de las turbas, cuyo relato se interrumpió cuando, amotinadas por la muerte violenta de Juaquinito López, «el pájaro verde», apedreaban los balcones del juez D. César, hallaron un eco digno, bien que antagónico, en las aclamaciones que saludaron la resurrección del antiguo relato, por tanto tiempo muerto y sepultado...
Pero tampoco se puede dudar que, entre el principio y el remate, hay una especie de hondonada, donde los años dejaron su frescura, la salud su robustez y la complexión interna del alma aquel no se qué, que colma su plenitud y sazona su integridad...
(Constancio Eguía Ruiz en El P. Luis Coloma y su vocación literaria, Razón y Fe, 1915)
Con júbilo han saludado los admiradores del P. Coloma y todos los amantes de las buenas letras la reaparición del por tan largo tiempo interrumpido Boy.
Los que esperaran, si algunos había, una novela del aire de Pequeñeces, con gran lujo de caracteres de primer orden y episodios y situaciones que, contra toda la intención de su autor, pudieran dar pasto abundante á la chismografía y al ruido de los periódicos y de los desocupados, habrán visto sin duda muertas en flor sus esperanzas; pero no culpen de ello al P. Coloma, que nada semejante había prometido, ni quieran por esto disminuir el mérito de la obra literaria, independiente del alboroto, más ó menos justificado, que su aparición pueda ocasionar.
El P. Coloma nunca hace vulgaridades: siempre, aun en sus composiciones más ligeras, es artísticamente interesante, es culto, fino y distinguido, profundo y certero observador de los hombres y de las cosas y alma lírica de raro temple, donde todo lo noble encuentra eco y todo lo bello una cuerda que hacer vibrar; donde entran los hechos al parecer más comunes, para salir, depurados por una virtud misteriosa, en un tenue hilo de áurea poesía, como salen las hojas del moral convertidas en brillante seda de la boca del precioso insecto.
Ninguna de estas notas características del arte del P. Coloma falta en Boy.
Lo señoril del estilo se respira en todas las páginas, bañadas, como lo están siempre las de este autor, en no sé qué atmósfera especial que trasciende á ámbar y á piel de Rusia. Los estudios de caracteres, es cierto, no son muy abundantes; casi todas son figuras de segundo orden: el mismo Marqués de la Burunda desaparece al lado de Boy, personaje, pudiera decirse, único; él es toda la novela; pero ¡cuan digno es de serlo! ¡qué creación tan nueva, tan deliciosa, tan poética!
Según es el particular cariño con que está trabajado este carácter, diríase que el modelo había sido realmente algún grande amigo del autor. Boy es el tipo de hombre más noble y simpático de cuantos han salido de la pluma del P. Coloma: nada hay en él vulgar, no habiendo nada inverosímil; es magnánimo y generoso como por instinto, así como su madrastra es ruin y envilecida por infame cálculo; lleva á cabo mil acciones heroicas, sin darse cuenta de ello, y confundiéndolas entre mil chiquilladas; sus mismos culpables extravíos, verdaderas sombras en medio de tanta luz, quedan borrados por la penitencia y expiados por la desgracia. Con razón la novela se titula Boy; él eclipsa á cuantos le rodean. El propio narrador, Marqués de la Burunda, encarnación altísima de la verdadera amistad, es, quizá por motivos de modestia, algo incoloro y sin personalidad muy definida.
La madrastra de Boy parece un retrato sin acabar, para el cual yo sospecho que estaban reservados los colores más hórridos y las sombras más densas de la paleta del P. Coloma, que no llegaron á caer sino en parte sobre el lienzo, privándonos así de poder contemplar en toda su monstruosidad un extraño tipo de bajeza moral y de astucia diabólica: la figura más negra de su copiosa y variada galería.
La pérfida Porrata, y más aún la Bureva, dejan algo chasqueado al que, juzgando por el primer capítulo, se prometa volver á encontrarlas con frecuencia como partes vivas de la acción principal. El Duque de Yecla da materia al novelista para un paso trágico-cómico de indiscutible novedad y de esos que no se borran fácilmente de la imaginación.
La Duquesa de Astures, perteneciente á esa nobilísima raza de grandes señoras cristianas que el P. Coloma ha hecho inmortal, llena con dignidad un ángulo de la escena, y su hija Beatriz la cruza como una sombra.
Forman, por último, lo que pudiéramos llamar el acompañamiento, la familia del juez D. César, que da ocasión al narrador para intercalar un muy lindo episodio de amores infantiles; los grotescos compañeros de Burunda en su viaje á Cádiz, los nobles marinos de El Ferrolano, el señor del lente de oro, el párroco de Zumarripa, su sobrina, José Ignacio y, por fin, el ama, á quien se concede el honor, acaso inmerecido, de cerrar la novela con una desbaratada frase.
La primera parte supera, á mi ver, un poco á la segunda. Los caracteres en ella se presentan más decididos; las situaciones son más artísticas; una atmósfera de trágico misterio envuelve á cosas y personas, y siniestra, aterradora se siente á la desgracia batir sus negras alas sobre la cabeza del infortunado Boy.
Desde el capítulo XX álzase, no sé de dónde, una leve ráfaga algo fría, que amenaza secar en parte las flores tan cargadas de esperanzas, especialmente en las escenas de Madrid , donde sólo el buen gusto y el primor de estilo, compañeros inseparables del P. Coloma, logran ahuyentar la languidez, que ni por un momento consigue asomar su inoportuna cabeza por entre las páginas del libro.
Vuelve á brillar la potencia trágica de la pluma en la muerte de Boy, desenlace espeluznante, tal vez algo prematuro, para el cual se prepara un escenario en cuya descripción el arte de la palabra emula y aun supera al arte del pincel.
(Luis Herrera y Oria en Boy, Razón y Fe, 1910)