Dos personajes de gran relieve se destacan en Jeromín: el hijo bastardo de Carlos Quinto y su hermano mayor, rey de España. Aunque la obra está dedicada a la vida del primero, son muchas también las personalidades de la época que allí se mueven. Resaltan el príncipe Don Carlos, al que una leyenda misteriosa sigue envolviendo todavía; Don Luis Quijada y Doña Magdalena de Ulloa, Ruy Gómez de Silva, la Princesa de Éboli y el funesto Antonio Pérez. Leyendo algunos capítulos de Jeromín, el vencedor de Lepanto se nos aparece rodeado de una aureola cuasi divina; y seduce sobremanera, después de todo, esa admiración sin límites que el Padre Coloma siente por el héroe incomparable de la cristiandad. Considéralo como hombre providencial, como el ser destinado por Dios para salvar en Europa la civilización cristiana de la amenaza turca. Pocos libros tan hermosos del insigne jesuita como Jeromín; a su valor histórico positivo se aúna la forma literaria excelente, más aliñada que en Pequeñeces, y de un aroma gratísimo, inconfundible.
(Extraído del artículo El padre Coloma aparecido en la revista Cuba Contemporánea (n.64, 1920) firmado por Fernando de la Vega).
En 1953, el director Luis Lucía llevó a pantalla la adaptación de la obra del Padre Coloma. La película recibió el Premio a la Mejor Película Española del aquel año. En el reparto: Ana Mariscal, Rafael Durán, Jesús Tordesillas, Adolfo Marsillach, Antonio Riquelme, Jaime Blanch, Nicolás Perchicot, Luis Pérez de León, Irene Caba Alba, ...
En la escena, un jovencísimo Jaime Blanch (Jeromín), consuela a su madrina Doña Magdalena de Ulloa, personaje interpretado por Ana Mariscal.
Jeromín es la historia del niño de este nombre, criado en un pueblo extremeño, cuyo nacimiento se oculta en el misterio y cuya alegre y desenvuelta infancia se desarrolla vigilada por ojos que no le pierden de vista. Cerca del pueblo, en su retiro de Yuste, el que fuera rey de España y emperador de Europa, deja transcurrir sus últimas jornadas. Entre el niño y el Emperador existen los invisibles hilos de una relación que parece tramada por un folletinista de la calidad de Fernández y González: Jeromín es hijo de Carlos I, nacido de una servidora de palacio, Bárbara Blomberg. Intrigas y murmuraciones cortesanas en torno a aquel paje que el Emperador gusta de tener consigo, se desvanecerán ante el reconocimiento del que sería llamado Juan de Austria, nombre con el que pasó a la historia y es inseparable de un hecho histórico universal como fue la batalla de Lepanto.
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En esta otra escena, Carlos V, retirado en Yuste, conoce a su hijo bastardo Jeromín.
Aunque no pretendiese el P. Coloma ni le fuese posible falsear la historia con las ficciones y fantasías tendenciosas de tantos como han profanado y avillanado el género, su alma de artista y su intención docente y sana no le permitían presentar esas crónicas descarnadas, que acaso en sí no saben dar sino parte de los sucesos, y, por ventura, la menos importante para sus fines. Y así, en llenar esos vacíos con ambiente, a la vez histórico y artístico, utilizaba mucho su intuición poderosa y su gran conocimiento práctico de las costumbres y de las pasiones humanas, eternamente las mismas en lo esencial, dotes que van mucho más allá que el agudo pero frío escalpelo del simple erudito...
Hasta esos confines llegó, por ejemplo, la musa inspiradora de Jeromín, Y así, aunque el fondo de la narración y todos los detalles históricos nos conste que son de veracidad innegable, y eso mismo afirmemos de muchos detalles del paisaje, indumentaria y exornación descriptiva, hay muchos, no obstante, en la pintura moral y física, que por fuerza han debido ser reconstruidos y asimilados; pero tan en conformidad con la época, con los acontecimientos y, sobre todo, con la historia perenne del corazón, que la fe que acompaña su lectura no es menor que el placer que la embebe y la sazona.
De este modo, sin faltar a la honradez y veracidad, por un lado, pero también, por otro, dándole alas a la fantasía y salida y expansión a su corazón de apóstol, supo Coloma utilizar las ventajas de la historia y la novela juntamente, y en tanto grado, que se atrevió a escribir una autorizadísima revista italiana, no saber de otro que hubiese llegado en este género adonde supo llegar el jesuita español.
En Jeromín la verdad era de por sí sobrado interesante, pero acabáronla de repujar y pulir con sus cinceles mágicos el amor al bien y el amor al arte, desde el punto en que Coloma concibió la eminente figura del venturoso y malogrado príncipe y adivinó en ella todo el partido que podrían sacar de darle nuevo relieve y nueva vida su fe de artista y su esperanza de apóstol...
Tampoco aquí fue nunca su intento «desentrañar hondos problemas de la historia, ni descubrir datos desconocidos o documentos ignorados». Su propósito, mucho más modesto, fue sólo vulgarizar una gran figura y «enfocarla a la luz de la razón y del criterio católico». Pero esto no se hizo sin haber «leído y estudiado cuanto sobre ella se ha escrito bueno o malo», aceptando lo cierto, escogiendo entre lo dudoso lo verosímil, y procurando luego con la imaginación y el estudio de la época resucitar al muerto y dar vida, relieve y ambiente contemporáneo a todo el conjunto, a fin de cautivar la atención de los lectores...
(Constancio Eguía Ruiz en El P. Luis Coloma y su vocación literaria, Razón y Fe, 1915)
No es Jeromín un seco estudio de historia científica, del género que tanto se cultiva ahora, principalmente entre los alemanes; ni es tampoco una novela histórica por el estilo de la que ha inmortalizado el nombre de Manzoni, ni siquiera al modo de las de Walter Scott, y mucho menos á lo Dumas ó Pérez Galdós, que, haciendo una ensalada de verdades é invenciones, han servido para encajar en la mollera de tanta gente ignorante de la historia verdadera, una mal tendenciosa seudo-historia de las épocas que escondieron por argumento. La novela histórica, así en sus grandes modelos, como en sus más ó menos ruines degeneraciones, ha solido tomar un argumento próximo imaginado, desenvolviéndolo en una escena de acontecimientos históricos; ó en otras palabras: ha pintado, sobre un fondo de hechos históricos, figuras creadas por la poética fantasía; y en esto está precisamente lo híbrido de dicho género literario que, envolviendo lo falso con lo verdadero, deja indeciso al lector semierudito sobre dónde acaba la verdad, donde empieza la ficción.
El P. Coloma ha echado en su última obra por otro camino, más libre de inconvenientes históricos; pero, en la misma proporción, más erizado de dificultades técnicas, y, en lugar de una acción concreta inventada, sobre un fondo de acontecimientos históricos, nos presenta en Jeromín una verdadera historia, donde sólo el pormenor artístico, lo que da vida actual y palpitante á los personajes, se debe á la imaginación creadora del poeta. No vacilamos, pues, en calificar la obra literaria del P. Coloma de labor de estilo, pero labor dificilísima, de estilo en la acepción más alta de esta palabra. No hay que buscar, pues, en ella el mérito de la invención; Jeromín es sencillamente una narración de la vida de D. Juan de Austria; de aquel nobilísimo bastardo de un tan gran Emperador, que puede decirse de él, que hasta sus culpas resultaron gloriosas; pues á una debió la vida la madre de Alejandro Farnesio y egregia Gobernadora de Flandes, y á otra el vencedor de Lepanto y de las Alpujarras.
Para la acción principal de Jeromín, que resulta decididamente trágica, sirve de aptísima introducción ó proemio el idilio de Leganés y de Villagarcía, no sólo en cuanto rodea de simpático interés la figura del futuro héroe, por el mismo velo del misterio que envuelve su infancia, sino principalmente porque se nos hace conocer aquí la figura nobilísima é interesantísima de Doña Magdalena de Ulloa, el ángel bueno de Jeromín, que no deja de velar jamás sobre D. Juan de Austria, en medio de su azarosa existencia. Esta nota de ternura, que alcanza sus más subidos acentos en el día del encumbramiento y en el de la suprema crisis, se combina maravillosamente con las sombrías tintas de que rodean la vida de D. Juan, aquellos dos genios maléficos: Antonio Pérez y la hermosa y funestísima Tuerta; sombras que se ciernen sobre el héroe aun antes de amanecer en su oriente, y que acaban por abrumar su vida y hundirle en una noche prematura.
Sería nunca acabar querer poner de relieve las bellezas de este drama conmovedor. Acá y allá se encuentran esas pinceladas de soberana distinción, que son el sello de todas las obras del autor de Pequeñeces; pero en ninguno de sus libros (por lo menos en los que he leído) se halla esa elevación moral de los personajes, que en Jeromín le prestan los caracteres incomparables de aquella gran nación que fue España en nuestro gran siglo.
Se siente, en la lectura de Jeromín algo de lo que impresionaba á aquel soldado francés que, habiendo leído una traducción de la Iliada, decía: «He hallado un libro viejo, donde los hombres son un codo más alto que los que conozco.»
Como defecto se ha notado en Jeromín, la pobre figura que hace en él nuestro gran rey D. Felipe II; en lo cual, sin entrar en disquisiciones históricas, que no juzgamos aquí oportunas, hemos de decir que, en todo caso, la historia de D. Juan de Austria nunca será el punto de vista más favorable para contemplar la grandeza del Rey Prudente. Pero viniendo al punto concreto de la intervención que pudiera haber tenido D. Felipe en la trágica muerte de Escobedo, hemos de hacer observar, que el P. Coloma ha cuidado expresamente de poner á salvo la responsabilidad moral del monarca. Fue común en aquella época atribuir á los reyes absolutos la facultad de dictar una sentencia de muerte ó prisión (en casos de grave necesidad), sin seguir trámites legales ningunos; y, conformándose con esta operación (más ó menos plausible, pero apoyada en autoridades suficientes), pudo Felipe II sentenciar á muerte á Escobedo y encomendar á una persona de su confianza la ejecución del secreto fallo. Así supone el P. Coloma haberse hecho, como claramente lo verá quien con atención leyere la obra. Por consiguiente, cualquiera que sea el juicio que se forme acerca de la verdad histórica del hecho, nada podrá influir en la calificación moral de la intervención del Rey. Ahora bien, considerada la cuestión desde el punto de vista artístico, no se puede negar que, el papel que representa D. Felipe en este drama, tal como lo ha interpretado el P. Coloma, sirve grandemente para producir la emoción propia de la tragedia, la cual (como nota Aristóteles) no nace de la perversidad de bandidos como Antonio Pérez, sino de la culpa trágica; ó sea, de una falta semiconsciente de caracteres heroicos, como sin duda fueron D. Juan de Austria y D. Felipe el Prudente.
Terminemos expresando nuestro deseo de que el P. Coloma siga poniendo al alcance de los que no leen otras historias, y aun iluminando mejor con los resplandores del arte para los que las leemos, los grandes modelos que á manos llenas le ofrece nuestra edad de oro; de oro que venía entonces de América abarrotando nuestros galeones, y de otro de más subidos quilates, que avaloraba la vida moral de aquellos caracteres inmortales.
(R. Ruiz Amado en Examen de libros: Jeromín, Razón y Fe, 1907)
En Jeromín, Coloma se esfuerza por ahondar en la psicología del héroe; ya no se queda tan en lo descriptivo como en La Reina Mártir, y en la expresión procede con mayor libertad artística, reconstruyendo las escenas más directamente y haciendo mayor empleo del diálogo.
La Reina Mártir, es un encanto de belleza y sublimidad; pero Jeromín la sobrepuja por el arte y por la labor, y por las serenidades del juicio en asuntos tan disputados por la conciencia y las pasiones. Dicen que el P. Coloma la escribió poniendo en ella todos sus cinco sentidos; y yo me permito añadir que la escribió á la sombra de una sotana á que rinden las armas en son de honor los soldados de una gran Compañía, contra quien no se atreven á ladrar las jaurías del fanatismo. Si el P. Coloma no hubiera merecido y alcanzado ya la palma del escritor entre los mejores de su tiempo, la novela histórica Jeromín le abriría por si sola, de par en par, las puertas de dos Academias: la que corona el arte de la forma literaria más ideal y la que premia la investigación honda y serena y la exposición franca y sincera de la realidad en los senos más íntimos y recónditos de los arcanos de la Historia.
Porque no es menuda labor la de dar corrientemente en el clavo en asunto de tal magnitud, tan rodeado de escollos, de sirtes y precipicios, cubiertos todos por las nieblas del prejuicio,(de la pasión y de la ignorancia amontonados allí por los declamadores de oficio de las dos mentiras rivales, en los sucesos de aquel tiempo: la que todo lo condena en montón como obra infame del crimen perpetrado incesantemente por monstruos que sólo respiran el mal, y la que todo lo canoniza á bulto y sin excepción, como si fuesen ángeles y no hombres los que nos delata la historia como hijos al fin de Adán, aunque regenerados en Cristo y absueltos al fin por la Iglesia; pero, merced á esta penosa investigación y á este juicio elevado y sereno, sobre esta exposición concienzuda de pormenores pintorescos y de interesantes detalles se levanta como sobre un pavés, erguida como una aparición evocada por el doble conjuro de la ciencia y del arte, la gran figura del hijo de Carlos V, con una realidad tan verdadera y tan viva, que el vencedor de Lepanto, á semejanza de los héroes de la clásica antigüedad, que, divinizados como dioses en las alturas del Olimpo, abandonaban á veces sus cimas etéreas y luminosas para conversar en el suelo con los mortales, desciende á su vez del carro del triunfador flotante sobre las nubes por donde le conducen las Musas al son de himnos y de cánticos que glorifican sus hechos más valerosos, para bajar á la tierra y convivir con nosotros en los días serenos de la niñez, en los años inquietos de la adolescencia, en los intrépidos y valientes de la juventud, en los firmes y grandes de su noble virilidad, enseñándonos en su cabeza y en su pecho, á través de los cristales de su mente y de su corazón, de qué sangre se nutren los héroes, con qué luz se alumbran y se iluminan los genios, con qué creencias, verdades y sentimientos se forman los grandes Príncipes, llamados de una ú otra manera por Dios á sacrificar su vida por su Patria, haciéndola grande y feliz á costa de trabajos y sinsabores, como hizo el gran hermano de Felipe II, educado y formado á las más altas empresas y á las más gloriosas hazañas por las sencillas, pero sublimes virtudes de la religión; por la dama española y cristiana Doña Magdalena de Ulloa, ¡hasta el punto de no poder comprenderse en todo su intenso valer las grandezas viriles de D. Juan de Austria sin haber tenido á la vista las pequeñeces infantiles de Jeromín! De tal modo brillan al despuntar de la aurora en el alma la luz y el fuego celeste del creador, que, ó los tuerce la mala educación hasta apagarlos en las tinieblas; ó los alimenta y acrece la educación sólida y sana hasta encenderlos como un sol que alumbre y fecunde la Patria, que honre y glorifique á la humanidad, y que ilustre y ornamente la historia, como las alumbró, honró é ilustró el gran General de las escuadras cristianas cuando salvó á la Europa y al mundo del fatalismo religioso y del despotismo político; es decir: del más bárbaro cautiverio, en aquella inmortal jornada que señaló el gran Cervantes á la posteridad y á la Historia como la más alta ocasión que vieron y que verán los siglos.
Tal es á los ojos de todo el mundo el mérito de la novela histórica y pintoresca que lleva el título de Jeromín, y que, inaugurando un género particular entre la novela y la historia, despierta un gran interés en el lector y abre ancho campo á la verdad sincera definitiva y final, repujada y cincelada con esmero y vigor por los cinceles de oro de la ciencia y el arte.
(Alejandro Pidal Mon. Discurso leído en la Real Academia Española el día 6 de diciembre de 1908, con motivo de la recepción pública del Rvdo. P. Luis Coloma)