La Reina Mártir no es una novela histórica; es una biografía novelada, con mucho más de historia que de novela. En su composición, efecto de la norma seguida en Retratos de antaño, el rigor histórico domina sobre la libertad artística.
Coloma tiene el don de poetizar sus héroes, de comunicarles hondo y singular atractivo. No es posible leer esos libros sin sentirse poseído de un extraño amor hacia aquellos personajes, que el Padre Coloma retrata con intenso colorido, aunque sin herir los fueros de la verdad histórica. No cambia él la faz de los hechos; levanta el velo del pasado, lo estudia detenidamente y luego trata de evocarlo con la magia vigorosa de su fantasía. Hay que anotar, sin embargo, un lunar de consideración en esas obras del Padre Coloma: es el entusiasmo que embarga su espíritu, y que se trasluce en sus páginas, al ofrecer los objetos con proporciones crecidas. Hace ver las cosas con vidrio de aumento. Tales son los efectos de su imaginación. No se necesita torcer el curso de los acontecimientos que se narran para provocar en los lectores una visión falsa de la realidad: no se origina el error en este caso de ignorancia o conocimiento imperfecto del hecho: resulta él del punto de vista nada sereno en que se sitúe el historiador.
En La Reina Mártir, por ejemplo, el Padre Coloma, con todo su respeto a la verdad, y ateniéndose a documentos fidedignos, nos da una impresión distinta de la que en justicia corresponde a la infortunada reina de Escocia. Quien estudie con ánimo frío la vida de esa reina encontrará exagerado el marco que el Padre Coloma asigna a la fisonomía moral de la víctima de Isabel. Sufre uno también tantos desengaños con los héroes de la historia como con las personas vulgares que nos rodean a menudo. Cada día se descubren en aquéllos nuevos aspectos; de súbito, un historiador indiscreto aporta datos desconocidos antes, que truecan por entero o desfiguran notablemente los rasgos fisonómicos del personaje. Entonces, precisa confesarlo, si se ha encariñado uno con ellos, y el dato es desfavorable, se desvanecen las ilusiones y nos sentimos afectados de dolor. En el caso contrario, tal vez se verifique un cambio laudable en nuestro pensamiento, y nos acerquemos de este modo a la verdad completa. Eso ocurre a diario, y no ha sido menos diversamente interpretada María Estuardo. Su actuación como católica, su martirio horrendo, han contribuido poderosamente a que se idealice su figura, y se borren los contornos que pudieran lastimar el conjunto.
(Extraído del artículo El padre Coloma aparecido en la revista Cuba Contemporánea (n.64, 1920) firmado por Fernando de la Vega).
Hay que reconocer, en efecto, antes que nada, sobre la indiscutible amenidad y también el valor histórico de esta obra; porque si no es ella reveladora de tanta y tan escrupulosa erudición como algunas de sus hermanas, obra es al cabo de vulgarización histórico-pintoresca. Nadie suponga a Coloma, como un protestante inglés a quien yo traté, algo más de quimérico que de real en la pintura de la gran Reina, ni tanta ni tan apasionada libertad como en las geniales concepciones de Schil1er o de Shakespeare, ni siquiera algo parecido a nuestra caballeresca Hystoria de la doncella de Francia y de sus grandes hechos, sacados de la chronica Real por un caballero discreto, que es al cabo una crónica enteramente anovelada de Juana de Arco. Coloma se precia de historiador formal, muy ajeno al pirronismo histórico de un Filóstrato y demás sofistas griegos de la decadencia, que se gozaban en componer biografías fabulosas; muy otro que nuestro célebre Guevara, cronista del César, que tanto entendía de forjar personajes fabulosos y anécdotas de pura invención y de entretejer pocas verdades con muchas mentiras.
Sus fuentes católicas y sinceras son de lo más grave que puede pedir la crítica. Así que nadie podrá dudar de la exactitud de trazos en la figura y martirio de la Reina infortunada en esta leyenda, como ni de María Antonieta en Retratos de antaño. Verídica es la acción del Pontífice y sus legados, ciertos y probados los esfuerzos del gran Felipe por romper los lazos que le tendían la envidia y la traición, auténticas las perplejidades de la corte de Francia, los odios, celos y ambiciones de la impía Isabel y la perpetración y consumación del horrendo parricidio a la vista de Europa atónita y... fría. Y tan lejos están de rebajar un punto dicha veracidad y realismo los fueros del arte, que a él se debe y al exquisito sistema narrativo del P. Coloma, tan diestro en los resortes descriptivos, el que la ilusión de lo real aventaje a lo novelesco. Así resulta el gran drama: eligiendo y combinando esos elementos de realidad y reduciéndolo a un conjunto ideal, a una unidad superior en que se manifiesta la belleza de la vida, mediante la representación expresiva y real de sentimientos generales y humanos.
Verdad y arte, son también en La Reina Mártir instrumentos de más alto fin, el fin que persiguió su autor al escoger el tema, el fin que pregonan y desmenuzan las atinadas y sagaces insinuaciones intercaladas acá y allá por el texto, el fruto que dimana espontáneamente de la intensa y profundísima emoción que la obra produce: contrastar nuestras ideas falsas de la vida con la realidad elocuente. Aquí aprendemos de las vicisitudes de una corona y de un imperio, que Dios sólo es grande; aquí se nos disuade de infinidad de errores y de falsos prejuicios cada día más dominantes, acerca de la pobreza y de las riquezas, de la modestia y el fausto, de la frugalidad y el refinamiento, de casi todo lo que es objeto de la admiración o desprecio de los hombres... Aquí vemos, es verdad, durante la jornada terrestre, orgullosa y triunfante a la repulsiva Isabel y a su herética Iglesia... Mas, como
No es buen juzgador quien juzga
Sin notar todo el proceso,
aquí aprendemos también que si los días del impío son largos, su muerte es cierta y viene veloz y escondida, consecuencia de «examinar la última página del proceso de Isabel, y de comparar vida con vida, muerte con muerte, y, a lo que puede colegirse, destino eterno con destino eterno».
(Constancio Eguía Ruiz en El P. Luis Coloma y su vocación literaria, Razón y Fe, 1915)