En el mes de septiembre de 1868 estalló una revolución y prevalecieron las ideas democráticas. No se pensó de pronto en levantar un trono, sino en reconocer y afirmar las libertades del pueblo. Aún las Cortes llamadas á constituir de nuevo el país, si bien se decidieron por la monarquía, tardaron en realizarla. Se nombró rey el día 16 de noviembre de 1870, dos años después del alzamiento, cuando había tenido sobra de tiempo para crecer y fortalecerse el partido republicano, que á la sazón era ya entre los liberales el más numeroso y el de más empuje. [...] A falta de otro mejor se detuvo al fin el Gobierno en Amadeo de Saboya, duque de Aosta, que, elegido Rey por las Cortes, subió al trono el día 2 de enero de 1871, después de haber jurado guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes.
Amadeo de Saboya era joven, si de algún corazón, de corto entendimiento. Desconocía de España la historia, la lengua, las instituciones, las costumbres, los partidos, los hombres; y no podía por sus talentos suplir tan grave falta. Era de no muy fino carácter. No tenía grandes vicios, pero tampoco grandes virtudes: poco moderado en sus apetitos, era aún menos cauto en satisfacerlos. Una cualidad buena manifestó, y fue la de no ser ni parecer ambicioso. Mostró escaso afán por conservar su puesto: dijo desde un principio que no se impondría á la nación por la fuerza, y lo cumplió, prefiriendo perder la corona á quebrantar sus juramentos. Esta lealtad puede asegurarse que fue su principal virtud y la única norma de su conducta.
No eran dotes éstas para regir á un pueblo tan agitado como el nuestro. El día de su elección, había tenido Amadeo en pro sólo 191 votos; en contra 120. No le querían ni los republicanos ni los carlistas, que eran los dos grandes partidos de España, ni los antiguos conservadores [los moderados], que estaban por D. Alfonso. Recibíanle de mal grado los unionistas, que habían puesto en el duque de Montpensier su esperanza, y algunos progresistas que deseaban ceñir la diadema de los reyes á las sienes de Espartero. No le acogía con entusiasmo nadie; y era evidente que solo un príncipe de grandes prendas habría podido hacer frente á tantos enemigos, y venciendo en éstos la indiferencia, en aquéllos la prevención, en los de más allá el amor y viejas instituciones, reunir en torno suyo y como en un haz á cuantos estuviesen por la libertad y el trono.
Aun así la tarea habría sido difícil. Surgían de la misma Constitución del Estado graves obstáculos. Los crea en todo tiempo la contradicción, y la contradicción era allí manifiesta. Se consignaba por una parte la soberanía de la nación, se establecía por otra la monarquía hereditaria, y se concluía diciendo que por un simple acuerdo de las Cortes cabía reformar la ley fundamental en todos sus artículos, sin exceptuar los relativos á la forma de gobierno. Ni es soberana la nación que vincula en una familia la primera y la más importante magistratura del Estado; ni hereditaria, ni siquiera vitalicia, la monarquía en que una Asamblea puede alterar y aun derogar la ley que le dio vida. ¿Qué fundador de dinastía ha de poder gobernar tranquilo, sobre todo en los comienzos de su reinado, teniendo pendiente esta espada sobre su cabeza? [...]
Un monarca inteligente que sepa hacerse superior á los partidos, puede, sin grande esfuerzo, seguir los cambios de la opinión con los de sus consejeros; y en los casos en que verdaderamente peligren la libertad y el orden, tomar, aunque sea en menoscabo del derecho de algunos ciudadanos y sin el beneplácito del Parlamento, las medidas que la necesidad exija: que ante la necesidad enmudeció siempre la justicia y pudieron muy poco las pasiones. El mal para la monarquía estaba en que no era Amadeo hombre de gran temple.
Amadeo, al venir á España, quiso ganar los ánimos por el valor y la modestia. Entró en Madrid á caballo, fría la atmósfera, cubiertas de nieve las calles, caliente aún la sangre del General Prim, á quien se había asesinado días antes por su causa. Iba á la cabeza de su Estado Mayor con serena calma, mostrando en el pueblo una confianza que tal vez no abrigase. Rechazó desde luego la vana pompa de los antiguos reyes. Ocupó en Palacio un reducido número de aposentos, vivió sin ostentación, recibió sin ceremonia, salió unos días á caballo, otros en humildes coches, los más solo, y siempre sin escolta.
Prodigábase, tal vez más de lo que convenía, por el deseo de ostentar costumbres democráticas. No se lo agradecía la muchedumbre, por más que no dejase de verlo con alguna complacencia. La aristocracia lo volvía en menosprecio del joven príncipe. Las clases medias no sabían si censurarlo o aplaudirlo. Tanto distaban estos sencillos hábitos de la idea que aquí se tenía formada de la monarquía y los monarcas. Los que habían recibido sin prevención la nueva dinastía esperaban principalmente de Amadeo actos que revelasen prendas de gobierno. Habrían querido verle poniendo desde luego la mano en nuestra viciosa y corrompida administración o en nuestra desquiciada Hacienda. Deseaban que, por lo menos, estimulase el comercio, la industria, la instrucción, alguna de las fuentes de la vida pública. Amadeo no supo hacerlo ni sacrificar á tan noble objeto parte de su dotación ni de sus rentas, y fue de día en día perdiendo.
Nombró Presidente del Consejo de Ministros al General Serrano, y convocó para el día 3 de Abril las primeras Cortes. En tanto que éstas se reunían, apenas hizo más que repartir mercedes al ejército, crear para el servicio de su persona un cuarto militar y una lucida guardia, y exigir juramento de fidelidad á toda la gente de armas. Deseaba ser el verdadero jefe de las fuerzas de mar y tierra; y sobre no conseguirlo por lo insuficiente de los medios, sembró en unos la desconfianza y en otros el disgusto. Negáronse á jurarle algunos, con lo que, al descontento, se añadió el escándalo. Mas éstos no eran sino leves tropiezos. El gran peligro estaba en la significación que daban á las próximas elecciones los republicanos. Habían puesto en duda la facultad de las Cortes Constituyentes para elegir monarca, y pretendían ahora que los comicios, aunque de un modo indirecto, iban á confirmar ó revocar la elección de Amadeo. Terminaron por creerlo así cuantos no estaban por la nueva dinastía; y la lucha fue verdaderamente entre dinásticos y antidinásticos. No había aún coalición formal entre las oposiciones [carlistas y republicanos]; mas por la manera como se había presentado el asunto, la que no se sentía con fuerzas para vencer en un distrito, se inclinaba á votar al candidato de otra, aunque las separasen abismos. Hecho gravísimo, que no sin razón alarmó al Gobierno y le arrancó, poco antes de abrirse las urnas, la tan arrogante como impolítica frase de que no se dejaría sustituir por la anarquía. Acudió el Gobierno para vencer, sobre todo, en los campos, á toda clase de coacciones, extremando las ya conocidas é inventándolas de tal índole, que hasta á los hombres de corazón más frío encendieron en ira. No por esto pudo impedir que fuesen poderosas en las Cortes las minorías antidinásticas, ni que, movidas por la misma idea que dirigió los comicios, pensasen desde un principio, más que en dictar leyes, en acabar con Amadeo.
Para establecer en España un trono con esperanzas de consolidarlo, habría debido venir Amadeo, ó después de una República turbulenta ó cuando, naciente aún el partido federal era débil y contribuían á enflaquecerlo hombres importantes de la democracia que transigieron con la Monarquía. Vino á deshora, y no pudo con los obstáculos que encontró en el camino.
Para mayor desgracia suya, ¡halló Amadeo tan escaso apoyo en sus mismos partidarios! Muerto Prim, se disputaron la jefatura del partido radical los Sres. Zorrilla y Sagasta, y pasaron, sin sentirlo, de rivales á enemigos. Los separaban al nacer la lucha diferencias políticas tan sutiles, que apenas las distinguían ni aun los hombres del Parlamento. Se fueron agrandando y la animosidad creciendo hasta convertirse en duelo á muerte. Llevados por el ardor de la pelea, no vacilaron, según se ha visto, los dos contendientes en recurrir á extrañas fuerzas: suscitaron al nuevo Rey dificultades que habrían bastado á derribarle, aun no habiendo existido algunas de las que antes expuse.
Fue principalmente esta lucha la que hizo inestables las Cortes, inestables los Gobiernos, inestable la Monarquía, estéril el reinado. Sin ella Amadeo habría dejado en el país más ó menos profundas huellas; con ella no dejó ninguna. No se hizo entonces reforma de importancia, con ser tantas las que uno de los dos rivales se proponía llevar á cabo. Se dictó sólo leyes por las que se llamaba miles de hombres á las armas, ó se suspendía el pago de los intereses de la deuda, ó se decretaba empréstitos, ó se consentía operaciones ruinosas para el Tesoro, ó se agravaba los tributos aparentando disminuirlos.
Se propuso en los días de Amadeo la emancipación de los esclavos de Puerto Rico; pero no se la votó sino después de proclamada la República. El reinado se pasó todo en la guerra de los dos ilustres progresistas, que, para sostenerla, no vacilaban en recurrir á toda clase de medios.
D. Manuel Ruiz Zorrilla, á juzgar por su folleto A mis amigos y adversarios, no se explica todavía la dimisión de Amadeo. La cuestión de Artillería no fue real y verdaderamente sino el motivo ocasional de la renuncia; la causa verdadera estuvo en que en aquel engañado Príncipe se encontró prisionero de los radicales y no vio medio de romper sus ataduras sin desatar los vientos revolucionarios. Tal vez llegase á conocer los trabajos de Rivero; conociéndolos ó no, hubo de comprender, como Dª María Cristina en 1840, que llevaba por cetro una caña, y no podía, según dijo en su Mensaje á las Cortes, ni dominar el contradictorio clamor de los partidos ni hallar remedio á los males que nos afligían.
La caída de Amadeo produjo escasa impresión en los que hasta entonces le habían defendido. Algunos, al otro día, eran Ministros de la República. El que le guardó más tiempo en su memoria y su corazón fue sin duda el Sr. Ruiz Zorrilla. ¿Merecía Amadeo este olvido? Consideradas las cosas en conjunto, es más digno de lástima que de censura. Nada hizo; pero nada le dejaron hacer sus mismos hombres.
INDICE:
I.-Carácter de la revolución de setiembre. Restablecimiento de la Monarquía. Dificultades con que hubo de luchar D. Amadeo.
II-Conducta del Rey. Las primeras Cortes. Gabinete de los Sres. Zorrilla, Malcampo y Sagasta. Divisi6n del partido progresista. Suspensión y disolución de las dos Cámaras.
III.-Cambio de Ministerio. Coalición de los radicales con los partidos antidinásticos. Elecciones. Levantamiento de los carlistas. Las segundas Cortes. Trasferencia de dos millones de reales. Caída del Sr. Sagasta. Nombramiento del General Serrano. Convenio de Amorevieta. Caída del Sr. Serrano. Nuevo Ministerio del Sr. Zorrilla. Disolución de las Cortes.
IV.-Dificultades del nuevo Ministerio. Circulares del Sr. Ruiz Zorrilla. Atentado contra los Reyes. Viaje de Amadeo. Las terceras Cortes. L1amamiento de 40.000 hombres á las armas. Creación del Banco Hipotecario. Alzamiento del Ferrol. Acusación del Sr. Sagasta. Cuestión de los artilleros. Movimiento con motivo de la declaración de soldados. Sucesos del 11 de diciembre en Madrid. Cuestión de la esclavitud en Puerto Rico.
V.-Situación de Amadeo. Nueva cuestión de los artilleros. Solución que se le da. Abdicación del Rey.
VI.-Conclusión.