Francisco José de Orellana (1820-1891), había comenzado su carrera con un libro de poesías: Lágrimas del Corazón. (1848). Pero rápidamente se especializó en folletines históricos en la línea de Manuel Fernández y González, con títulos como Gontrán el bastardo o el Pastor de las Navas (1853), Isabel Primera (1854), El conde de España o la Inquisición militar (1856), Luz del Alba o El hombre de cuatro siglos (1857), Quevedo (1857) o Cristóbal Colón (1858). De 1871 es Historia del General Prim de contenido político y tendencia progresista.
Una de sus novelas de más éxito fue La reina loca de amor (1854), publicada tan sólo un año antes del estreno de Locura de amor, el drama de Manuel Tamayo y Baus.
“Orellana nació en Albuñol, en plena Alpujarra —escribe Federico Rahola en su discurso necrológico sobre el autor—, el 6 de Agosto de 1820. Debió ejercer primordial y marcado influjo en el espíritu de Orellana, el periodo transcurrido desde el año 35 al 40, que corresponde al de sus 15 a 20 años, edad en que el entendimiento y el corazón reciben las más duraderas e indelebles impresiones.
Por aquel entonces, hacía el romanticismo estragos en todas partes. Wherter y René eran los tipos ideales a que aspiraban a acercarse todos; los Bandidos de Shiller y el D. Alvaro representaban el espíritu indómito que bullía en todas las inteligencias y agitaba todos los corazones. Era la época de Víctor Hugo, de Chateaubriand, de Lamartine.
Orellana, que estudiaba en Granada jurisprudencia y humanidades, tenía a su lado a Fernández y González, a Alarcón, a Valera, pléyade de jóvenes destinados a gran renombre, todos imbuidos en las nuevas ideas. ¿Cómo librarse del contagio?”.
La aparente locura de la Reina Juana vino a ser asunto tratado una y otra vez por los novelistas románticos, divulgado por sus herederos los folletinistas, y aún llegado al teatro europeo y cine de nuestros días. La razón de la permanencia del tema está en las pasiones humanas que encierra: los celos. La pasión de la reina, y la vigilancia que hizo a su esposo crecieron ante su negativa a aceptar la muerte del ser querido.
“En diciembre de 1506 —apunta Jiménez Losantos en uno de sus artículos de Los Nuestros—una mujer embarazada de ocho meses anda de noche, a pie, por los campos de Castilla. Va detrás de un cortejo silencioso que a la luz de las antorchas porta un ataúd. En él van los restos de su joven marido, muerto tres meses antes. La mujer lleva al cuello, colgada de una cinta negra, la llave del féretro. El cortejo no para en las ciudades, ni en los pueblos, ni en las posadas, ni en los conventos de monjas, ni en ningún lugar donde pueda encontrarse una joven. A la viuda la acompañan hombres armados y con antorchas, algún fraile y mujeres mayores. Ella lleva el rostro cubierto por un velo, pero todos saben que esa mujer que se esocnde tras un velo negro es la más rica y poderosa del mundo. Es doña Juana I de Castilla que, huyendo de la peste declarada en Burgos, lleva a su marido don Felipe I a enterrar a Granada, junto a la reina Isabel la Católica”.