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Ganivet - HOMBRES DEL NORTE

Una explicación debo a los lectores de las Cartas finlandesas —escribe Ganivet—, cuya serie quedó interrumpida en el examen del Kalevala. Para completarla, había pensado dedicar algunas más al estudio de la literatura y artes contemporáneas; pero, estando muy ligado el movimiento intelectual de Finlandia al de Suecia y en general al de todos los países escandinavos, me ha parecido preferible tratar esta materia en algunos de estos esbozos críticos que iré describiendo como y cuando buenamente pueda. Y, ya puesto a dar explicaciones al lector, indicaré que con estos artículos sobre los Hombres del Norte no pretendo introducir ninguna influencia nueva en las artes españolas. Mi idea es vulgarizar entre mis paisanos lo poco que sé de estos países y particularmente de su literatura.

Hombres del Norte son un conjunto de seis ensayos dedicados a diferentes figuras de la literatura noruega (Jonas Lie, Bjornsterne Bjornson, Henrik Ibsen, Arne Garborg, Knut Hamsun y Wilhelm Krag), que por lo que tienen de captación del espíritu nacional, llamaron la atención del diplomático granadino.

Jonas Lie se le antoja el "Pereda noruego" por el "vigor" con que se atienen sus obras al suelo patrio, aunque también por su cortedad de vuelos: Lie es un autor nacional que en Noruega ha ejercido y ejerce mayor influencia quizá que Ibsen y Björnson, pero que por su falta de tendencias doctrinales, por su desdén hacia las ruidosas innovaciones artísticas, carece de relieve para atraer la atención del público europeo, más pagado del brillo de la novedad que del positivo mérito. Lie es el Pereda noruego, y sus obras, a causa del mismo vigor con que están adheridas al suelo del país por el que han sido inspiradas y para el que han sido escritas, se despegan de él difícilmente y no pueden remontar muy alto vuelo. Hay, sin embargo, una diferencia entre Pereda y Lie: este, ya que no disfrute de gran nombre literario en Europa, es leído, comprendido y admirado en todos los países escandinavos; en tanto que Pereda es considerado poco más que como un novelista regional en nuestra nación.
La mayor parte de las novelas de Lie son series de cuadros con unidad novelesca, en las que se describe la vida noruega observada desde diversos puntos de vista. Thomas Ross, Adam Schrader, Ruttland, Maissa Jons, Lodsen og lians hustru (Lodsen y su mujer), Onde magter (Fuerzas maléficas), Livsslaven (Esclavo de la vida), no son más que cuadros de la vida en los que va desfilando toda la sociedad noruega, desde las clases llamadas directoras, hasta el proletariado.
Jonas Lie es el tipo de esos literatos ejemplares que, sin pretensiones de renovar ni el arte ni las ideas, aceptan una forma que se ajuste a un modo de ver personal, y se aplican a dar cuerpo a la sociedad en que viven. Si alguna vez se aparta de su época, no es para profetizar ni para adelantarse a los acontecimientos: es para dar algunos pasos ateos y lamentarse de las cosas buenas que se fueron. Examinando uno a uno sus libros, ninguno nos hará pensar que su autor es un genio extraordinario; pero vista la obra en conjunto, hay en ella materiales para conocer plenamente la vida noruega durante un siglo, y quien tal hace tiene derecho a que se le considere como una figura literaria de primer orden y méritos para ocupar en el porvenir un puesto más alto que el que ocupan muchos meteoros del arte que en Noruega, y en otros países que no son Noruega, deslumbran durante algún tiempo con el brillo de una originalidad enfermiza, y desaparecen luego dejando tras de sí una obra oscura e inútil.

Bjornson, más una creación nacional que un creador, ha descubierto, a juicio de Ganivet, el carácter de Noruega. Encierra en su compleja personalidad literaria "todo lo bueno y todo lo malo de su país": Como político y como escritor, Björnson es un romántico, y si con alguien se le puede comparar es con Víctor Hugo, aunque el noruego es un Víctor Hugo de segundo orden. La idea principal de Björnson fue constantemente convertir a su país en un factor importante de la cultura europea; de aquí sus trabajos múltiples, encaminados a crear en su país una cultura a la moderna. Desde sus comienzos aparece Björnson con este carácter, cultivando simultáneamente la novela, la poesía lírica y los diversos géneros dramáticos, y dando casi siempre más importancia que a las obras a la misión social que él les asigna.
No es fácil dar a conocer en un artículo a una personalidad tan compleja y a ratos abigarrada como la de Björnson, el cual es como un compendio de todo lo bueno y de todo lo malo de su país. Así como Ibsen ha sido impuesto a Noruega por Europa, Björnson es una creación nacional; para mayor fortuna, habiendo nacido en el país de los osos, su fortaleza es la de un oso, y se llama oso por dos veces, pues el nombre Björnstjerne Björnson significa «Constelación de la osa mayor, Hijo del oso». En otro país hubieran dicho que un hombre que así se llamara estaba destinado a hacer el oso durante toda su vida, pero en Noruega son más serios, y ven en el nombre un simbolismo, la marca territorial de este innovador multiforme. Por esto Björnson no habla casi nunca en nombre propio; habla en representación del pueblo noruego, sin el cual se quedaría como un pez fuera del agua. «Yo quiero -ha dicho- vivir siempre en Noruega, aporrear y ser aporreado en Noruega, cantar en Noruega y morir en Noruega».

Dentro de la corriente decadentista, censurada por Ganivet en vista de su cosmopolitismo falso, le parece Knut Hamsun en "evolución constante", un "hombre de ideas frescas". No obstante, aunque aprueba el antipositivismo del decadentismo, tacha de afeminada, antiheroica, su incapacidad de lucha por nuevos ideales: Aún viven los hombres del renacimiento noruego Ibsen, Lie, Björnson, Kielland y otros astros menores, y la tendencia dominante es, sin embargo, la decadentista. Lo lógico hubiera sido dejar que se agotara el período noruego; callarse durante unos cuantos años y esperar un renuevo genuinamente nacional; mas si en el Norte la germinación de las propias ideas es lenta, la actividad exterior es muy viva. El cosmopolitismo es tan radical que quiere acapararlo todo, sin distinguir lo bueno de lo malo, ni si lo malo o bueno concuerda o no concuerda con el carácter del país.
Hamsun es el más fecundo y original entre los escritores nuevos. No es posible determinar bien cuál será la personalidad definitiva de un escritor que, como Hamsun, está en evolución constante y escribe al año una o dos obras. También en el teatro ha hecho asomadas y su último libro Aftenröde está escrito en forma dramática. Un crítico amigo de Hamsun, Christiensen, le ha definido diciendo que es un escritor que posee admirablemente el arte de la conversación y que quiere ser poeta. Mas, a pesar de que su talento psicológico es poco profundo y sus ideas muy volubles, tiene una cualidad de gran valor, la que le ha granjeado el título de Dostoiewski noruego, la de conocer la miseria humana. Hamsun ha sido marino, obrero, emigrante y cowboy en los Estados Unidos y, en suma, se ha ido formando él solo, a fuerza de rodar por el mundo y es quizá, por la misma independencia de su cultura estética, el escritor joven de quien puede esperar más su país.
En lo tocante a su significación, como uno de los cabezas del decadentismo, ya he dicho que no hallo esta tendencia bien encaminada. Hay en el decadentismo un lado bueno, el de ser una protesta contra el positivismo dominante; pero esta protesta hay dos modos de formularla; quejándose como mujeres, que es lo que hacen los decadentistas, o luchando como hombres para afirmar nuevos ideales. El decadentismo es cansancio, es duda, es tristeza, y lo que hace falta es fuerza, resolución y fe en algo, aunque sea en nuestro instinto; que, cuando nos impulsa, a alguna parte nos llevará.

En Noruega el decadentismo ha suscitado una reacción religiosa en las obras de Arne Garborg, con un espíritu muy afín al de Ganivet, que cree descubrir en él una crítica profunda de toda la cultura moderna, expresada en novelas de ideas y en poesía alegórica.
Localista, Ganivet aplaude a Garborg por haber hecho una lengua literaria de su "lengua natural", el dialecto noruego del maal: Arne Garborg representa en Noruega la reacción religiosa que ha sucedido a la decadencia o decadentismo, provocado por las exageraciones de la escuela naturalista ; y su significación no es aislada, puramente personal, puesto que en todas las literaturas se registra el mismo fenómeno, bien que con caracteres diferentes. El tolstoysmo en Rusia es esta misma reacción, que ha buscado su asiento en el cristianismo primitivo, transformándose en socialismo o comunismo evangélico. En Francia son muchos los novelistas que, por convicción o dilletantismo, vuelven los ojos a la religión, entre otros Rod, Huyssman y Bourget (este, principalmente, a partir de su Cosmopolis). En Dinamarca no ha mucho que el jefe de los decadentes o neorrománticos, Jörgensen, se convirtió al catolicismo, publicando, inspirado por sus nuevas creencias, libros tan notables como Beuron (descripción de este convento de benedictinos) y Den yderste Dag (El día del Juicio). En Noruega todas estas fases están personificadas en Garborg, de quien ha dicho Björnson que es un hombre cuyas creencias han viajado con billete circular. Comenzó por pietista; creyente fanático, se declaró más tarde librepensador, cayó luego en el escepticismo; regresó contento al hogar cristiano y aun anduvo cerca de la religión dogmática; y, últimamente, ha defendido las excelencias del tolstoysmo.
Pero lo interesante no son las metamorfosis religiosas de Garborg, sino que cada una de ellas ha dado pie para alguna obra de importancia.
La novela moderna exige, ante todo, la verdad artística, y la verdad exige que se haga hablar a los personajes en la lengua en que hablan realmente. Habrá, sin duda, un interés político en que disminuya el número de las lenguas, las cuales son la causa constante de antagonismos y dificultad grave para donde se hablan diversas lenguas o dialectos. Y tanto es así, que no hay nación donde no exista una «cuestión de lenguas», forma embozada en que salen a la luz divergencias más profundas. Pero si políticamente están los hombres interesados en servirse de un solo idioma, ya que no en todo el mundo, en grandes demarcaciones, artísticamente tienen un interés no menor en hablar en su lengua natural.
Quien quiera que conozca los malos ratos que se pasan para expresar una idea miserable en la lengua que más a fondo se domina, no ha de ser tan desalmado que critique a quien escribe en el idioma o dialecto en que piensa, so pretexto de que no es lengua regular u oficial. Allí donde haya una docena de hombres que se expresen naturalmente en una forma de lenguaje, allí hay un verdadero idioma y si uno de esos hombres es artista debe escribir en este idioma suyo y no en ningún otro; que el arte tiene sus fueros y ha de buscar la mayor perfección posible, sin tener en cuenta consideraciones ajenas a su misión. Por esto, aunque la tentativa de Garborg ha dado lugar a vivas controversias, su triunfo es ya indiscutible, porque un hombre resuelto que tiene de su parte la razón, se impone siempre. Garborg ha tenido imitadores y hoy cuenta ya una literatura en «nuevo noruego» o maal, periódicos e imprentas y aun cátedra para la enseñanza científica del dialecto. De esta suerte, si como hombre de ideas puede imputársele a Garborg la introducción de algunas tendencias exóticas en la literatura noruega, como escritor tiene el mérito de haber creado una lengua literaria y de haber dado con ella un carácter más nacional al renacimiento iniciado por sus predecesores.

Asimismo, elogia a Wilhelm Krag como "versificador que va camino de ser un gran poeta". El versificador asombra con sus sonoridades externas, pero llega a cansar, lo mismo que el poeta que apenas interesa al principio para seducir al lector después. Krag hace una poesía decadentista para Ganivet "templada y casi inofensiva", capaz de expresar un estado espiritual con musicalidad rimada: Se sabrá quién es Krag en cuanto anuncie que es un gran versificador que va camino de ser un gran poeta y que es ya el mayor entre los noruegos. Era casi una criatura en 1891 cuando publicó en el periódico Samtiden un poema breve titulado Fandango, que de golpe y porrazo le dio la fama de que goza y que continúa siendo su obra maestra. Krag fue en Noruega lo que Salvador Rueda en España; sólo que Krag ha cumplido casi todo lo que prometía. Yo no conozco en lengua noruega nada tan perfecto como Fandango. Las poesías de Björnson son más fuertes y sanas; las de Bortker, en las que hay mucho de Heine, son más delicadas, y las de Vogt revelan más independencia de temperamento; en ninguno de estos poetas anteriores a Krag había hecho asomadas el decadentismo, que con él se inicia aunque en forma templada y así inofensiva, por ser Krag refractario a los refinamientos sensualistas que dan tono a la secta; pero Krag les supera a todos por la maestría suma con que expresa su «estado de espíritu» en rimas musicales.

Pero de todos ellos descuella su opinión de Henrik Ibsen, "personificación" de la literatura noruega. Sin tocar su kierkegaardismo, Ganivet le compara con Nietzsche por su defensa acalorada del individuo frente a la sociedad. Pero lejos de ensalzar su pasión por el heroísmo, le critica por la inmoderación de su individualismo, que le lleva a "las mayores exageraciones autoritarias". Ganivet divide a sus figuras masculinas en dos tipos, los "imbéciles", que acentúan por contraste la superioridad de los personajes femeninos, y los solitarios luchadores con la sociedad: Siendo el tipo favorito de Ibsen el hombre justo y fuerte que lucha contra la sociedad, ha tenido que presentar al lado de Rosmer y de Stockmann las desviaciones del tipo: Borkmann, que, llevado de su excesiva ambición, se hunde sin conseguir su intento, mientras su hijo Erhart, en quien cifraba su orgullo, se divierte alegremente con la señora Wilson. El egoísmo del hijo sobrepuja al del padre. En Lille Eyolf, el niño Eyolf muere ahogado, y su muerte es como un castigo del proceder egoísta de sus padres. Hay, por último, en esta serie de personalidades que aspiran a saltar por encima de la moral, de la ley o de la voluntad social, una muy interesante: la protagonista de Hedda Gabler, la obra maestra de Ibsen, a mi juicio. Hedda Gabler es lo que llamaba el novelista alemán Spielhagen una «naturaleza problemática», un problema sin solución, o sea una mujer que carece de condiciones para adaptarse al medio social; no es tan vulgar que se acomode a la vida rutinaria, ni su espíritu es tan elevado que se sobreponga a las rutinas; no es tan buena que se conforme con vivir modesta y honradamente, ni se atreve a ser mala por miedo al qué dirán: el autor la coloca entre un hombre de extraordinario mérito, Ejlert Loevborg, a quien Hedda no es capaz de comprender, y un pedantesco profesor, Joergen Tesman, con quien se casa sin estimarle. Y entre los rasgos contradictorios de figura tan anómala, el que la embellece y la hace simpática es el amor a lo bello, el amor a una muerte bella. Se dirá que su falta de condiciones para la existencia se traduce en la idea singular de suicidarse en una reunión de familia, después de tocar un vals en el piano.
Como Mariana es, en mi sentir, la mejor obra de Echegaray y más duradera, Hedda Gabler es la mejor obra de Ibsen. Porque en el teatro lo bueno y lo que dura es lo psicológico. Las cuestiones sociales pasan, y las que hoy nos enardecen, mañana nos hacen bostezar. Y en el teatro de Ibsen, aparte otros defectos menores, como la afectación y cierta fraseología bíblica, que a ratos deslucen la naturalidad del diálogo, el punto flaco es la importancia excesiva que se da a los «problemas sociales». Sobre esto, y con referencia a Dumas, ha escrito el crítico inglés Archer una frase muy gráfica, que ahora recuerdo y cito para terminar: «Las obras que se proponen corregir abusos o reformar instituciones sociales pierden su virtud tanto más pronto cuanto más inmediato es el efecto que producen. Si no tienen otro principio de vitalidad más vigoroso, se hunden bien pronto en el olvido, como balas de cañón que mueren en la misma brecha que abrieron».


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Henrik Ibsen-CUANDO RESUCITEMOS

En su última obra Cuando resucitemos (1899), Ibsen describió la vida de un artista que en muchas cosas podría parecerse a su propia línea de vida.
El escultor Arnoldo Rubek se ha servido de una joven y encantadora modelo para su estatua La Resurrección de la carne. La mujer ha dado al artista la belleza impecable de su cuerpo y el fuego de su alma. Durante mucho tiempo, mientras hacían la estatua, el escultor y la modelo han vivido juntos dulcemente. El artista sólo ha querido ver en la mujer las líneas armoniosas. El temor de ahogar sus inspiraciones oprimiendo á Irene entre sus brazos, ha vencido su ardor masculino.
Mientras Irene adora con pasión al hombre en el artista, éste se resiste á contemplar en su modelo á la mujer. Cuando la estatua queda terminada, hecha con el cuerpo y con el alma de Irene, ésta espera ser atendida; pero el escultor, enamorado de su obra, no la comprende. La mujer, dolorida, sin confesar su amor, huye para no volver y vaga por el mundo como «una muerta viva». El escultor consigue la fortuna y la gloria que buscaba, pero tampoco es feliz; sus nuevos trabajos, que le agotan y le consumen, no le satisfacen como su Resurrección; desengañado, sólo hace bustos que no requieren geniales inspiraciones. Todo el mundo le admira, y su trabajo le permite vivir con lujo, pero no es feliz; su genio ha muerto para la creación de obras maestras.
Por hacer algo, se casa con una joven alegre, bonita, graciosa, pero que no comprende su arte y le admite sólo porque le ha visto agasajado y poderoso. El tampoco siente pasión por ella. En cinco años de matrimonio, sus corazones, tan distintos, no se penetran. La prosa de Maia no pudo inspirar al artista ni una voluptuosidad, ni una emoción de las que le ofrecería la criatura inspiradora de sus ensueños; ella tampoco siente nada, porque sus nervios no vibran con los delirios de las almas...
Rubek comprende que su vida se ha malogrado, que tiene ya cincuenta años y no vivió aún; se aburre, le falta la compañía de un espíritu sutil; como se aburre Maia porque nadie responde á las alegres vibraciones de su naturaleza. Rubek deja volar su pensamiento hacia Irene, y ella desea conocer algo nuevo: el hombre sencillo que la oprima brutalmente. Irene aparece como la sombra de un ensueño que se acaba: «Nuestra dicha no puede resucitar», dice la modelo.
Todo se borró; ni la estatua existe, porque, á fuerza de retocarla con afán de hacerla perfecta, el escultor fue destruyendo sus encantos.
Rubek, obstinado, intenta rehacer su vida con el amor de Irene. Sube con ella, entre las luces rojizas del crepúsculo, á la cumbre solitaria donde hallará el reposo que su espíritu necesita. Y en el valle resuena una voz alegre y libre, la voz de Maia, que halló en un cazador de osos, el hombre que su naturaleza reclamaba: «Soy libre, libre, libre; ya no vivo en una cárcel; soy libre como el pájaro, soy libre».
Y este grito de salvaje libertad llega vibrante á las alturas donde Rubek é Irene, dos almas marchitas y muertas, quieren resucitar su pasado.
De pronto, el huracán ruge furiosamente; el cazador y Maia buscan un refugio que los abrigue; los otros no atienden á sus voces, y suben, suben más, tranquilamente. Irene le dice que al hallar destruida la estatua, la obra de los dos, pensó matarle, y no lo hizo al verle ya muerto. Su genio había muerto: el genio del artista sublime: «Somos dos cadáveres.»
El viento los arrastra como dos hojas secas; los precipita, los hunde para siempre... Y en el valle resuena la voz de Maia: «Libre, libre; soy libre como el pájaro». La vida canta un himno triunfal sobre la tierra, y el viento arrastra los delirios en las alturas.
Publicado en La Revista Blanca, enero de 1901

En toda obra hay una confesión. Y a veces reproches al propio pasado. Al despertar de nuestra muerte (Cuando resucitemos), por presentarnos como primer personaje a un artista, Ibsen reveló con más transparencia esas confesiones y autorreproches.
Pero no hay que exagerar. El drama no es diario íntimo, es representación de un mundo de objetos, de almas-objetos. Rubek, el escultor, concibió plásticamente “el Día de la Resurrección”. Se sirvió como modelo, en toda su deslumbrante desnudez, de una joven virgen, sumisa y enamorada. Pero de esa palpitante vida de mujer que se le ofrecía él sólo tomó los efectos de la luz al romperse en las curvas de la piel y el brillo que desde los ojos se asomaban ansiosos. Y surgió así la estatua, como un hijo que al nacer le desgarrara el alma a la madre y la matara. Irene quedó vacía; y como una sombra desapareció y buscó su camino en las tinieblas. Rubek, a solas con su vocación, quiso vivir y se unió a otra mujer, joven, sana y despreocupada, que le dio placer, no inspiración. Ya no pudo crear. Necesitaba a Irene, que había sido, más que modelo, la fuente misma de su creación. E Irene, necesitaba de él, que la dejó sin alma. Al encontrarse, son como dos muertos que se hubiesen despertado el día de la resurrección. Y en la ultratumba se reprochan sus tristes fracasos. “No eras más que artista, nada más que artista. No eras hombre”, le dice ella. Y él: “No debías ser mancillada ni con el pensamiento... En aquel tiempo eras joven, Irene. Fue una idea supersticiosa para mí la de que el menor deseo sensual que experimentara profanaría mi alma y le impediría alcanzar el ideal soñado”.
Rubek le ruega a Irene que vuelva a unirse a él: serán dichosos y el arte se fundará en la vida. Ella repite que ya es demasiado tarde: ambos están muertos, bien muertos; y cuando resuciten será para comprender que nunca han vivido. Y que la vida también es muerte:
IRENE: (Con una mirada llena de tristeza) El deseo de vivir ha muerto en mí, Arnold. He aquí que he resucitado. Te busco... Te encuentro... Y me doy cuenta de que tú, y la vida… no sois más que cadáveres en la tumba, como lo fui yo misma
RUBEK: ¡Qué error el tuyo! ¡La vida hierve y fermenta en nosotros y en torno nuestro, como antes!
IRENE: (Sonríe y mueve la cabeza) Tu joven esposa que acaba de resucitar, ve la vida entera como tendida en un lecho mortuorio.
En sus últimas obras Ibsen acentuó aún más su visión trágica de la vida y su obsesión por el misterio de la muerte, no porque se sintiera cansado y próximo a la catástrofe, sino porque, en esa visión estaba la plenitud de su ser. Como artista se sentía vigoroso, sano, activo. Al despertar de nuestra muerte es obra lúgubre, pero sin fatigas.
Pocos meses después, en marzo de 1900, Ibsen tuvo un ataque de apoplejía. En enero de 1901, otro. Y durante seis meses vivió disminuido, física y mentalmente, sin escribir una línea. Ya no podía ni trazar las letras sobre el papel. Olvidaba cosas. Un enfermero lo paseaba en trineo o en coche, como a un niño. Después tuvo que quedarse en casa y vigilaba la vida de la calle desde un ángulo de la ventana. Y por último ya no se movió de la cama.
La casa era un mausoleo, con un cadáver vivo que no reconocía las visitas. El 23 de mayo de 1906 murió. Sus funerales fueron grandiosos: la nación noruega expresó su gratitud al poeta que había arrojado tanta luz sobre el rincón europeo donde nació. Noruega, ocupaba, gracias á él, un lugar importante en la geografía literaria. El mismo año de su muerte Noruega se separó de Suecia y formó un reinado independiente.
La revolución de temas, procedimientos, ideas, estilos y fines que promovió Ibsen abrió un nuevo período en la historia del drama. No hay país cuyo teatro no ofrezca un “antes y después de Ibsen”. No nos referimos a la mera expansión de las obras de Ibsen por el mundo, sino a la importancia de Ibsen como iniciador de nuevas tendencias y aun como formador de dramaturgos. Todas las historias nacionales del teatro reconocen la deuda ibseniana de sus autores más señeros. La batalla del teatro nuevo se libró hace unas décadas al grito de ¡Viva Ibsen! De Ibsen, ciertamente, no ha quedado tan sólo el eco de esos entusiasmos de apóstoles. Es ya un clásico, como Sófocles, como Shakespeare; y su posteridad será incontable.
Extraído de Anderson Imbert, Ibsen y su tiempo, 1946.


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Henrik Ibsen - HALVARD SOLNESS

A los 63 años de edad Ibsen volvió a su patria definitivamente. Un cuarto de siglo de ausencia —decían algunos críticos— lo ha separado a Ibsen de la evolución espiritual noruega; ya es un extranjero. Y, en efecto, en Cristianía vivió más taciturno que nunca. “Querido Brandes —escribía en 1897— no se vive impunemente durante veintisiete años en la atmósfera vasta y libre de los grandes centros de la civilización. Aquí al lado de los fiordos, está mi tierra natal, pero... ¿dónde está mi patria?”.
Noruega, su patria, lo veneraba entretanto como a un monumento vivo. Sólo que Ibsen, vigoroso, potente, alerta, no sentía en las carnes el frío de las estatuas, Al contrario. Le gustaban los jóvenes. Y más aún, las jóvenes. Buscaba la amistad de actrices, poetisas, pintoras, pianistas... Una de ellas, de diecisiete años, coqueteaba con él como un pájaro con un león. Pero en Ibsen lo que había era una necesidad, no de placer, como en Goethe, sino de poesía, de imaginación, de idilio claro y fresco, de intimidad remozada. Ese mismo año de 1891 decidió regresar a Noruega, que lo acogió clamorosamente. Fue un retorno definitivo después de veintisiete años de voluntario exilio. Pero ya había una nueva generación literaria noruega. Knut Hansum —de 32 años entonces — dio en Cristianía una conferencia sobre literatura noruega, a la que invitó a Ibsen. La sala se puso de pie al ver entrar al hombrecito fuerte y melenudo. Pero Knut Hansum, desde el escenario, empezó a atacar a Ibsen por “el oscuro simbolismo de sus últimas obras”, por “la ausencia de sentido estético”, por “las contradicciones”, porque, en definitiva, “no era más que un filósofo”. Un grupo de jóvenes aplaudió. Ibsen, hundido en su butaca, descubrió así que ya la juventud pedía sitio y acabaría por desalojarlo. El recelo de la juventud y, sin embargo, la necesidad de enternecer el corazón con amistades juveniles eran, pues, experiencias reales de Ibsen en esos años 1891 y 1892 en que escribió su drama.
Y fue esa tensión entre generaciones uno de los temas de El constructor Solness, sólo que por encima del valor autobiográfico está el de su pura calidad artística. Vuelve a soplar un viento antiguo. Como en sus mejores dramas aquí nos sobrecoge un halo místico, la alusión a un oscuro conflicto entre la voluntad humana y la visión tremenda de Dios. Solness es el drama de un constructor, de un artista, que ha triunfado pero a costa de su felicidad. Él construía hacia lo alto, hendiendo el aire con campanarios y torres; y de lo alto recibía fuerzas y voces. Dios quería usarlo para sus propios designios, hasta que Solness, allá arriba, se rebeló. “Óyeme, Todopoderoso! —le gritó—. En adelante quiero ser amo en mis dominios como tú lo eres en los tuyos. Ya no te construiré más iglesias: sólo construiré casas para hombres”.
Pero después descubrió Solness que construir casas para hombres no valía nada: “los hombres no saben qué hacer de sus hogares”. Y fue agotándose, cayendo en sombras. Un día entra a su casa, como un demonio delicioso, Hilda, la adolescente. Hilda, que viene a impulsarlo en la construcción de un nuevo reino. Un reino que no estará en el espacio, sino en el tiempo, que será espíritu, creación, utopía. Un reino con castillos en él aire. Y el signo de ese reino será el atreverse, el no tener miedo, el ser capaz de subir tan alto como se construye, el ser libre. Hilda quiere ver a Solness en el tope de una torre con una corona en la mano, desafiando el vértigo. Pero Solness cae, se estrella. Y entonces Hilda, inmóvil, con expresión de locura y de triunfo, exclama: “Pero llegó a la cumbre! ¡Y oí sones de arpa en lo alto!”
Extraído de Anderson Imbert, Ibsen y su tiempo, 1946.

Halvard Solness es un maestro constructor noruego, dotado de una fuerza magnética extraordinaria, que le da una influencia irresistible sobre todos cuantos le rodean. El conoce esta influencia; pero no puede prescindir de sentirla, siquiera le cause terrores indecibles para el porvenir.
En el primer acto muéstrase reteniendo bajo su fatal poder á dos hombres, padre é hijo, cuyos genios explota, y á la prometida de su joven dependiente. Este acaba de terminar para su jefe un hermoso edificio, con el que Solness está sumamente satisfecho; pero su conciencia le hace prever un castigo para su conducta. El castigo llega, en efecto, bajo la forma de una joven, Hilda Wrangel, que ya figura en La dama del mar. Esta joven, exaltada por la influencia inconsciente de Solness, se arroja á su cuello y le revela que hace tiempo recibió de él la promesa de partir con ella las delicias de un reino; y por eso llega á buscarlas en tal instante. Solness no conserva recuerdo alguno de esta promesa, que sin duda fue un efecto de su poder magnético. No obstante, la joven se instala cerca del constructor, quien durante el segundo acto le cuenta la historia de su vida, refiriéndole que primitivamente se dedicaba á construir iglesias, después solo casas y finalmente casas con torres; esto es, casas-iglesias.
En el tercer acto Solness se decide a inaugurar el nuevo edificio que ha construido su subordinado dependiente; pero titubea en ascender á la torre, que domina la casa, por temor al vértigo. Mas Hilda le alienta á subir para recoger su gloria y gozar su triunfo. Sube el maestro; la joven le ve elevarse y le oye cantar acompañado de arpas deliciosas, y le siente arrojarse después en sus brazos lleno de frenética alegría. Pero, ¡ay! Esto sólo es un efecto del poder magnético de Solness.
Un inglés, acérrimo entusiasta de Ibsen, ha creído adivinar el simbolismo de esta obra extraordinaria. Según él, Ibsen refiere en su última obra la historia de su vida literaria. Las iglesias que él ha construido con sus dramas simbólicos, como Brand y Peer Gynt; las casas que ha edificado, dramas sociales, y, finalmente, las casas con torres después construidas, son las extrañas obras de su última manera.
Publicado en El Heraldo de Madrid el 22 de diciembre de 1892.


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Henrik Ibsen - HEDDA GABLER

Uno de los temas de Hedda Gabler —si bien no el más importante— es el ocio de mujeres jóvenes con talento a quienes la sociedad no supo infundir ideales. Pero no es el tema, sino la complacencia estética con que Ibsen se puso de pronto a contemplar la belleza de los sentidos, lo que baña en poesía a esa espléndida hembra de lujo que “se aburre hasta la muerte”.
Hedda Gabler es la tragedia del hastío. Hedda es hermosa, original, aristocrática, impulsiva, deslumbrante. Pero no tiene el verdadero coraje, ese necesario para vivir con todas las ganas. Se ha casado por conveniencia con un mediocre a quien no ama. Y no fue esa su mayor cobardía: muchos años antes no se había atrevido a entregarse a Loevborg, un genio rico de espíritu y de sensualidad, coronado de pámpanos como un fauno de Dionisos. Y ahora, ya casada, reaparece Loevborg, acompañado de Thea. Thea no es una personalidad brillante, pero sí valerosa y libre. Abandonó el hogar, lo desafió todo y se consagró con desinterés a serenar a su amado, a sanearle el cuerpo, a ponerlo en condiciones para el trabajo intelectual. Así, Thea ha apagado en Loevborg la alegre fogata de la carne, lo ha apartado del vino y de la orgía, y esa vida, al sosegarse se ha hecho más opaca, menos bella en apariencia. Hedda lucha para arrancar a Loevborg de esa influencia. No es que quiera hacerlo más libre o mejor. Eso revelaría una intención ética de la que Hedda es incapaz. Ella sólo percibe valores estéticos en la vida. La conducta debe ser linda como una obra de arte; el mundo debe ser gozoso como una fiesta. No. Lo que Hedda quiere es ver a Loevborg otra vez hermoso, desorbitado y dionisíaco.
Loevborg tiene en los bolsillos los originales de su último libro, estupendo a juicio de todos. Pero el drama de Hedda es que ella no descubre ningún valor en la obra misma. Para Thea esa obra es el momento de mayor espiritualidad de Loevborg; para Hedda, en cambio, es algo inanimado, frío, oscuro, muy por debajo de lo que la vida es cuando la gozamos bellamente. Hedda es magnífica, pero se ha equivocado. Nunca supo qué hacer. Nunca tuvo ideales, fines. La vida, cuando no era espectáculo, era tedio. Se aburría de ella y la aborrecía. “El ridículo y la bajeza alcanzan a cuanto toco”, exclama al final. Eso es porque a la vida no se la puede embellecer con los sentidos sino con el espíritu.
Loevborg es bello cuando crea espiritualmente, no cuando se desparrama sensualmente. Hedda es la heroína de un esteticismo trágico. Su suicidio no es una expiación: es la suprema elegancia de quien sabe evitar a tiempo la vulgaridad. Se redime así de sus cobardías ante la vida.
El 31 de enero de 1891 se estrenó Hedda Gabler en Munich, donde Ibsen vivía desde 1875. La frase “con los cabellos coronados de pámpanos”, arranca risas al público. Tampoco los críticos comprendieron la obra.
Extraído de Anderson Imbert, Ibsen y su tiempo, 1946.


No tiene desperdicio una divertidísima y ácida crítica de la obra, de mano del ingenioso Luis de Oteyza, definido como “quijotesco adalid de la literatura y del periodismo”, y publicada en la revista de “subido tono” Muchas Gracias, en diciembre de 1931:
Dejando a un lado lo desagradable que resulta como espectáculo el teatro de Ibsen, donde no ocurren sino cosas completamente repugnantes, hay en las obras de este popular dramaturgo noruego algo más que merece censuras. Me refiero a la índole perversa de los personajes que en ellas intervienen. El mejor de todos, quiero decir, el menos malo de todos, merece la horca, y que, tras de aplicársela, se queme su cadáver y se aventen las cenizas, para evitar que, después de muerto, siga haciendo daño, propagando alguna infección.
Por ejemplo: Hedda Gabler, la protagonista del drama que lleva su nombre, comparada con otros personajes ibsenianos—todos los de Los espectros, pongo en calidad de muestrario de reptiles—, resulta hasta una persona simpática. Y, sin embargo, hay que ver cómo es la tal ciudadana, el modo absurdo que tiene de pensar, las enormidades de todo género que dice y los actos tremendos que realiza. Mejor dicho, hay que no verlo, que es lo que yo aconsejo siempre respecto a las obras dramáticas de Ibsen.
Pero como estas obras están traducidas a todos los idiomas, y existen en todas partes actores de tan buen gusto que las representan, y espectadores tan aficionados a divertirse que llenan los teatros donde se efectúan tales representaciones, rindiéndose ante la evidencia de los hechos, precisa dar cabida en la literatura a la producción ibseniana. Adelante, pues, con los faroles, e iluminemos la figura de Hedda, aunque sea sólo para examinar sus deformidades.
Aparece esta endemoniada criatura tratando con un desprecio olímpico a su esposo, y diciendo groserías a la familia y a la servidumbre. ¿Que por qué?... ¡Toma!, pues porque sí... Su esposo es un buenazo, que la adora, y parientes y criados unos infelices que se desviven en complacerla.
Pero Hedda encuentra que su marido vale poco, y que el mundo, donde por su matrimonio ha entrado, es inferior a ella. Y en vista de eso, se dedica a amargar la existencia de cuantos están a su alrededor. La cosa no puede ser más lógica. Sobre todo si se considera que nadie obligó a Hedda a casarse, y que antes de hacerlo conocía perfectamente al que había de ser su marido y a las restantes personas con quienes había de emparentar y de convivir. No fué, pues, obligada al matrimonio, ni resultó en el matrimonio engañada. Se aburre, sin embargo, la pobre, en la sociedad burguesa, porque es un espíritu superior y, a más de desahogar su aburrimiento tan brutalmente como hemos visto, para calmarlo, acepta un "flirt" con cierto señor Brack.
Pero teme Hedda que no la divierta el adulterio, como no la divirtió el matrimonio. Lo que la espiritual dama desearía es influir decisivamente sobre la vida de alguien. Había tenido un novio, al que se vio obligada a dejar porque era un borracho incorregible, y soñó con dominarle, apartándole de la embriaguez y encaminándole a la buena vida. Influir, dominadora, sobre un hombre fuerte, constituye el ideal de Hedda. Y sospecha que, como su marido, sea el señor Brack un calzonazos que no valga la pena de perder el tiempo con él.
En tal estado las cosas, se entera Hedda de algo que hiere profundamente su orgullo. Eylert Loevborg, aquel novio borrachín, sobre el que ensayó en vano su influjo regenerador, se ha regenerado por el amor de otra mujer. Ya el antiguo y acreditado curda no bebe ni en las comidas, y, además, la abstemia le sienta tan bien, que ha publicado un libro precioso y tiene escrito otro mucho mejor.
Esto a Hedda le revuelve la bilis de una manera espantosa. Y el antiguo deseo de dominar al que otra vez rechazó su dominio, surgió en ella. Pero, ¿qué influencia benéfica puede ejercerse ahora sobre Eylert, que es ya un santo y un sabio, o poco menos?... Ciertamente que benéfica, ninguna. Quedan, sin embargo, las influencias maléficas. ¡Ah, esto es!... Hedda impulsará a Eylert hacia el mal, venciendo a la otra mujer que al bien le condujo. Todo es influir, ¿verdad? Pues ¡ahí va!, que dice el caballo de copas.
Hedda, así inspirada por tan importante carta del palo de la embriaguez, coge a Eylert y le obliga a emborracharse hasta el escándalo en la vía pública. Para ello le da los primeros tragos en su propio domicilio, enviándole, cuando le ve ya medio alegre, a una juerga organizada por el señor Brack. Y resulta que el ex alcohólico toma "la poderosa", y que en una trifulca que arma en la calle, pierde el manuscrito de la obra genial "próxima a publicarse".
Esto último, que es lo más grave —los delitos de embriaguez y escándalo se pagan con una pequeña multa aquí y en Cristianía—tiene remedio, pues el esposo de Hedda encuentra que en su propósito de influir decisivamente sobre la vida de Eylert—, en vez de devolverlos a su propietario, los agarra y los echa a la estufa.
Ya está Eylert como antes de su regeneración; en las garras del vicio y sin obra que le pueda dar fama. Así, acude a Hedda pidiendo consejo. Y Hedda le aconseja... ¿Que tome el amoníaco, y, una vez despejado, rehaga sus cuartillas?... Nada de eso. ; ¡Que se suicide! Consejo al que acompaña el regalo de una pistola, para que sea más fácil seguirle.
Eylert se suicida y Hedda se desespera. Esto parece absurdo, pero no lo es. Hedda se desespera con razón, pues Eylert se suicida mal. Y es lo que dice Hedda: "El ridículo y la ruindad alcanzan, como una maldición, a cuanto yo inspiro". Desconsolador, verdaderamente. Además, la aspirante a dominadora se encuentra dominada. El señor Brack, que aun cuando parecía una codorniz sencilla, es un lagartón con muchísimas escamas, ha descubierto las causas del suicidio de Eylert y amenaza contar lo que sabe si Hedda no se le entrega. Y Hedda entonces se suicida; pero bien, bien: con un tiro en la cabeza, según las reglas del arte.
Tal es la figura femenina que Ibsen ofrece para que se luzca, encarnándola, una gran actriz: el público, contemplándola, se divierte muchísimo, y la critica, al juzgarla, se admire toda y diga que sí es un gran carácter, que sí encierra una alta espiritualidad, etc., etc . Y no está mal, admitiendo que el teatro ibseniano, con su ambiente mefítico, sus acciones repulsivas y sus personajes miserables, merezca ponerse en escena, haya quien asista a sus representaciones y tenga alguna cosa que deba ser alabada honradamente.
Ahora bien: como a mí las obras dramáticas de Ibsen me parecen francamente desagradables, tal vez me ciegue este prejuicio y no vea la grandeza y la elevación del tipo de Hedda Gabler.



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Henrik Ibsen - LA DAMA DEL MAR

Escrita en 1888, “La dama del mar” se inscribe en la llamada tercera etapa en la producción de Henrik Ibsen, momento en el que, en sus obras, predomina un fuerte sentido metafórico, psicológico y simbolista. La pieza es un drama en cinco actos que sitúa la acción en una pequeña estación balnearia, al margen de un fiordo en la costa noruega y representa la lucha entre el determinismo y el libre arbítrio, centrando su historia en Ellida Wangel, una mujer cuyos primeros años de vida fueron de gran libertad personal, viviendo junto a su padre que estaba a cargo de un faro en la costa del mar de Noruega. Cuando su padre muere y pese a estar comprometida con un marinero, que huye tras haber matado a su capitán, la joven se casa con el doctor Wangel, un viudo mucho mayor que ella y que tiene dos hijas de un matrimonio anterior, casi de su misma edad.
El conflicto se desencadena cuando el marinero regresa buscando a Ellida para reclamar el antiguo compromiso. A partir de entonces, Ellida se debate entre la resignación de la vida doméstica y burguesa, al lado de un oscuro médico de aldea, y la aventura, junto a su antiguo amor, que simboliza, probablemente, la libertad. El doctor Wangel dará a Ellida la posibilidad de elegir libremente su futuro y el doctor deja a Ellida la posibilidad de elegir con libertad su futuro y ésta sabrá hacerlo con suficiente juicio.
Los anhelos de emancipación que comparten Ellida y sus hijastras tienen ecos del portazo de Nora. Es decir, ecos de una lucha emancipadora, por parte de unas mujeres no sólo sometidas y despojadas de su capacidad de elección, sino colaboradoras imprescindibles en la transmisión de la ideología que las oprime.
Por eso Ellida va a bañarse cada día al mar; por eso ve en sus olas la fuerza imponente de la libertad, el misterio cansado de sus deseos de amor libre. Ese marinero que había dejado sobre la piel y el alma de Ellida el tatuaje de sus besos, introduce un factor de desestabilización tanto en la órbita personal como en el orden social.
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Ellida, “la dama del mar”, siente la terrible fascinación de un marinero; y sólo se librará de ella cuando su marido le reconozca su plena responsabilidad: “Tu anhelo, tu ansia de mar, tu ensoñación con ese extranjero —explica Wangel al final— era la expresión de un despierto y creciente deseo de libertad”.
Pero el tema es la fascinación misma que siente Ellida, especie de sirena varada que ya no supo encontrar el camino del mar:
ARNHOLD: Aunque nos hayamos equivocado convirtiéndonos en animales terrestres en vez de animales marinos, desgraciadamente es ya demasiado tarde para reparar la falta.
ELLIDA: Dice usted una triste verdad. Y creo que la humanidad también lo lamenta. Y he aquí por qué nosotros sufrimos angustias profundas. Créame usted, ahí está el secreto de la melancolía humana.
La nostalgia de Ellida es reminiscencia de una realidad absoluta que la enajena y la espanta en la figura enigmática de un marinero extranjero. Ese hombre es de la misma raza de las ballenas y las gaviotas; su rostro suele desvanecerse en el recuerdo como un dios que se aleja del corazón pero es tan impregnante que a lo lejos aun al hijo que Ellida tiene con Wangel ha de darle sus ojos variables como los matices de la tempestad; sus movimientos son los del flujo y reflujo de las cosas; y allí, en el jardín en penumbras, tiene la obstinación de un náufrago que hubiera subido del fondo de algas y peces para reclamar una vieja promesa.
Asusta, perturba... No es amor. Es también miedo. Es una “embriaguez horrible y violenta”, es “lo terrible”, “es el mar”, “es una fuerza misteriosa”, es el sentirse poseída y libre, es “lo que tienta, lo que atrae, lo que arrastra hacia lo desconocido”, es “el deseo de lo infinito“... Es, en suma, lo numinoso, poéticamente revelado.
Este drama de pura poesía, al representarse en Paris, cuatro años más tarde, “se puso a la cabeza del movimiento simbolista”, según recuerda Lugné Poe. El diálogo, insinuante, misterioso, volátil, había acabado por desprenderse de la trama natural en que está comprometida la vida y así libre, pura imaginación, se había convertido en lirismo. Los críticos suelen ensayar fórmulas cabalísticas a fin de conjurar a los poetas esquivos, hacerlos visibles en toda su talla y comprenderlos. Ibsen naturalista, Ibsen simbolista, son, pues meras fórmulas. Y no eran las únicas: aparecieron muchas otras. En esos años Ibsen ya es una figura europea con bibliografía. Julius Elías en Alemania, William Archer en Inglaterra y el diplomático ruso Prozor en Francia, traducen sus obras y las difunden mediante ensayos críticos. Escriben libros sobre él V. Vasenius (1882), profesor de Finlandia; el noruego Henrik Jáeger (1888); el inglés Bernard Shaw, quien con su Quintessence of Jbsenism (1891) inicia una carrera dramática que, primero como crítico, luego como comediógrafo, había de estar toda ella bajo el signo de Ibsen. Emile Zola aconsejó a Antoine —director del Teatro Libre de Paris— que hiciera traducir Espectros; y su representación en mayo de 1890 fue un viraje en la vida escénica francesa. Habría que contar, además, los numerosos artículos que se escriben sobre Ibsen, entre ellos, en 1882, uno nuevo de Georg Brandes (el primer gran crítico de Ibsen que había iniciado en 1866 su campaña para difundirlo por toda Europa). Y una biografía del alemán Ludwig Passarge, que llegó hasta el año de Hedda Gabler.
Extraído de Anderson Imbert, Ibsen y su tiempo, 1946.



Ángela Molina y Manuel de Blas en esta puesta en escena de la obra de Ibsen, con texto adaptado por Susan Sontag. La muy peculiar dirección de la obra corresponde al controvertido Robert Wilson.

La dama del mar es una creación verdaderamente soberbia, en la que está maravillosamente pintada el alma de una mujer, con sus voluptuosidades, sus deseos de pasión y de lucha y su excitación inconsciente hacia el adulterio, impuesto por una imaginación trastornada por el romanticismo. La figura de Ellida, la dama del mar, es una creación de incomparable belleza. Su alma se ha identificado con horizontes sin límites y con los espacios infinitos.
Publicado en El Heraldo de Madrid el 22 de diciembre de 1892.



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Henrik Ibsen - EL PATO SALVAJE

En El pato salvaje, publicada en 1884 y obra llamada de transición entre el Ibsen realista y su etapa simbolista, el autor retoma el tema de la verdad, pero esta vez desde el contrapunto de la mentira como mal necesario, o mentira vital. El elemento que desatará la tragedia será el idealismo radical de Gregorio Werle en busca de la verdad, lo que llevará a la destrucción de los elementos que sustentan la felicidad de los que le rodean, e incluso, a su propia autodestrucción (los derechos del autoengaño frente a las "exigencias del ideal").
Gregorio regresa a su pueblo y a la casa paterna y ve la hipocresía en la que se mueven todos los que allí viven, incluido su padre. Dispuesto a delatar todas las mentiras y a arrancar todas las máscaras, no duda en contarle a Hjalmar, su viejo amigo, un secreto que hasta ahora, él mismo ignoraba. A partir de allí, la vida de Hjalmar Ekdal y la de toda su familia, dará un giro insospechado que hará que una casa antes feliz, caiga en la desgracia:
RELLING. - Bien mirado, está enfermo todo el mundo, por desgracia.
GREGORIO. - ¿Y qué tratamiento aplica usted a Hjalmar?
RELLING. - Mi tratamiento ordinario. Procuro mantener en él la mentira vital.
GREGORIO. - ¿La mentira vital? Debo de haber oído mal.
RELLING. - No; he dicho la mentira vital. Porque la mentira vital es algo así como un principio estimulante, ¿sabe?
(…)
RELLING. - Oiga usted, señor Werle, hijo: no emplee esa palabra extranjera de ideal. En buen noruego existe otra más apropiada: mentira.
GREGORIO. - ¿Cree usted que tiene algo que ver una cosa con otra?
RELLING. - Entre las dos palabras no hay mayor diferencia que entre tifus y fiebre tifoidea.
GREGORIO. - ¡Doctor Relling, no pararé hasta haber salvado de sus garras a Hjalmar!
RELLING. - ¡Peor para él! Si quita usted la mentira vital a un hombre vulgar, le quita al mismo tiempo la felicidad.


La imagen del pato funciona como metáfora del autoengaño y Werle se identifica a sí mismo con el perro de caza que lo saca de su obstinación. Sin embargo, no es su postura la que Ibsen defiende, sino la del médico Relling, personaje antípoda de Gregorio. Se trata, al decir de algunos, de una autocensura del propio Ibsen con la que pretende dar equilibrio a la vehemente revelación de la verdad de Stockmann en su anterior obra.
El pato salvaje demuestra que no siempre la justicia tiene por qué resultar justa. El empeño de Gregorio Werle por destapar la hipocresía, aunque en ello resulte implicado su propio padre, desatará una espiral que sólo el suicidio de una niña podrá parar. Hermosa y enormemente cruel alegoría la que propone Ibsen, la muerte del inocente como redención para las penas de los adultos. Encarnada primero la redención en un pato, absurdamente encerrado en un desván, será la niña, Hedvigia, la que se sacrifique para que la falsedad del matrimonio de sus padres encuentre una salida. Es enormemente cruel el final, ese final desangelado en el que Werle, que en ningún momento se considera culpable por haber desatado la pesadilla, dialoga con Relling.
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En 1884 Ibsen anunció El pato salvaje a su editor en los siguientes términos: “Esta nueva pieza ocupa, en cierto modo, un lugar aparte dentro de mi producción dramática... Los críticos encontrarán mucho que interpretar y disputar.”
¿Por qué “un lugar aparte”? No por la técnica, pues en este sentido El pato salvaje es culminación de su método retrospectivo. En Las columnas de la sociedad y en Casa de muñecas la acción del pasado, una vez revelada, continuaba en episodios nuevos; el drama no estaba, pues, todo presupuesto, sino que se seguía haciendo sobre la escena. En Espectros y, sobre todo, en El pato salvaje, la acción es, íntegramente, revelación del pasado. ¿Por qué, si no es por la técnica, el autor sentía que El pato salvaje inauguraba un nuevo ruedo en su producción? Acaso porque no es un drama social, sino un drama de puros conflictos íntimos. Y más aún: porque el diálogo no se limita a presentarnos el juego de reacciones entre varias psicologías individuales, sino que poetiza ese halo que nos envuelve, halo tanto más denso, tanto más recortado y perceptible cuanto más neuróticos somos.
Ibsen ha objetivado el mundo interior de Hedvigia, Hjalmar, Ekdal, Gregorio... Uno los ve pasar por la escena, nebulosos y agitados como planetas que dan vueltas cada cual con su atmósfera propia. No es drama realista: no importan los objetos reales sino contemplar cómo esos objetos se subordinan a visiones angustiadas, alucinantes.
De ahí, también, que sea imposible reducir El pato silvestre a un esquema. Algunos críticos lo han intentado: “la mentira que ayuda a ser feliz versus la verdad que depura a los hombres, como el fuego, aniquilándolos”. Demasiado simple. ¿Es en nombre de la felicidad que Ibsen condena a Gregorio? ¿Es que Ibsen, en Gregorio, se caricaturiza a sí mismo?
Pero Gregorio no está fuera del clima del drama, como pudiera estarlo el “razonador” del teatro francés. Su “fiebre aguda de justicia”, su “exigencia del ideal”, solamente en lo exterior, en lo accidental, en lo postizo, se parecen a las luchas de Ibsen en el mismo sentido. Ibsen no es Gregorio, ni al desautorizarlo, reniega Ibsen de su ansia de justicia y de verdad. Sólo que esta ansia es siempre personal, es siempre experiencia íntima. Ya dijimos que para Ibsen la virtud es energía espiritual, no producto espiritual. Y Gregorio —en palabras de su contrincante Relling— “tiene un delirio de adoración que lo hace girar constantemente con un deseo no satisfecho de admirar siempre algún objeto que se halle fuera de él mismo”. Gregorio se parece a Manders, el pastor idealista de Espectros: ambos están atentos a valores exteriores, ya hechos, dados históricamente y ajenos al esfuerzo del espíritu en trance de creación.
Extraído de Anderson Imbert, Ibsen y su tiempo, 1946.



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Henrik Ibsen - UN ENEMIGO DEL PUEBLO

Un enemigo del pueblo, escrita en 1882, es un ejemplo á propósito para el examen, porque la figura céntrica, el doctor Stockmann , representa bastante bien ciertas fases particulares del autor mismo. El doctor Stockmann es médico muy apreciado de una ciudad de Noruega que posee aguas minerales renombradas. Tiene un hermano, Pedro Stockmann, que es burgomaestre, jefe de policía y presidente del Consejo de administración de las susodichas aguas, es decir, un personaje oficial en toda la fuerza del vocablo.
Ahora bien: el Doctor acaba de descubrir que las aguas de que es inspector se hallan infectadas de una sustancia insalubre, y que los forasteros que acudan á ellas en busca de salud corren riesgo inminente de envenenamiento. Desde ese instante está resuelto á cumplir con la sociedad, haciendo público su descubrimiento.
¿Se creerá que su primer y principal enemigo es su hermano, el burgomaestre? Es éste tipo de esa pasiva aquiescencia á todo lo establecido, característica de la autoridad, y reforzada en el presente caso por el temor de perjudicar á su pueblo, ahuyentando á la clientela de las aguas. Al lado de esos dos personajes—el sabio radical y el conservador rutinario de Bumbledom—figura un periodista influyente. El periodista no se pronuncia por ningún partido, sino que observa una actitud expectante. Cuando cree que su interés le aconseja sostener al doctor Stockmann, se muestra amigo del Doctor; cuando descubre lo contrario, se pasa al obstruccionismo, es decir, apoya al burgomaestre.
La lucha del hombre honrado é ilustrado, que conoce y quiere cumplir su deber con la mayoría de sus convecinos, toma el sesgo que debía esperarse. El doctor Stockmann es mirado como un enemigo social; el periódico rechaza sus comunicados; no sabe cómo salir de aquel trance, y, á no ser por la intervención oficiosa de un amigo, que le presta su casa, no tendría manera de dirigirse públicamente á sus conterráneos.
Cuando, por último, logra reunir una gran concurrencia, se apresura á abrir su corazón sin vacilaciones ni reservas. Es el hombre justo y firme en sus convicciones, en presencia de la multitud. Aquí viene un monólogo enérgico y característico, que encierra de seguro algunas de las opiniones del mismo Ibsen. No citaremos sino la conclusión final que innegablemente se parece mucho á una paradoja:
«El hombre más fuerte en la tierra es el que vive más solo ». Esa máxima se repite en la última escena, en un medio diferente; pero allí mismo encuentra en seguida su refutación. El Doctor está acompañado de su mujer y de sus hijos. «Ya veis (dice) que el hombre más fuerte en la tierra es el que vive más solo. » Dos veces se levantan á contradecirlo; la primera su mujer que lo llama por su nombre; la segunda su hija, que le coge la mano, diciendo simplemente: « ¡Padre! » El doctor Stockmann puede considerarse solo; pero, si tiene algún medio de mantener la rectitud de su conducta, lo deberá á ese paraíso de la familia, que es el más inestimable de los beneficios.
(El teatro de Ibsen, La España Moderna, Mayo 1891).


En 1978 el actor Steve McQueen interpretaba al  doctor Thomas Stockmann en la cinta dirigida por
George Schaefer con guión de Alexander Jacobs y Arthur Miller basada en la obra de Ibsen

Con ocasión del Congreso de la Unión General de Trabajadores, la Escuela Nueva ha organizado una función teatral, primera de una serie que tiene en estudio.
En el teatro Español, el sábado 26 del pasado, un grupo de artistas jóvenes, aficionados o alumnos del Conservatorio, puso en escena Un enemigo del pueblo, de Ibsen, escrito en 1882 y representado a principios de 1883.
Un drama de Ibsen no es fácil verlo representado en lengua castellana. Espectros, Casa de muñecas son los que más se ponen. Recientemente pudimos ver una deficientísima interpretación de Juan Gabriel Borkmann. Pero las obras restantes, entre las que están las mejores, son aún desconocidas de nuestro público, aunque ya pueden leerse todas en traducciones, a veces aceptables.
Un enemigo del pueblo se puso años atrás en la Comedia, sin éxito alguno. Se puede afirmar que el más grande creador de caracteres del siglo último, Enrique Ibsen, es poco menos que desconocido entre nosotros. A nuestro teatro le falta todavía la experiencia ibseniana.
Para los que no conozcan Un enemigo del pueblo, un breve análisis no estará aquí de más. El doctor Stockmann ha descubierto en su ciudad natal unas aguas minerales de maravillosa virtud curativa. Aquellas aguas han de ser uno de sus más fuertes recursos de prosperidad. Pronto unos industriales, dispuestos a explotarlas, constituyen Sociedad presidida por el alcalde, hermano del doctor Stockmann. Pero éste, al comenzar el drama, ha descubierto que, por codicia, la toma de aguas del establecimiento balneario se ha hecho en malas condiciones; que unas tenerías, entre las que está la de su propio suegro, contribuyen a la impureza del agua, y que, por lo tanto, lo que pudo ser fuente de salud, es origen de gravísimos males. Cuando, para cumplir los mandatos de su conciencia, se decide a revelar la verdad, choca con los bajos intereses de los propietarios del establecimiento y con el espíritu mezquino de los moderados «amigos del orden».
Se puede hacer la toma de aguas en el canal debido; pero ello exigirá tiempo y gastos que aquéllos no están dispuestos a hacer. ¿Van a arruinarse ellos sólo porque las aguas causen sen la muerte a los infelices que en ellas buscaban curación? ¿No será también la ruina de la ciudad?
Para el doctor Stockmann no hay duda. La verdad es lo más alto, y hay que decirla cueste lo que cueste. Él no identifica la ciudad con el torpe interés de unos cuantos. Y cuando ve que todas las puertas se le cierran.
Reseña publicada por Enrique Díez-Canedo, Critilo, en España, 3 de julio de 1920


“Un enemigo del pueblo”: individuo y mayoría
En Un enemigo del pueblo Ibsen vuelve sobre la figura del individuo que se opone a las reglas de sociabilidad que considera imperfectas, pero Ibsen plantea en esta pieza una vuelta de tuerca: el individuo rebelde es un médico, y su verdad no se funda en parámetros subjetivos discutibles desde otra verdad subjetiva, sino en un informe científico. El Dr. Stockman, personaje-delegado legitimado por su formación ilustrada, intertexto de la ilusión cientificista del naturalismo, descubre que las aguas del balneario de las que provienen todas las riquezas de la ciudad están contaminadas. La denuncia de la contaminación lo llevará a enfrentarse con todo el pueblo, que prefiere no ver la realidad, y esto producirá múltiples perjuicios y persecuciones a la familia Stockmann. Stockmann no es un héroe ejemplar, sino un caso particular del villano idealista identificado por G. B. Shaw. La intransigencia del Dr. Stockman lo lleva a expresar un pensamiento antidemocrático, y de esta manera a oponerse a los movimientos de igualación social característicos de la modernidad, actitud que modaliza al personaje negativamente:
“El enemigo más peligroso de la razón y de la libertad de nuestra sociedad –dice Stockmann- es el sufragio universal. El mal está en la maldita mayoría liberal del sufragio. En esa masa amorfa... No, la mayoría no tiene la razón nunca. Esa es la mayor mentira social que se ha dicho. Todo ciudadano libre debe protestar contra ella. ¿Quiénes suponen la mayoría en el sufragio? ¿Los estúpidos o los inteligentes? Espero que ustedes me concederán que los estúpidos están en todas partes, formando una mayoría aplastante. Y creo que eso no es motivo suficiente para que manden los estúpidos sobre los demás. Oíd: la mayoría tiene la fuerza, pero no la razón. Tenemos la razón yo y algunos otros. La minoría siempre tiene razón... Me refiero a la aristocracia intelectual que se apodera de todas las verdades nacientes”.
Como en Una casa de muñecas, Ibsen articula su drama para generar dilemáticamente la respuesta del espectador. ¿Profetiza Ibsen los totalitarismos del siglo XX o sólo expresa una voluntad antidemocrática? ¿Es acaso el intelectual que “le dice la verdad al poder”, de acuerdo con la definición de Edward Said, y que cumple una función indispensable en la sociabilidad? ¿Un tábano socrático, un vector de modernización, un remedio contra la inmovilidad y el conformismo, un “abogado del diablo” que busca sacudir al capitalismo satisfecho? La naturaleza alegórico-política de esta pieza sugiere la lectura de la ciudad balnearia como imagen “a escala” del país y, por extensión, ilustra el funcionamiento de las estructuras de sociabilidad en Occidente capitalista. Más allá de su función referencial realista, cada personaje encarna un sector representativo del sistema de fuerzas del poder: Peter Stockmann (gobierno estatal y policial), Tomas Stockmann (ciencia), Morten Kiil (burguesía productora y mercantil), Hovstad (periodismo), Petra (educación), el sujeto colectivo de los vecinos (el hombre-masa, el pueblo). El realismo de los personajes se cruza con su entidad de abstracciones personificadas (la Ciencia, el Estado, el Periodismo, el Pueblo, etc.). Nuevamente Ibsen trabaja con el carácter abierto de las implicancias de la tesis, y encuentra en el Dr. Stockmann una herramienta de provocación descomunal. Es importante señalar que Stockmann posee simultáneamente elementos de personaje positivo y negativo, y que otra vez Ibsen no resuelve sino que problematiza. Ibsen parece reconocer, simultáneamente, que Stockmann tiene razón y se equivoca. Creemos que acierta Anderson Imbert cuando observa que “lo valioso de Stockmann es para Ibsen su alma exigente, no sus opiniones. El encarna el ansia de libertad, la virtud individual”. Vale entonces conectar Un enemigo del pueblo con afirmaciones de Ibsen a Georges Brandes hacia 1870: “Lo importante es la revolución en el espíritu humano. Debo confesar que amo, no la libertad, sino la lucha por ella”. Y en una carta de 1879: “La lucha por la libertad es la asimilación lenta y vivaz de la idea de la libertad. Quien posea la libertad como algo ya logrado, posee algo muerto, sin espíritu, porque la idea de libertad tiene la particularidad de hacerse más ancha, más profunda, mientras se marcha hacia ella”
Extraído de Jorge Dubatti en el estudio preliminar a “Una casa de muñecas/Un enemigo del pueblo” (Colihue, Col. Clásica, 2006)



Inolvidable José Bódalo en este Estudio 1 de 1981

Con Un enemigo del pueblo Ibsen conquistó a los jóvenes, a quienes en verdad se había dirigido. Es la primera pieza con una pedagogía. Los niños en Ibsen habían sido hasta entonces pretextos o necesidades de la acción teatral que no obligaban a una pedagogía. Ahora cumplen una función nueva. “Quiero convertiros en hombres libres y nobles —les dice Stockmann en la escena final—. Instalaré la escuela en la sala en que me insultaron llamándome un enemigo del pueblo. Pero es menester que sean muchos; necesito una docena de muchachos para empezar.” Tuvo éxito inmediato, pero sus intenciones más hondas no fueron recogidas. Cada facción política fue al teatro o al libro a tomar posición frente a las opiniones de Stockmann. A Ibsen no le interesaban esas discusiones populares. Se sentía poeta de minoría, de una minoría de avanzados, siempre a la cabeza de una evolución espiritual incesante, En 1883, pocos meses después de Un enemigo del pueblo, le escribió a Brandes: “En la posición en que yo estaba al escribir cada uno de mis libros hay ahora una compacta muchedumbre; pero yo mismo no permanezco más allí; estoy en otra parte y espero, estoy más adelante, a la vanguardia.”
Extraído de Anderson Imbert, Ibsen y su tiempo, 1946.



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Henrik Ibsen - ESPECTROS

Espectros (traducido también como Los aparecidos) es uno de los dramas más resonantes de Ibsen, si bien se encuadra en la línea del realismo crítico, ahonda en cuestionamientos filosóficos que exceden dicha corriente. Prohibido su estreno en Berlín, recién después de quince años fue autorizada su representación en Noruega.
La trama nos remite a una mujer, Elena que ha aceptado un matrimonio acordado (dote mediante) con el Capitán Alving. Al poco tiempo descubre que su esposo es un ser vicioso y disoluto. Intenta ocultar esta situación exhibiendo la fachada de una familia supuestamente respetable: solo logrará convertirse en víctima de su propia simulación y la historia se repetirá.
Anécdota probablemente transitada, que Ibsen trasciende con hondura intelectual. Los espectros, no constituyen sólo la “reencarnación incorpórea” de los errores del pasado; también son fantasmagóricos muchos conceptos preexistentes de la humanidad, toda la carga atávica que nos condiciona.
En “Espectros” Ibsen reflexiona sobre los principios religiosos, el matrimonio entre consanguíneos, la relación de la pareja y encara el tema de la eutanasia con una audacia impensable para su época. Nada escapa a su filoso escalpelo.
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Ibsen quedó muy herido por las críticas hechas a su obra Casa de muñecas, y tres años después, en 1881, respondió a sus detractores con "Espectros" (Gengangere). Tanto se había dicho que la mujer no debía abandonar a su marido ni a sus hijos y que había ideales que estaban por encima de las verdades mismas, que Ibsen replanteó el tema sobre otras bases: veamos entonces -dijo-, cómo se vive en un hogar que no está sostenido sobre la comprensión, el amor y el respeto mutuo. Y así pinta a la esposa que no se va, a la señora Elena Alving, la Nora que se queda, o por lo menos la Nora a la cual un hombre apegado a los convencionalismos sociales, el pastor Manders, rechaza y hace volver junto a quien es su esposo ante las leyes. Desde luego que Ibsen ha forzado bastante las situaciones, pues el esposo de Elena Alving es un hombre disoluto, que se embriaga constantemente y se autodestruye en una continua vida licenciosa. Para ocultar la verdad de esta vida depravada, su esposa decide ser, aún con clara repugnancia, su compañera de orgías, siempre que éstas se hagan dentro del hogar, a puertas cerradas, para impedir que sean realizadas fuera de él y que trasciendan; así, al público, siempre curioso y entrometido, quien quedaría despistado y restaurado el honor aparente de la familia Alving. El gentilhombre muere en la más absoluta disolución moral, pero nada de esto advierte al principio el espectador, pues la obra se desenvuelve en un continuo volver atrás, logrado por sucesivas revelaciones intensas, de fuerte contenido emocional. El hijo de ese matrimonio, Osvaldo, ha sido educado en París, lejos del hogar, para que no se dé cuenta cuán despreciable ser es su padre, escoria humana a la que debería pisar sin escrúpulos. Las cartas de Elena están llenas de alusiones a la vida noble, generosa del gentilhombre Alving, para dejar, en el hijo, la creencia de un ideal de padre, contrario a los hechos. Pero la verdad no puede quedar escondida, pues se cuela siempre por algún resquicio de nuestras almas. El hijo del hombre borracho y sin honor empieza a sentir, prematuramente, el efecto de taras hereditarias que no sabe a qué atribuir. Alertado sobre el particular por los médicos franceses, se indigna. ¿Cómo mis males pueden ser hereditarios -piensa- si soy hijo de padres ejemplares, de gran virtud? Cree entonces que ha malgastado prematuramente su vida y que su refugio está cerca de su madre y de Regina, de la que ignora ser medio hermano. Así la trama va desenredándose por continuas revelaciones hasta la locura final, que encierra para Elena Alving, el más tremendo compromiso, el cual, si no se cumple en escena, queda en la mente del espectador sobrecogido...
Extraído de Hyalmar Blixen, La crisis de la verdad en los personajes de Ibsen, Suplemento Huecograbado "El Día", 9 de Abril de 1978.

No hay en la literatura novísima drama más trascendente ni de intención más demoledora que el célebre drama ibseniano. En él se combaten los fundamentos de la sociedad y de la familia. Su idea capital puede expresarse en pocas palabras: la señora Alving, cediendo alas imposiciones de sus padres, se casó con un capitán de marina; á los pocos días de su boda echó de ver que su marido era un hombre disipado y lleno de vicios. Indignada por la conducta de su esposo, abandona el hogar conyugal y corre á refugiarse á casa del doctor Manders, por quien sentía cierta inclinación amorosa. El pastor, fiel á lo que considera sus más sagrados deberes, obliga á la señora Alving á que vuelva á reunirse con su marido y á que cumpla su deber de esposa cristiana. La infortunada señora obedece el mandato del pastor Manders y vuelve con el capitán Alving. Fruto de tal unión es el nacimiento de Osvaldo.
En este desdichado ser se cumple la ley de herencia, por la cual él, sin culpa, paga con una enfermedad medular la disipación y el alcoholismo de su padre. El pobre joven, en la flor de su edad, ansiando trabajar, amar, vivir, se encuentra condenado a la imbecilidad, que es peor que la muerte. Y la ley fatal de la herencia se cumple y Osvaldo, según quiere demostrar el autor, viene á ser la víctima de lo que Ibsen califica de dañosos prejuicios sociales.
Reseña de Francisco Fernández Villegas, seudónimo de Zeda, aparecida en La Ilustración Artística(noviembre de 1906).

Con Casa de muñecas Ibsen ha de obtener en menos de diez años una reputación europea, con actrices geniales en el papel de Nora: Eléonora Duse, Réjane… pero por lo pronto no se supo apreciar ni sus novedades técnicas ni su hondo sentido moral.
El público reclamó un desenlace feliz. Parecía inverosímil que una mujer abandonase marido, hijos, bienestar, por un histerismo del momento. No sólo inverosímil: inmoral, disolvente, corruptor. Los pastores condenaron a Nora en las iglesias. En algunos ambientes sociales era tema tabú. Nadie se atrevió a defender en la prensa la causa feminista. Al contrario: la opinión media tomaba partido por el pobre Torvaldo Helmer. La cuestión “¿volverá Nora?” apasionaba como si se tratase de una guerra entre dos civilizaciones: la que excluía a las mujeres contra la que quería la igualdad de todos los seres. Más tarde el “volverá Nora?” pasó a ser un ejercicio retórico en las clases de composición del mundo entero. Algunas actrices se negaron representar la escena final, y al llegar a la puerta se volvían, vencidas, sumisas, obedientes al poder del varón, a la ley de la familia y a los sacrosantos deberes de matrona. Toda Europa, pues, se puso de parte del ideal Matrimonio, de la abstracción Matrimonio, del sacramento Matrimonio, y no pensó en el caso concreto de Nora ni en los derechos de las criaturas humanas a no ser inmoladas en los falsos altares de ideales, abstracciones y sacramentos.
Entonces Ibsen se decidió a mostrar, más severamente, cómo el matrimonio, cuando es una máscara social de vínculos falsos, sacrifica vidas y honras. Y escribió Espectros, que es casi un cuarto acto de Casa de muñecas.
Elena Alving es la Nora que no se atrevió a irse. ¿Qué son los “espectros”? Desde luego que no son los morbos hereditarios que andan por las venas de Osvaldo, sino los prejuicios, los ideales hipócritas, los deberes morales sin fundamento, que merodean como fantasmas alrededor de los hombres, ensombrecen los hogares y asfixian todo goce de vivir.
“Si me encuentro tan angustiada, tan temerosa —le dice Elena Alving al pastor Manders— es porque hay un mundo de espectros que me rodean, de los cuales estoy segura que no llegaré nunca a desprenderme.” “... todos somos espectros. No es sólo la sangre de nuestros padres lo que anda por nuestro interior; los espectros son toda clase de ideas muertas y viejas creencias sin vida. No tienen vitalidad pero se cuelgan de nosotros y no nos podemos desprender de ellos. Si tomo un periódico me parece ver espectros deslizándose entre las líneas. Todo el país debe estar poblado de espectros, hay tantos como las arenas del mar.” No es Osvaldo el protagonista de la obra sino su madre. Y lo genial de Espectros reside en que el observatorio del tremendo drama de ese hogar está dentro de la conciencia de una mujer —la señora Alving— quien poco a poco se va liberando de “las ideas corrientes que el mundo admite sin examen”, hasta que, cuando acaba de emanciparse, es para enfrentar la última víctima de esos espectros, su propio hijo Osvaldo.
Extraído de Anderson Imbert, Ibsen y su tiempo, 1946.





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Henrik Ibsen - CASA DE MUÑECAS

Desde sus primeros estrenos el 21 de diciembre de 1879 en el Teatro Real de Copenhague y el 20 de enero de 1880 en el Teatro Nacional de Cristianía, la pieza causó polémica por su perfil crítico hacia las normas matrimoniales imperantes en la época; pero con el tiempo esta creación se convirtió en un destacado material de lectura obligatoria en numerosas instituciones educativas. Nora, su protagonista, y su portazo final, se convirtieron en bandera del feminismo.
Ibsen se inspiró en un hecho real de su entorno para escribir Casa de Muñecas. La historia de Laura Kieler anticipa casi paso a paso, la de la futura Nora. Laura Kieler pidió, sin el conocimiento de su marido, un préstamo. A raíz de ello, el caso tuvo un desenlace trágico: su esposo exigió el divorcio, perdió la custodia de sus hijos y a causa de los problemas nerviosos generados, Laura Kieler fue ingresada en un centro psiquiátrico. Ibsen tenía conocimiento de estos hechos mientras trabajaba en el texto de Casa de Muñecas.
Casa de muñecas corresponde a la llamada segunda época de Ibsen, cuando algo ya alejado de la etapa sobre el folklore y las costumbres tradicionales noruegas se dedica más a un tipo de teatro de realismo social y de crítica ante los problemas sociales de su época.
Nora, la protagonista, es una mujer que vive en un mundo cerrado, dentro de una sociedad masculinizada. Su padre, y ahora su marido Torvald Helmer, la han tratado como a una niña pequeña, no dejándola pensar ni actuar por sí misma y mimándola al máximo, y ella se ha dejado llevar, adoptando una actitud infantil y sumisa.
Nora solicita un préstamo a Krogstad, empleado del banco que dirige su marido, dinero que utilizará para viajar a Italia y salvar la vida de Helmer, que necesita ciertos cuidados para su salud que no podía obtener en su Noruega natal. Así Nora se demuestra a sí misma su valía como mujer y su capacidad para tomar decisiones.
Cuando Krogstad pierde su empleo, presiona a Nora para recuperarlo amenazándola con revelar a su marido el contrato y denunciarla por falsificar la firma de su padre, necesaria para el aval.
Nora comprende que a su marido le ofendería saber que está en deuda con ella, pero finalmente decide que lo mejor es explicarle lo que ha pasado. Sin embargo, cuando Torvald Helmer considera lo ocurrido una falta contra su honor es cuando Nora se da cuenta de la falsedad de su matrimonio y toma una decisión que la hace madurar y demostrar su rebeldía: renuncia a su matrimonio y a sus hijos y abandona el hogar conyugal.
De esta manera, Nora adquiere una modernidad que alcanza una notoriedad en el canon literario decimonónico superior incluso a Emma Bovary, a Eugenie Grandet, a Ana Ozores o a muchas otras que no alcanzan ese grado de profundidad y libertad que obtiene Nora en su acto de marcharse. Cuando la señora de Helmer da un portazo, está abriendo simbólicamente la puerta a otra estancia, a la que por otra parte se accedió desde varios lugares: la de la modernidad literaria.



La situación de la mujer en la sociedad moderna suscita cuestiones que inspiran á Ibsen evidentemente un interés profundo. La mujer tiene un alma que perder ó salvar: tal es el problema que se exhibe.
Casa de muñecas nos presenta una mujer, á quien consideran como una verdadera muñeca su padre y su marido. Con ese carácter tan infantil sería absurdo pedir á semejante criatura los más rudimentarios elementos de moralidad. Nora obra como quien es. Falsifica la firma de su padre para dar el dinero á su marido, sin prever las consecuencias posibles de tal acto. Cuando sobreviene el conflicto inevitable, nota que su marido se preocupa más de la respetabilidad aparente que de la rectitud interior. En el primer momento de sorpresa Nora Helmer toma el partido de abandonar el domicilio conyugal. Vive en una completa ignorancia (se dice), y no abriga esperanza de recibir lecciones saludables, mientras permanezca bajo la tutela de su marido.
Puede acertar y engañarse juntamente, pero el dramaturgo no tiene para qué preocuparse de la moral; mira la situación como natural é inevitable, dado un marido como Towald y una mujer como Nora. Si un hombre no ve más que un juguete en la compañera de su vida, esta última, apenas la iluminen los primeros vislumbres de educación y de libertad, hará de ellos un uso insensato necesariamente, llevada de su ignorancia.
(El teatro de Ibsen, La España Moderna, Mayo 1891).


La tendencia al realismo de la literatura alemana de entonces comenzaba a cristalizar alrededor del drama extranjero. Ibsen fue a Roma en septiembre de 1878 y al volver a Munich en octubre de 1879 ya tenía los borradores de Casa de muñecas. Fue entonces cuando Ibsen vivió con más pasión su feminismo. No reclamaba la igualación de los sexos. De las mujeres amaba la gran diferencia. Aun las mujeres feministas, como Camila Collett, le seducían por lo femeninas. Por eso Nora, una de sus más grandes creaciones dramáticas, no defiende sus derechos de mujer, sino su dignidad de criatura humana. Al descubrir Nora que cuanto le dio Helmer fue solamente por esa fácil disposición amorosa de los hombres, pero que nunca la respetó él como persona libre, abandona hijos y todo y se va. No puede permanecer en un hogar donde sólo se la ama con los sentidos, donde el matrimonio es una fiesta para los cuerpos.
La sociedad de los hombres no reconoce dignidad a las mujeres. En el mejor de los casos las tratan, como a muñecas. Nora no ha de someterse. “Quiero averiguar quién tiene razón, si la sociedad o yo”, dice. Y cuando Helmer le recuerda “sus deberes más sagrados hacia el marido y los hijos” Nora responde: “Tengo otros deberes tan sagrados como esos: los deberes para conmigo misma. Ante todo, soy ser humano, con igual derecho que tú, o por lo menos debo intentar serlo.”
Desde el punto de vista teatral Casa de muñecas es un jalón en la literatura dramática. Desde La comedia del amor Ibsen se había ido librando de las tradiciones que pesaron sobre él: Scribe, Augier, Sardou, etc. Aun en Casa de muñecas encontramos el confidente y el villano, los contrastes, las coincidencias, el efectismo de la tarantella, la preparación artificiosa del desenlace... Pero a cierta altura parece que Ibsen se hubiera dicho ¡no más concesiones!, y toda la segunda mitad del acto final —desnuda, íntima, simple— mostró el valor dramático de la discusión.
En la estructura tradicional de exposición, nudo y desenlace Ibsen sustituye imprevistamente el desenlace con una discusión. Cuando Nora dice: “Siéntate, Torvaldo, tenemos que hablar”, comienza un nuevo período en la historia del teatro. Dos personas, dos sillas: nada más. Pero en ese instante el drama salta de la mera exterioridad a los conflictos de conciencia. Es lo que siempre había tratado de hacer el genio de Ibsen, desde Catilina, pero en los comienzos iba a tientas: ¡cómo cuesta prescindir de las modas, de los prestigios establecidos, de las técnicas heredadas, de las muletas retóricas! En adelante Ibsen no confiará más en las llamadas “situaciones dramáticas”, sino en el poder de la discusión. Y al centrar cada pieza en la discusión promueve un total cambio de recursos teatrales y funda una nueva escuela dramática. A partir de Casa de muñecas ya se va haciendo patente el sentido de la gran renovación ibseniana.
Extraído de Anderson Imbert, Ibsen y su tiempo, 1946.



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Henrik Ibsen - PEER GYNT

En la primavera de 1864, Ibsen salió de Cristianía y abandonó su patria. Hizo un viaje á Italia, y como el poeta Goethe, echó raíces en aquel suelo privilegiado del arte y de la poesía. El Diario popular noruego dio muchos detalles de su estancia en Italia. Contaba la simpática alegría que le animaba a su entrada en Roma, las ilusiones de su espíritu emprendedor, y la seguridad que tenían todos los que conocían su talento de que algo grande había de resultar como fruto de su espíritu fecundo. Así fue, pues sus dos obras mejores, Brand y Peer Gynt, publicadas en 1866 y en 1867, las escribió en Roma, como Goethe, que necesitó del cielo de Italia para terminar su Ifigenia y su Tasso.
Ibsen respiraba una atmósfera nueva, que le hizo también emprender nuevos derroteros. No consiguió nuestro poeta, como Goethe, remontarse de las pequeñeces más triviales á la belleza más sublime, ni contemplar á través de la espesa niebla de la humanidad doliente el eterno sol de la verdad infinita. No vio nunca el veneno que, al morderle como traidora serpiente, le infiltró el pueblo de su propia patria. Pero Ibsen aprendió en Roma cuál era la verdadera misión del poeta: consiste ésta en reproducir con originalidad las pasiones y los sentimientos de los hombres, ajustándose á lo que nos dice la ciencia y la experimentación, y libres de toda tendencia ideal, presentando de este modo á los lectores una especie de espejo fiel de la vida de su tiempo.
En Roma encontró Ibsen paz y tranquilidad para el trabajo. Sus relaciones eran aún muy escasas, «pero había roto las cadenas», como él mismo decía, que le ligaban á su patria; respiraba esa atmósfera de hermosura, de recuerdos y de grandeza. En Roma se encuentra el que se busca, entra en sí el que divaga. Ibsen se sintió rejuvenecer en Roma, donde estaba con su familia, y rodeado siempre de artistas y de amigos. Allí se estableció definitivamente, y algunas veces recordaba con amargura su decisión de no volver jamás á su patria. Sólo abandonaba la ciudad en los veranos, para irse á un pueblo de los Apeninos ó de la costa. Trabajaba desde la mañana hasta la tarde, y el resto del día lo pasaba con sus amigos. Pocas veces hablaba de sus trabajos. No le gustaba, y esto ocurre á todos los grandes poetas, enterar á los demás de los argumentos de sus composiciones.
(L. Passarge, en Enrique Ibsen, La España Moderna, 1892).


Peer Gynt es un drama tan rico en intenciones como Brand, pero con un predominio de lo lírico sobre lo lógico. Sería fácil explicar a Brand y Peer Gynt dentro del mismo sistema: Brand, la voluntad, Peer Gynt, la fantasía. Brand, el hueco ideal de las virtudes ausentes en el pueblo noruego; Peer Gynt el retrato de los defectos patentes en ese pueblo. Brand, el héroe, Peer Gynt, el fanfarrón...
Sin embargo Peer Gynt no es una alegoría, sino un poema lírico escrito en plena embriaguez.
Sobre la blanda materia de los caprichos de la fantasía ha ido operando una concepción del hombre, de la voluntad, del sentido de su conducta. Por eso, aunque la fantasmagoría de Peer Gynt es pura belleza, encontramos el tema de siempre: la vocación. Peer es el hombre sin vocación, he aquí el quid. Fantasea, pero siempre a la zaga de las circunstancias. La primera voz del poema es la de su madre Aase: “¡Mientes, Peer!” y contesta Peer: “¡Confía en mí! Espera que yo realice algo, algo realmente grande... ¡Seré Rey, Emperador!... Sólo necesito tiempo”. Aase, que lo conoce bien, suspira con tristeza: “Hubieras podido ser algo si, desde la mañana hasta por la noche, no tuvieras la cabeza repleta de embustes, hojarasca y desatinos”.
Peer Gynt va a las bodas de Ingrid y allí conoce a Solveig, que se desliza por la fiesta como un ángel rubio, tímido, pudoroso. Se enamora de ella como de un sueño. Bebe, asusta a Solveig... Luego, por despecho, rapta a Ingrid, la recién casada, y se la lleva a cuestas hacia lo alto de la montaña, perseguido por todos.
Ya lo tenemos a Peer Gynt obligado a andar por el mundo. Las circunstancias lo han empujado, no su voluntad. Aunque Peer razona a cada paso, es evidente que él no tiene una conducta intencionada, sino que se mueve en zigzag y a barquinazos. A veces lo agita un impulso de águila, pero es cosa del momento. No tiene vocación ni tiene ideales. Y en cuanto avanza cae en un nuevo enredo. Por ejemplo, el de la mujer verde, hija del Rey de la Montaña. Peer se casará con ella, con el reino por dote. Duendes, gnomos, espíritus, le imponen condiciones que Peer Gynt va aceptando una a una, hasta que quieren enajenarle su libertad, cambiarle de alma, convertirlo en duende. Peer se resiste, pelea, huye, pero ya lleva el estigma de los duendes. Los hombres dicen: “¡Sé tú mismo!” Peer, como los duendes, tendrá como lema: “¡Bástate a ti mismo!” Será un egoísta, no una personalidad creadora. Peer está encerrado en un yo falso que no es voluntad sino compromiso. Es la escena de la Cueva. Peer Gynt golpea con una rama las tinieblas que lo rodean. No puede pasar. Por mucho que ande siempre está en el centro. Es una prisión de niebla, redonda y sin forma. Escapa, no obstante. Y dos años después es el Creso de los armadores de Charlestown, tratante de negros en Carolina, vendedor de ídolos en China, contratante de misioneros, propietario en la América del Sur... Su táctica: “No dar jamás un paso decisivo, avanzar con prudencia por en medio de las emboscadas de la vida, acordarse de que no se limita al combate del presente y tener detrás una línea de retirada segura”.
En eso, mientras está contando cómo acumuló su riqueza, se la roban. Entonces se disfraza y se hace pasar por Profeta. Ante las nuevas circunstancias hace otra vez el balance: “Buscar el yo en el poderío del oro es edificar sobre arenas” ”¡Profeta! ¡Esto es ya una posición! Sé donde estoy. Cuando me agasajan es por mí y no por mi dinero. Soy el que soy, sencillamente”.
Cree haberse encontrado, cuando han sido las circunstancias las que cambiaron. Ahora llamará yo al sensualismo, así como antes el yo era el poder del dinero. Hasta que, al engañarlo Anitra, Peer comprende la falsedad. Pese a lo cual no se corrige. Ahora huirá del presente y recorrerá, palmo a palmo, los caminos de la civilización: Egipto, Asia, vuelta al Mar Rojo, Babilonia, Troya. Atenas... Por ahí lo nombran Emperador del Manicomio. El loco es el perfecto ensimismado. ¿Qué yo más pleno, más encerrado en sí mismo que el del loco? Al final Peer vuelve a Noruega, viejo, solo, con un dinero que se le pierde en el naufragio. Y otra vez el balance al que Peer siempre está dispuesto: es la famosa escena de la cebolla. Coge una y la va arrancando las telas, una por una. Cada tela es una falsa aventura, es un papel representado, es una personalidad simulada:
PEER GYNT: (Arrancando varias telas a la vez) ¡Cuántas envolturas! ¿No aparecerá nunca el corazón? (Desgarra a pedazos lo que queda de la cebolla). ¡No hay nada! En el mismísimo centro no hay sino envolturas, cada vez más pequeñas y pequeñas...
No hay en la cebolla (como tampoco en su alma) ni hueso ni fondo. Y ahora Peer escucha claramente su culpa. Es de noche. La selva de pinos ha sido devastada por un incendio. Todo está envuelto en humo. Y Peer oye los reproches: “Somos pensamientos que tú debiste haber pensado”, le dicen ovillos de hilo gris que ruedan entre los troncos calcinados. “Somos consignas que debiste haber proclamado”, le dicen las hojas secas. Y las voces del aire: “Somos las canciones que debiste haber cantado”. Y las gotas de rocío: “Somos lágrimas no vertidas”. Y las briznas de paja: “Somos acciones que debiste haber realizado”.
Peer Gynt sigue su marcha, pero le intercepta el paso el Fundidor, personaje con valor de símbolo, de alegoría, dentro de la concepción religiosa de Ibsen. El Fundidor le revela a Peer la orden de Dios: “Comunicarás a Peer Gynt que habiendo faltado a su destino debe, como producto averiado, ser fundido de nuevo”. Y agrega el Fundidor: “El Amo es económico, y por eso es tan cuidadoso. No arroja nada que pueda servirle de materia prima. Ahora bien, destinado a brillar como botón en el vestido universal, viniste sin engaste. No queda más recurso que arrojarte a la caja de botones estropeados para que vuelvas a ser derretido en la masa”.
La actitud de Ibsen al crear a Peer Gynt fue de amor. Aun de amor por sus defectos. ¡Es tan humano Peer! Por lo mismo que sospechaba que toda existencia es fracaso, Ibsen se enterneció con Peer Gynt, la más desvalida, la más lírica, la más alocada criatura de su teatro. Acaso sea Peer Gynt el poema de Ibsen que la posteridad prefiera siempre.
Extraído de Anderson Imbert, Ibsen y su tiempo, 1946.

En los dramas de Ibsen hay toda la complejidad de la vida moderna y toda su filosofía.
Quizá sean los únicos que hoy satisfagan á los espíritus intelectuales. Llegamos, con ellos, á los más hondos conflictos de la conciencia. Tiene más importancia el fracaso moral de una vida que la muerte de un hombre. La vida nos arrastra como un torbellino y nuestras voluntades son impotentes. Querer domeñar la existencia y ser víctimas de la realidad: esta es la tragedia en casi todos sus personajes.
Peer Gynt quiere afirmar su yo, perseverando en él. Tiene el orgullo de la personalidad y ansía su imperio. Y, sin embargo, no realiza el destino y su existencia es amorfa Todos sus arrebatos y sus maldades no sirven más que para extraviarle. Vive sólo para sí y su obra es estéril.
Hay escenas de una ternura sublime, por su misma condición, como las de Aase con la gente del pueblo y con su hijo: son momentos culminantes en que la vanidad de la vida se ofrece con aureola de luz eterna. Lágrimas vienen á los ojos, como si entonces la verdad surgiera de la belleza.
Peer Gynt quiere amoldarse á toda manifestación humana, como para imprimir el sello de su yo, y cada átomo de éste desaparece en la peregrinación loca. ¿Qué alcanza en su carrera? Vacío en tomo á él y extrañeza en el mundo. No hay solidaridad entre éste y él. Pero en su alma existe lo real y lo sobrenatural.
El héroe de esta obra, como tantos hombres, es víctima de su imaginación. Quiere Peer Gynt realizarla á toda costa y sus actos son vulgares: no pueden contenerla. Da á su vida una orientación que le es impropia, la aplica erróneamente, y este problema de alta psicología moral fue ya la preocupación del autor del Wilhelm Meister. ¡Cuántos hombres se consagran á obras que no les son peculiares!
Al final del drama volvemos al leitmotiv de la personalidad. ¿Dónde se ha ofrecido de modo tan filosófico y tan humano, como en las últimas escenas del último acto, la situación dramática del despojamiento de nuestro yo por la muerte? «Tú eres como una moneda de efigie gastada, que hay que fundir de nuevo»—dice el fundidor á Peer Gynt. ¡Que terror más profundo de éste, al percatarse de que su yo es un mito! La persona aparece como una ilusa y momentánea representación de esa voluntad universal, á la que todos obedecemos y que juega con nosotros. No nos conocemos y no somos nosotros. Nuestro yo, al menos, se desvanece en la sustancia del mundo. De su voluntad procedemos y á ella volvemos.
Sin embargo, nuestra personalidad vive en la representación que de ella toman los demás hombres y en ellos queda. Por eso es tanto más grande la escena de ternura entre Peer y Solveig cuando aquél la pregunta si es él mismo y si vive, contestándola ella que sí, que en su corazón y en su esperanza.
¿Hay problema más pavoroso que éste? Ibsen ejerce en sus obras de adivino del alma.
J. PÉREZ JORBA, en la Revista Blanca, 1902.

Años más tarde de haber escrito Peer Gynt, después que la obra ya se había publicado repetidas veces, Ibsen decidió llevarla al teatro. Peer Gynt está escrito en verso. Originalmente iba a ser un drama escrito para ser leído, no para ser interpretado en teatro. Las dificultades para cambiar rápidamente de escena (incluyendo un acto entero en oscuridad) ocasionaron algunos problemas en la interpretación.
Parte del plan de Ibsen para adaptar Peer Gynt a la escena era ponerle música a algunas partes, de modo que se puso en contacto con el compositor Edvard Grieg, también noruego. Grieg terminó la partitura al año siguiente y Peer Gynt se estrenó con gran éxito en la ciudad de Oslo a principios de 1876.



La partitura de la obra tenía un total de veintitrés movimientos, y más tarde, en 1888 y 1891, Grieg extrajo varios movimientos, hasta dejar los ocho definitivos, divididos en dos grupos: Suite nº1 (Opus 46) y Suite nº2 (Opus nº55).
Con la música de Grieg, Peer Gynt se convirtió en el drama nacional noruego, ocupando una posición en la conciencia noruega comparable al Fausto de Goethe en Alemania y al Hamlet de Shakespeare, en Inglaterra.

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