En 1769 brillaban —comienza así su historia el Padre Coloma—, así en los salones de París como en la corte de Versalles, dos ilustres españoles: el Marqués de Mora y el Duque de Villahermosa.
El primero, primogénito del Conde de Fuentes, Embajador del Rey Católico en la corte de Francia, contaba veinticuatro años; el segundo, agregado á la Embajada de España desde seis años antes, rayaba ya en los cuarenta. Sospechoso era, ciertamente, y poco recomendable para la moral y la piedad cristiana brillar y distinguirse en aquel vasto escenario, el más resbaladizo y corrompido de la Europa de entonces; porque nunca como en aquel tiempo pudo aplicarse á la babilonia de París el calificativo de Universidad de los siete pecados capitales, que más de un siglo después había de darle un grande hombre.
Dos faros luminosos, pero de luz diabólica y siniestra, alumbraban en aquella época la alta sociedad francesa Voltaire y la Du Barry, la soberbia y la carne; los dos ojos del demonio, fijos en un solo punto, la sociedad de París, para magnetizarla y subyugarla y extender ó mantener luego su dominio sobre toda la Francia y sobre toda la Europa, y aun sobre el mundo entero.
Imperaba la una en la Corte, dictaba el otro sus leyes desde Ferney al mundo filosófico, y las corrientes de elegante depravación que de aquélla venían, y las de pedantesca impiedad que manaban de éste, fundíanse en una sola catarata que pretendía anegar, sabiéndolo y queriéndolo todos, el dogma y la moral católica, y había de derruir, sin saberlo y sin quererlo muchos, el trono y el orden social reinantes; porque la piedra fundamental de toda sociedad ha sido siempre la piedra de un altar, y cuando esta piedra se remueve ó se derrumba, la sociedad se mueve también ó se derrumba con ella...
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De la escandalosa conducta seguida en París por el Marqués de Mora (José María Pignatelli de Aragón y Gonzaga, 1744-1774), sus locos devaneos con mademoiselle de Lespinasse y su culto idolátrico por el patriarca de Ferney (Voltaire), larga cuenta nos da el P. Luis Coloma en su monografía sobre este personaje.
Como en todas las obras del autor de Pequeñeces, resaltan en El Marqués de Mora la pintura de caracteres y la descripción de la vida aristocrática.
El malogrado hijo del Conde de Fuentes, Embajador de España en Paris, viudo a los veinte años de Doña María Ignacia del Pilar Abarca de Bolea y Fernández de Híjar (1745-1764) hija del Conde de Aranda, fue el amante apasionado de Julie de Lespinasse (1732-1776) famosa organizadora de un Salón en la Rue Bellechasse y protectora de Jean le Rond D'Alembert.
Allí acabaron congregándose los filósofos más brillantes del país como d'Alembert, Diderot, Condillac, Marmontel, Turgot, Condorcet,... Su Salón se erigió entonces en el auténtico hogar del movimiento enciclopedista.
Cortejada por d'Alembert, le prefirió a éste dos caballeros como el marqués de Mora y el conde de Guibert. Tras las sucesivas frustraciones sufridas con estos dos amantes, su salud se resintió de tal manera que abandonó su vida mundana para morir dos años después al enterarse del matrimonio del conde de Guibert. Algunos vieron en su exaltado temperamento y en la violencia de sus sentimientos, los signos precursores de las tendencias del romanticismo.
Él Marqués murió de tuberculosis a los veintinueve años.
Fue la vida del Marqués de Mora en París una continuada orgía material y moral —escribe Luis Coloma—, en que su carne gustó todos los vicios, y su entendimiento abrazó todos los delirios, á toda prisa, sin punto de reposo, en conjunto casi, como si temiese que la muerte, que tan de cerca le acechaba, pudiera privarle de algún goce ó apartarle de algún error.
Encuéntrasele en aquella época comensal mimado y festejado de aquellas cenas famosas que justificarían la revolución, si pudiera ser un crimen justo castigo de una blasfemia.
Mad. d'Epinay escribe á Grim en Octubre de 1771: «Os diré como última noticia, que Mr. de Sartine ha cenado anoche en mi casa con el Marqués de Mora, Mr. de Magallón y el Marqués de Croismare.» Y lo que es verdaderamente raro, la vieja Du Deffand escribe á Horacio Walpole en Diciembre del mismo año: «Hace tres días que tengo mesa abierta, es decir, doce ó trece personas cada noche. La de ayer fué la más brillante: estuvieron los Beauvau, la Cambis, Stianville, Toulouse y tres extranjeros, Caraccioli, Mora y Creutz.»
Lo cual prueba que la pasión de Mora por Mlle. de Lespinasse, no llegaba hasta el punto de sacrificar á ésta las divertidas y solicitadas cenas de su aristocrática rival y antigua señora.
La Lespinasse, por su parte, apretaba más y más los grillos en que tenía aprisionado á Mora, que lo mismo podían ser los del amor que los de la vanidad, especie harto común de amor con que corresponden los hombres fatuos á las preferencias de mujeres de algún renombre. Habíale ligado en este tiempo con un hombre peligroso, de su amistad íntima, Condorcet, que arrastró á Mora del odio del altar al odio al Trono, paso que no habían dado aún todos los filósofos, ni llegaron á dar en Francia sino muy corto número de grandes, ni acaso ha dado todavía en España uno solo de entre ellos.
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Sucesora y apéndice de Retratos de antaño, la biografía del Marqués de Mora es viva muestra, en opinión de Coloma, del estrago que en la juventud española causaban las doctrinas libres de la Enciclopedia. Son breves, pero sabrosas páginas las que traza el Padre Coloma sobre aquel joven volteriano que cayó en las redes de la sociedad francesa de fines de ese siglo. Tal semblanza del Marqués de Mora sugiere ya la España liberal de la centuria posterior.
(Extraído del artículo El padre Coloma aparecido en la revista Cuba Contemporánea (n.64, 1920) firmado por Fernando de la Vega).