Acerca del autor
Salvador Bermúdez de Castro y Díez, duque de Ripalda, nació en Jerez de la Frontera, el 6 de agosto de 1817. Estudió derecho en Universidad de Sevilla y fue muy amigo de Ventura de la Vega y de García Tassara . Fue nombrado secretario del Consejos de ministros en el Gabinete del general Narváez, siendo herido en el atentado realizado contra éste en 1844.. Ministro plenipotenciario en México en este año y hasta 1847, interrumpida las relaciones de esa República con Francia llevó la representación de esa nación con tal habilidad que el gobierno francés le premió con la gran cruz de la Legión de Honor. De regreso a España representó en las Cortes hasta 1853 el distrito de Algeciras. En este año fue nombrado ministro de Nápoles en cuyo puesto permaneció hasta 1864. Embajador en París, en 1865-1866, senador hasta 1866 y desde 1876 aunque en esta época no tomó posesión. Residente en Roma en los últimos años de su vida, fue restaurador de la famosa villa Farnesina, propiedad del rey de Nápoles, que se la había cedido en enfiteusis. Gracias al esfuerzo de este ilustre jerezano no se han perdido los frescos de Rafael y de otros insignes pintores de la villa Farnesina, celebérrima en el arte. Salvador Bermúdez de Castro murió en Roma el 23 de marzo de 1883.
El poeta jerezano enriqueció la poesía de su tiempo en el tema de la naturaleza, cantando su amor a Andalucía como Pastor Díaz y Gil Carrasco, hicieron en sus regiones respectiva, e interpretó los acontecimientos de su época a la luz de las ideas y los problemas europeos, lo cual le diferencia de sus colegas contemporáneos, en quienes predomina la nota nacional y sentimental. Formó parte del primer grupo de jóvenes que se sentían entusiasmados por la revolución literaria de 1835, sirviendo de modelo a otros poetas que dieron impulso a la nueva escuela.
Bermúdez escribió también un estudio histórico, Antonio Pérez, secretario de Estado del rey Felipe II.
Como dato curioso merece recordarse que Bermúdez de Castro utilizó con preferencia en sus poesías la octava de endecasílabos con rima aguda en los versos cuarto y octavo, hasta el punto de que, de él, tomaron el nombre de bermudinas.
A Salvador Bermúdez de Castro dedicó Valera unos párrafos muy sentidos en el prólogo de su Florilegio, lamentando que hubiera abandonado tan joven el cultivo de la literatura para dedicarse de lleno a la diplomacia y a la política. Y como dijo el poeta jerezano. “Bajo la copa del ciprés doliente / en mi pereza muelle descansado, / dejo el triste vaivén de lo presente, / busco el dulce solaz de lo pasado”.
Sobre Antonio Pérez
Antonio Pérez fue legitimado por Carlos I en 1542 como hijo de don Gonzalo Pérez, uno de los más prestigiosos secretarios del emperador y, posteriormente, de Felipe II, ya que el origen de su nacimiento quedaba bastante oscuro. Resulta muy probable que el citado Gonzalo Pérez fuese realmente quien lo engendrara durante la etapa en que ejerció como clérigo, como así puede deducirse de las reiteradas acusaciones de sus enemigos en tal sentido, que don Gonzalo siempre negó. Esta circunstancia empañó el origen de Antonio y determinaría su carácter de persona desconfiada y envidiosa y de político intrigante y ambicioso.
Legitimado ya el pequeño Antonio por el emperador, fue puesto bajo la custodia del portugués Rui Gómes de Silva, príncipe de Éboli, en cuya mansión fue criado y protegido por este noble hasta que se decide el inicio de su formación, cuando contaba los 12 años. La formación del niño se cuidó con esmero, ya que estudió en las más prestigiosas universidades europeas: Alcalá, Salamanca, Lovaina y Padua. La cultura italiana le influyó considerablemente, pues fue el país transalpino en donde pasó más tiempo.
Su mentor, el príncipe de Éboli, le requirió para su traslado a la corte, donde iniciaría su formación política de mano de su padre, quien en ese momento desempeñaba el cargo de secretario del Consejo de Estado. A la muerte de don Gonzalo, en abril 1566, Antonio asumió la responsabilidad de la parte de la Italia española.
Sabedor el rey Felipe del disparatado tren de vida, pleno de lujo y ostentación, que llevaba el joven Antonio Pérez en el Madrid imperial, exigió a su secretario que pusiera fin a vida tan disoluta y se casara, para firmar oficialmente su nombramiento. Esta faceta de crápula la mantendrá Antonio Pérez durante buena parte de su vida, quien, una vez secretario, se entrega a los brazos (y a la cama) de la princesa de Éboli, doña Ana de Mendoza y la Cerda (1540-1592), viuda ya de don Rui Gómes, el mentor de Antonio Pérez.
Por su educación, doña Ana tuvo un carácter orgulloso, dominante y altivo, pero también voluble, rebelde y apasionado, todo lo cual le venía dado por sangre de los antiguos Mendozas. De la infancia de esta mujer, no hay noticias destacadas, salvo aquella que dice que era tuerta. En torno a esta lesión física hay una leyenda que atribuye la pérdida del ojo a una caída del caballo o a la práctica de esgrima, pero este dato no es fiable; quizás no fuera tuerta, sino bizca. Sea como fuere, lo cierto es que quienes la conocieron alabaron su belleza, a pesar del parche negro que la adornaba. Por otra parte, Antonio Pérez acrecentó aún más si cabe su fama de persona dada a los lujos, alegres reuniones y opíparos festines, para cuyo mantenimiento se vio obligado a recurrir a turbios asuntos cargados de corruptelas en los que la Historia involucra presuntamente a su amante doña Ana de Mendoza.
Aunque lentamente, Antonio Pérez había ido ganándose la confianza de Felipe II, pasando a ser uno de los más destacados miembros del partido ebolista, enfrentado con el otro grupo de poder en la corte, los partidarios del Duque de Alba. Tal fue la confianza que don Antonio consiguió del rey, que le encargó la elección de una persona de su entorno para espiar a su hermanastro don Juan de Austria (1545-1578), que aspiraba a tener su propio reino, contrayendo matrimonio con María Estuardo, reina de Escocia, reino que ampliaría luego apoderándose de Inglaterra. Resultó elegido don Juan de Escobedo, otro protegido, al igual que Antonio Pérez, del difunto príncipe de Éboli. Pero parece ser que, al conocer Escobedo las relaciones que Pérez mantenía con la viuda de su protector, censuró su comportamiento y decidió abandonar al secretario para apoyar las opiniones de don Juan, que por entonces el rey había destinado a los Países Bajos como Gobernador General.
El enfrentamiento con Escobedo provocó la pronta caída de Pérez, que, herido en su amor propio, decidió perder a su amigo. La ocasión para su venganza se le presentó con motivo de una visita oficial que Escobedo hizo a Madrid, enviado por don Juan para recabar mayores apoyos en su política flamenca. Don Antonio acusó a Escobedo ante Felipe II de fomentar los ambiciosos planes de poder de don Juan de Austria. El rey se dejó convencer por su secretario y, según posteriores declaraciones de éste, le autorizó a que atentara contra la vida de Escobedo, que resultaría muerto a estocadas por asesinos pagados en una calle de Madrid el 23 marzo de 1578. El clamor popular inculpó del asesinato a Pérez y la familia de Escobedo pidió justicia ante el rey.
Este error político fue rápidamente aprovechado por los enemigos de Pérez, que suscitaron la sombra de la duda en el ánimo del monarca. Felipe II, recelando que había sido juguete de las intrigas de su secretario, le mandó prender. Se inició una investigación en la que se descubrió la culpabilidad del secretario. Felipe relevó a Pérez por el anciano cardenal Nicolás Perremot de Granvela (1517-1586) y Antonio era detenido y encarcelado el 28 de julio de 1579.
La causa por la que Pérez fue enjuiciado se limitaba a asuntos de corrupción, sin profundizar en el asesinato de Escobedo. El proceso se prolongó once años, sin que se llegase a nada concluyente. Pérez fue condenado a 2 años de cárcel y 10 de destierro, pero, simultáneamente, se inició el proceso por el asesinato de Escobedo, que acabó con la acusación formal y tortura del reo. Corría el mes de junio de 1589 y Pérez se vio perdido, por lo que comenzó a pensar en la huida
Incomprensiblemente, Antonio Pérez logró fugarse de su cárcel de Madrid, y el 19 de abril de 1590 llegaba a Aragón, buscando amparo, valiéndose de su condición de hijo de aragonés, en los fueros de aquel antiguo reino, donde, en virtud del privilegio de manifestación, se puso bajo la protección del Justicia foral, don Juan de Lanuza. No obstante, el magistrado ordenó su reclusión en una cárcel de Zaragoza.
Legalmente, el rey no podía enjuiciar en Aragón a un reo que hubiese cometido su crimen en el reino de Castilla, por lo que recurrió al único tribunal que tenía competencias en todo el territorio peninsular, la Santa Inquisición. Por presión real, Antonio Pérez fue acusado de herejía y se dispuso su traslado a una cárcel inquisitorial, sin que previamente hubiese dado su consentimiento el Justicia de Aragón, que interpretó tal decisión como una agresión a los fueros aragoneses.
Con gran habilidad, Pérez consiguió unir su causa a la del respeto a los fueros, y haciéndose pasar por víctima del rey, soliviantó a su favor al pueblo zaragozano, que exigió violentamente de los inquisidores la libertad del reo, en medio de una insurrección que propició la huida a Francia del acusado. Felipe II envió un ejército a Aragón, que puso fin a los disturbios y, considerando a don Juan de Lanuza culpable de lo ocurrido, mandó procesarlo. Lanuza fue decapitado en Zaragoza y muchos nobles murieron en las cárceles. Después modificó y limitó las atribuciones de los fueros de Aragón, e hizo que el cargo de Justicia del reino fuera, en adelante, de nombramiento real.
Una vez en territorio galo, Pérez recibió el apoyo de Enrique IV, acérrimo enemigo del rey Felipe, protección que él pagó revelando traidoramente secretos de Estado, al poner en manos de éste atractivos proyectos desestabilizadores para España. El fracaso de los intentos de invasión francesa motivó el traslado de Pérez a Inglaterra, donde también contó con importantes ayudas, ofreciendo interesante información que sirvió para el posterior ataque inglés a la plaza de Cádiz en 1596.
Pero el Tratado de Vervins (1598), que dio fin a las guerras de religión en Francia, supuso el final diplomático de Pérez, que se dedicó a la escritura, llegando a publicar dos importantes obras que tuvieron un destacado efecto negativo en la figura de Felipe II: las Relaciones y las Cartas, otra base originaria de la injusta leyenda negra formada contra aquel monarca y contra España.
Muerto ya Felipe II, Antonio Pérez intentaría obtener el perdón hispano en numerosas ocasiones, siempre con resultado negativo, hasta que falleció en la más absoluta pobreza en París, el 7 de abril de 1615.
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