Benito Pérez Galdós – LOS CONDENADOS

La historia tiene lugar en el valle de Ansó, en la provincia de Huesca, una zona todavía hoy con sabor medieval en paisajes y costumbres y a cuyo sabor Galdós no fue insensible. Así lo reconoce el propio autor: Los días que pasé en Ansó fueron para mí muy gratos, y además grandemente instructivos. Los conocimientos que adquirí, pormenores y rarezas que observé tocantes a la vida social española, eran para mí un precioso caudal, que no cambiara por las riquezas que el minero extrae de las entrañas de la tierra. Yo no paraba en todo el día; de las calles sombrías pasaba gozoso al campo, donde entre variados cultivos predominaban las patatas y el lino. Noté que el trabajo campesino estaba en manos de mujeres, pues para el hombre se reservaban en aquel país las rudas fatigas y los peligros del contrabando.

En este contexto Galdós ubicará las andanzas, sinsabores y alegrías de la joven Salomé, el bueno y sabio Santiago Partenoy y el bandolero José León. Así es como en la trama de Los condenados se nos muestran los amores entre el bandido José León y Salomé, que cuentan con el rechazo del pueblo pero también con el beneplácito de Santiago Paternoy, novio ofendido de la muchacha que comprende sus sentimientos. Pero, ante un agravio por parte del forajido, Salomé lo pone en manos de la Justicia.
Como señala el propio Galdós, su pretensión era despertar las conciencias de los espectadores, un tanto adormecidas por el ideario positivista en boga, de tal suerte que afrontaran la verdad de sus vidas, asumiendo sus errores para así lograr una regeneración que los hiciese más humanos.

Los escritores no suelen llevar bien el fracaso pero todos han tenido alguno. Uno de los de Galdós fue el drama Los condenados, obra simbólica que trata sobre la recuperación de la conciencia personal. Quizá era una dramaturgia demasiado avanzada para su tiempo, acostumbrado al posromanticismo.
Escribe Galdós en su prólogo a la obra:
Esta obra, estrenada en el Teatro de la Comedia la noche del 11 de Diciembre (1894), no agradó al público.
Compuse el drama con la franca ilusión de que sería bien acogido; llegué a figurarme, trabajando en él con ciego entusiasmo, que lograba expresar ideas y sentimientos muy gratos a la sociedad contemporánea en los tiempos que corren; lo terminé a conciencia, lo corregí y limé cuanto pude, y persuadido de no haber hecho un despropósito, ni mucho menos, lo entregué confiado y tranquilo a D. Emilio Mario, que tuvo la bondad de mandar sacarlo de papeles sin pérdida de tiempo, y de repartirlo y ensayarlo con el esmero que es de ritual en aquella casa. El estreno, como brusca sacudida que nos transporta del ensueño a la realidad, me presentó todo al revés de lo que yo había pensado y sentido. El teatro es esto. Las obras de uno y otro género, así las muy pensadas y con cariño escritas, como las compuestas a vuela pluma, no son más que la mitad de una proposición lógica, y carecen de sentido hasta que no se ajustan con la otra mitad, o sea el público. ¿Casa? Resulta el conjunto verdad, el éxito. ¿No casa? Pues de seguro hay error grave en una de las partes, o en las dos.
Pero no tardó en venir a mi espíritu una resignación plácida, que me permitió apreciar los hechos con serenidad. El fin de toda obra dramática es interesar y conmover al auditorio, encadenando su atención, apegándole al asunto y a los caracteres, de suerte que se establezca perfecta fusión entre la vida real, contenida en la mente del público, y la imaginaria que los actores expresan en la escena.
Pues bien: aunque no he llegado al conocimiento preciso de las causas del desacuerdo entre autor y público, pensando en ellas desde la noche del estreno, quiero apuntar con absoluta sinceridad todas las que se me han ocurrido. ¿Cayó la obra por la marcha calmosa de la exposición, y la desusada longitud de algunas escenas? Podrá ser; pero no puedo olvidar que en otras obras he incurrido, quizás más ostensiblemente, en el mismo defecto, si defecto es, y el público no ha mostrado impaciencia; ha sabido escuchar y esperar.
Quizás la encuentre en que toda la cimentación de la obra es puramente espiritual, y lo espiritual parece que pugna con la índole pasional y efectista de la representación escénica, según los gustos dominantes en nuestros días, pues no admito tal incompatibilidad, de un modo absoluto, entre el desenvolvimiento psicológico de un plan artístico y las eternas leyes del drama. Y ya que hablo de acción psicológica, ¿consistirá mi yerro en haber empleado con imprudente profusión imágenes, fórmulas, y aun denominaciones de carácter religioso? ¿Será que la idea religiosa, con la profunda gravedad que entraña, tiene difícil encaje en el teatro moderno, y que el público, que goza y se divierte en él cuando ve reproducidos los afanes secundarios de la vida, se pone de mal humor cuando le presentan los elementales y primarios?
Y ahora quiero indagar fuera de la escena la causa del des acuerdo. ¿Será que el público, por instinto de ponderación, en el cual palpita un gran principio de justicia, se cansa de ser benévolo con este o el otro autor, y que por haberle enaltecido más de la cuenta, se complace después en arrojarle por el suelo?
Examinadas las causas probables, y no sabiendo fijamente cuál es la verdadera, se me ocurre que hay que buscar en la conjunción de todas ellas la razón del desgraciado éxito. De éste me declaro único responsable, pues los actores, sin excepción alguna, representaron la obra con inteligencia y esmero, venciendo en lo posible la turbación que debía producirles la inutilidad de sus esfuerzos ante un público en parte distraído, en parte hostil.