Araujo Sánchez fue un pintor, restaurador, grabador, y crítico de arte, nacido en Santander en 1824 y fallecido en 1897. Fue autor de dos conocidos estudios critico-biográficos sobre los pintores Goya y Palmaroli, colaborando también en importantes revistas y periódicos de la época, como El Arte en España, La Ilustración, La España Moderna, El Día o Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos. El interés de Araujo por la política museística del momento quedo patente en su obra Los museos de España, de 1875, donde no se arredra en criticar algunas de las ausencias y deficiencias que presentaba por aquel entonces el Museo del Prado, proponiendo, a su vez, la fusión de sus colecciones con las de la Academia de Bellas Artes de San Fernando.
Esta monografía sobre Goya tuvo su origen en una conferencia pronunciada en el Ateneo y que más tarde apareció en cuatro números diferentes de La España Moderna.
Aún admirando profundamente el genial talento del pintor aragonés, Araujo no deja de lado su sincera visión crítica acerca del artista objeto de su estudio: «La personalidad de Goya —escribe— es tan importante en la historia del arte, que son muchos los escritores que se han ocupado en escribir su biografía y en hacer juicios de sus cuadros y grabados; pero por lo mismo que ha llamado tanto la atención, se ha querido hacer de él lo que no fue; se ha inventado su leyenda, se han interpretado sus obras caprichosamente , y copiándose unos escritores a otros, ha resultado cierta unidad de opiniones que da a la fábula aspecto de verdad». « El objeto de este estudio —prosigue— es examinar sin pasión la obra de autor tan interesante, y exponer mis discrepancias de los que han escrito antes sobre el mismo».
«No tenemos, para juzgar a Goya como hombre, más datos positivos que algunos extractos de sus cartas, sus solicitudes a los reyes pidiendo ascensos en su carrera y sus obras.
De sus obras ya he dicho que se deduce que no tenía creencias políticas ni religiosas; era un escéptico, y como tal no se hallaba dispuesto a sacrificarse por nada, sino a transigir según sus conveniencias. Si hubiera sido patriota, al pintar Los Desastres de la guerra daría muestras de que simpatizaba con los que defendían sus hogares; pero para él tan feroz era el español que mataba un francés, como el francés que fusilaba a un español. «Bien te se está», dice de un extranjero moribundo. «Curarlos, y a otra», exclama ante unos combatientes heridos. La reflexión que le sugiere el ver a un compatriota a quien van a ahorcar por orden de los invasores, se reduce a decir: «¡Duro es el paso!» En otra ocasión le extraña la interpelación del agonizante, que presentando un crucifijo al paciente, con la cuerda al cuello, le conforta diciendo: «¿Te conformas?» ¡Siempre el sarcasmo! Siempre su eterna idea: ¡estúpidos! ¡salvajes! ¡fieras! No ve más, ¿cómo había de ver otra cosa en las corridas de toros? Basta examinar su Tauromaquia, para convencerse de que está tratada con el mismo espíritu.
En sus cartas se ve que le preocupaba mucho su familia, y el sostener el decoro correspondiente a persona a quien, «de los reyes abajo todo el mundo conoce», lo cual no se aviene con que anduviera continuamente mezclado en aventuras escándalos. De modo, que si como artista fue un hombre extraordinario y original, como ciudadano no ofrece rasgos particulares que le diferencien por vicios o virtudes del común de las gentes; que por más que se haya inventado y supuesto en contra, es lo que ha sucedido a la mayoría de los artistas».