La literatura infantil y juvenil Aparece como forma o género independiente de la literatura en la segunda mitad del siglo XVIII y se desarrolla de manera espectacular durante el siglo XX. Esto es debido, principalmente, al asentamiento en la sociedad de la concepción de la infancia como una etapa específica del desarrollo humano y que, como tal, requiere de una literatura propia. Engloba diferentes géneros literarios: ficción, poesía, biografía, historia, fábulas, adivinanzas, leyendas, poemas y cuentos de hadas y tradicionales de transmisión oral.
En la Edad Moderna, el descubrimiento del mundo antiguo sacó a la luz las fábulas de la Antigüedad. Junto a traducciones de Esopo (S. VI a.C.) aparecieron nuevos autores: en España, Sebastián Mey y su Fabulario de cuentos antiguos y nuevos (1613), y en Francia Jean de la Fontaine, autor de las Fábulas (1688).
Surgen también obras de literatura fantástica basadas en mitos, leyendas y cuentos populares de antigua tradición oral, entre las que destacan los Cuentos del pasado (1697) de Charles Perrault (1628-1703), donde reúne relatos populares franceses, leyendas célticas y narraciones italianas. Con ellos, Perrault introdujo y consagró los cuentos de hadas en la literatura infantil.
En 1704 Antoine Galland tradujo al francés Las mil y una noches, una recopilación de cuentos árabes medievales que causó un gran impacto en toda Europa. Más adelante, en Inglaterra, se publicaron dos novelas de aventuras que serían trascendentales para la literatura infantil y juvenil: Los viajes de Gulliver (1726) de Jonathan Swift, y Robinson Crusoe (1719) de Daniel Defoe.
En España, Félix María de Samaniego (1745-1801) y Tomás de Iriarte (1750-1791) escribieron sus fábulas moralizantes para niños con fines exclusivamente didácticos.
El siglo XIX fue el siglo de oro de la literatura infantil. El Romanticismo favoreció el auge de la fantasía a través de grandes escritores que se convertirían con el paso del tiempo en clásicos de este género. De esta época son los famosos cuentos infantiles de los alemanes Jacob Grimm (1785-1863) y Wilhelm Grimm (1786-1859), y del danés Hans Christian Andersen (1805-1875).
En Inglaterra, Oscar Wilde (1854-1900) continuó con la tradición de los cuentos de hadas, y en 1865 Lewis Carroll (1832-1898) publicó su obra maestra, Alicia en el País de las Maravillas. Otro de los grandes protagonistas de la literatura infantil universal surgió también por estas fechas, Pinocho (1883), del escritor italiano Carlo Collodi (1826-1890).
En Estados Unidos y Europa se afianzaron las novelas de aventuras. Mark Twain escribió Las aventuras de Tom Sawyer (1876), Robert Louis Stevenson (1850-1887) La isla del tesoro (1883), Rudyard Kipling (1865-1936) El libro de la selva (1894) y Julio Verne (1828-1905) sus novelas científicas que adelantaban el futuro.
En España hay dos figuras relevantes en esta época. Fernán Caballero, pseudónimo con el que firmaba Cecilia Böhl de Faber (1796-1877), fue una de las primeras escritoras que se preocupó por la literatura infantil. Recogió el folclore infantil y leyendas y cuentos populares. Luis Coloma Roldán (1851-1915), conocido como el Padre Coloma, fue un sacerdote jesuita en cuya obra, costumbrista y moralizadora, se recogen algunos cuentos infantiles como Ajajú, Periquillo sin miedo y El Ratón Pérez. Pero el gran impulso a la literatura infantil española lo dio la editorial de Saturnino Calleja Fernández (1853-1915). Creada en 1876, la editorial Calleja publicó casi todo lo que se escribía para los niños en el mundo. En estos años, la literatura infantil se caracterizaba por su fuerte didactismo, candidez y una cierta pedantería, llena de buenos comportamientos y una clara voluntad de inculcar la virtud y el sacrificio.
El ingreso de Coloma en la Compañía de Jesús y su posterior dedicación a la labor docente en centros de la orden —escribe Jaime García Padrino en Así pasaron muchos años… (en torno a la literatura infantil española)— determinaron tanto la intencionalidad de sus relatos cortos como el medio de difusión: las páginas de la revista El Mensajero del Corazón de Jesús. Las dedicatorias de aquellas narraciones reflejaban ese contacto del autor con los colegiales y los novicios, considerados por Coloma como el público más necesitado de enseñanzas morales.
Consecuencia de ese asumido apostolado literario es la actitud paternalista ofrecida en sus relatos infantiles.
Por otra parte, en la numerosa producción cuentística que Coloma dedica a los lectores más jóvenes —observa Mª de los Ángeles Ayala en Luis Coloma y la literatura fantástica— es frecuente encontrar relatos que se aproximan a lo que Todorov ha denominado “ámbito de lo maravilloso puro”, donde se parte de un pacto implícito entre el lector y el escritor, para aceptar lo más disparatado, absurdo e irracional como verosímil. A esa modalidad se puede adscribir relatos como ¡Porrita componte!, Periquillo sin miedo, ¡Ajajú!, Ratón Pérez y Pelusa, todos ellos recreaciones de personajes de temas tradicionales. Dado su carácter de cuentos para niños nadie se sorprende del poder de la voz ¡Porrita componte!, capaz de satisfacer las exigencias de los ambiciosos personajes del cuento; del poder mágico de un misterioso líquido capaz de unir los cuerpos decapitados de unos moros y del propio protagonista de Periquillo sin miedo; de las extrañas y sorprendentes cualidades de las muñecas que aparecen en Pelusa y ¡Ajajú!, relato, este último, que conocerá dos nuevas versiones de mano de Juan Valera –La muñequita y La buena fama-.
Las tres perlas, relata los prodigiosos sucesos vividos por Zela, huérfana de gran bondad, que experimenta una serie de apariciones de un personaje misterioso y sobrenatural, poseedor de un collar de oro en el que se sujetan tres hermosas perlas de diferente color. Objeto que se traslada al cuello de la protagonista, sin que ella pueda percibirlo con sus sentidos. No obstante, el extraordinario objeto es totalmente reconocible para aquellos que, apurados por su situación personal, le ruegan les socorra con una de esas perlas. Coloma insinúa el origen divino de aquellos prodigios, aunque el lector infantil difícilmente podrá reconocer el carácter simbólico de las tres perlas, virtudes teologales, o identificar a ese ser misterioso que representa al alma humana en estado de gracia.
El secreto de Pelusa está en la dedicatoria. El Padre Coloma está ya viejo, el Padre Coloma siente que la enfermedad le arrebata la pluma de las manos... pero el Padre Coloma tiene todavía cosas que decir, y, sobre todo, el Padre Coloma no quiere que se le olvide. Eso es lo que hace que Pelusa (y lo mismo pasa con Ajajú) no sea un cuento escrito sino contado. De ahí le viene su frescura, su agilidad, su coloquialismo, las extraordinarias descripciones de sus personajes, y esa mezcla de tradición e innovación que lo hace tan atractivo.
El cuento está dedicado a dos grandes pequeñas amigas suyas: una es Azlor Aragón y Guillamas y la otra es Silvia y Azlor Aragón, descendientes las dos de aquella Duquesa de Villahermosa que protagonizó Retratos de antaño. Las dos niñas iban a ver al enfermo, y le pedían un cuento, y él iba creando para ellas estas dos obras maestras.
Los personajes de los cuentos reciben siempre nombres genéricos o descriptivos: Bella Durmiente, Blanca Nieves, Caperucita Roja, Pulgarcito, etc...
Pero Luis Coloma sabe que serán precisamente los nombres, y los sitios, los que harán que sus pequeños oyentes «entren» en el cuento y se identifiquen con sus protagonistas. Así, en Pelusa, todos (menos, precisamente, la protagonista), tienen nombre y todos esos nombres debían de serles familiares a las dos niñas.
Y los lugares también. Por ejemplo, cuando llega el momento de ir a buscar a los padres de Pelusa, ella y Doña Amparo «tomaron por la carretera de Aragón» para ir al castillo de Irás y no Volverás, que estaba precisamente «un poquito más allá de Cortes y un poquito más acá de Pedrola». Los nombres no están colocados a capricho: en la villa de Pedrola había estado, desde el siglo XVI, la casa solariega de los Villahermosa, en Aragón, de donde los Duques eran oriundos.
(Extraído de El Padre Coloma y sus muñecas de palo por Marisol Dorao, Boletín de la Asociación Española de Amigos del Libro Infantil y Juvenil. Año VIII, Nº 13, junio 1990)
Ajajú tiene el mismo estilo que Pelusa, entre coloquial y tradicional, pero distinto ambiente. Pelusa, a pesar de no tener nombre, es una niña de clase media alta, o quizás incluso fuera una aristócrata: recordaba haber bebido de pequeña en vaso de oro, y sus padres comían sobre mantel adamascado, con vajilla de plata.
Pero la protagonista de Ajajú, la Pelona, que en realidad se llama mariquita, es una niña pobre, y huérfana, y además tiene madrastra y hermanastra: una verdadera Cenicienta. Y a la de Cenicienta se parece su historia, especialmente al final.
No podía faltar la moraleja, que es la misma para los dos cuentos: «Las niñas buenas acaban siendo felices». Y aquí podíamos añadir una coletilla cínica, al estilo de las moralejas de Perrault: «Siempre que encuentren quien les ayude».
(Extraído de El Padre Coloma y sus muñecas de palo por Marisol Dorao, Boletín de la Asociación Española de Amigos del Libro Infantil y Juvenil. Año VIII, Nº 13, junio 1990)
Desde Palacio pidieron al Padre Coloma que escribiera un cuento cuando a Alfonso XIII, que entonces tenía 8 años, se le cayó un diente. Y así fue cómo al jesuita se le ocurrió esta historia protagonizada por el rey Buby, que era como la Reina Doña María Cristina llamaba a su hijo, el futuro Alfonso XIII.
En este cuento, se habla del maravilloso viaje que el pequeño Rey Buby inicia de la mano del Ratón Pérez, transformado a su vez en un pequeño ratoncito, para conocer como vivían sus pequeños súbditos, algunos de ellos muy pobres, como el niño Gilito. En este viaje, Buby aprenderá valores como la valentía, el cuidado de sus súbditos y la generosidad.
Ratón Pérez, en palabras del Padre Coloma es pequeño, con sombrero de paja, lentes de oro, zapatos de lienzo y una cartera roja, terciada a la espalda.
La primera edición del cuento data de 1902, con una reedición ilustrada en 1911. Su manuscrito se conserva, desde 1894, en la biblioteca del Palacio Real.
De alguna manera, Ratón Pérez permitió la fijación de la tradición y de uno de sus elementos más importantes como es el regalo de una moneda (en el cuento, de oro) a cambio del diente caído bajo la almohada. Y no sólo en España, sino en la mayor parte del ámbito cultural hispanoamericano.
Desde los tiempos del Padre Coloma, el personaje se ha enriquecido con infinidad de relatos, cuentos y dibujos, nacidos de los más diversos artistas y escritores, que lo han tomado como base, lo han recreado y que han acrecentado su magia y la ilusión de los más pequeños y, ¿por qué no?, de todos los que aún nos sentimos niños a veces.