En el prólogo al Epistolario, el cervantista Francisco Navarro Ledesma, amigo y destinatario de las cartas de Ganivet que el libro recoge, escribe:
«Publico en este libro una parte de las cartas que me escribió mi inmortal y desventurado amigo Ángel Ganivet. Con las restantes que poseo podrán formarse aún ocho o diez series como la presente.
Para formar este libro no se ha hecho selección ninguna; sencillamente se han sacado unas cuantas cartas del legajo en que se contienen todas, y sólo se ha dejado de imprimir la parte de ellas que, por referirse a sucesos familiares, no ofrece interés para el público.
Bueno sería explicar al público algo de la vida de Ganivet. Me creo obligado a hacerlo, pero no en un prólogo, sino en un libro largo. Para satisfacer la necesidad que hay de prólogo en toda colección de cartas íntimas, copio a continuación unas cuartillas leídas por mí en el Ateneo de Madrid al comenzar la velada con que, en el curso actual, se conmemoró el aniversario de la muerte de Ángel Ganivet.
Esas cuartillas dicen así:
«Voy a contaros, en las menos palabras que pueda, una historia rara y maravillosa: la vida de un hombre bueno, de un hombre sabio, de un hombre humano, de un hombre libre. Voces más elocuentes que la mía loarán sus obras escritas, ensalzarán la grandeza de su pensamiento, reflejarán el aleteo de su inspiración y os dirán cómo si existe una España joven, robusta, pensadora, valiente y capaz de redimirse por los hechos y por las obras del espíritu, el alma de esa España debe identificarse con el alma de Ángel Ganivet, el filósofo, el poeta, el patriota, el inmortal.
Yo, señores, fui el amigo más íntimo de aquel grande hombre, y lo digo con la orgullosa humildad o con la altiva modestia con que el pobre pegujalero de la Mancha, nuestro sabio amigo Sancho, cuando llegase a viejo y oyera hablar de su amo el caballero de los Leones, diría llenándosele la boca de amargura y de lágrimas los ojos: -¡Yo fui su escudero!...- Obligación de piedad fraternal cumplo hoy hablándoos tanto cuanto la emoción me lo permita de aquél que al llamarme hermano suyo, me concedió la más alta honra que de hombre alguno pienso recibir. Yo vi de cerca nacer su alma grandiosa; la vi ensancharse, crecer, tocar al cielo, perderse en la penumbra de lo desconocido, en aquella sombra de sombras que llamamos... no sé cómo, locura, insania, amencia, muerte.
Nueve años duró nuestra estrechísima convivencia, nuestra íntima comunión, que tengo la dicha de poder renovar a toda hora, pues casi siempre estuvimos separados por centenares de leguas, y nuestra comunicación fue epistolar, siendo las cartas que me escribió tan extensas, frecuentes y numerosas, que impresas formarían unos cuantos volúmenes, y reconstituirían a los ojos de los lectores el panorama de una existencia consagrada al recto pensar y al honrado sentir, de una existencia cuajada de bondad pura y compacta como tabla de mármol blanco, sin veta de egoísmo ni de bajeza. La noble biografía, mejor diré, psicografía, que en sus páginas trazó Ganivet, escribiendo al hilo del pensar, con la libertad de quien habla a una tumba, es deber mío publicarla, y no esperéis que cometa la profanación de intentar resumir en cuatro desmayadas cuartillas lo que debe ser leído en toda su integridad y con devoto y silencioso recogimiento. Tampoco sería posible, ni oportuno siquiera, querer hacer pasar por este ambiente en pocos minutos nueve años de vida fecundísima a cuya intensidad ningún otro hombre de estos tiempos últimos ha llegado. Acerca de estos grandes espíritus, que en sus obras se han entregado y ofrecido por completo a quien los leyere, como sucede con Miguel de Montaigne, con Ángel Ganivet... y creo que con nadie más, no es factible escribir menos ni mejor de lo que escribieron ellos mismos, porque hombres de tan alto linaje y de tan gigantesca talla, sin querer comunican su grandeza aún a los actos vulgares e íntimos de la vida y dan importancia y dignidad a cuanto palpan. Y así como, por ejemplo, en el divino poema homérico Agamemnón, el augusto monarca, despedaza una ternera sin perder ni un punto la nobleza mayestática de su continente, de igual modo, en ocasión memorable, alguien que nos oye y yo vimos a nuestro inmortal amigo, el autor del Idearium español, cortar, aderezar y guisar con sus propias manos la carne que había comprado para el almuerzo..., y hacer esto, que no había hecho nunca hasta entonces, con la misma nobleza, gracia y aplomo con que ya en aquella época adobaba y componía la prosa castellana, por él llevada al extremo de la jugosidad y de la vibración. Es decir, que para él no había pequeñeces y nimiedades..., o el mundo entero era una nimiedad. Era un hombre completo, como el pan bueno y sano: con su harina y su salvado y su acemite; todo era sustancioso en él, todo interesante. (…).
Dos días antes de morir, el 27 de Noviembre de 1898, cuando ya estaba lleno del propósito de la muerte, dejó en casa de su amigo, el barón Brück, noble sueco residente en Riga, un pliego dirigido a mí, que es un verdadero testamento, pues en él dice: «Por si esta declaración fuese necesaria, hago aquí el resumen de mis ideas y de mis deberes.» Lo que a estas solemnes palabras, que me helaron los huesos, sigue, no me atrevo a leerlo en público. Son cosas hondas, arcanos, adivinaciones y presentimientos, en que solamente un cerebro miope verá súbito desvarío y no prosecución lógica de una idea que pasa las lindes de lo concebido, de un pensar que supera a los eunucos, inanes y mendicantes pensares ordinarios. Pero si de las seis proposiciones primeras, en que se muestra su cerebro luminoso con la acariciadora luz del sol que se pone, no quiero ni puedo leer nada, os leeré, para concluir, la séptima, en que aparece palpitante y sangrando su corazón, el más honrado y generoso que he conocido. Dice nada más que esto: «No recuerdo haber hecho mal a nadie, ni siquiera en pensamiento; si hubiera hecho algún mal, pido perdón.»
A propósito de la publicación del Epistolario, el jurista, periodista y crítico literario, Eduardo Gómez de Baquero, publicó el siguiente artículo en La España Moderna de agosto de 1904:
«El Epistolario se publica en buena ocasión. Ganivet vivió obscurecido. Su fama apenas traspasó el estrecho círculo local de la ciudad en que había nacido y el no más amplio de sus amistades particulares. Sólo muy al final de su vida empezaron á ser apreciadas sus obras. Su verdadera celebridad ha sido póstuma. Se explica esto sobradamente si se tiene en cuenta que el autor del Idearium murió muy joven, y que, por otra parte, no era un escritor de lo sensible, de la vida exterior, sino un escritor filosófico, para quien la conquista del público tenía que ser por lo mismo lenta y difícil. Hasta la fama póstuma que Ganivet ha logrado hubiera estado pendiente del azar, á no haber sido agente eficaz de ella la piadosa solicitud fraternal de los amigos del pensador granadino, que han llamado la atención sobre sus obras, y han conseguido que no cayese en el olvido la naciente celebridad alcanzada por Ganivet en sus últimos días.
Por eso el Epistolario se publica ahora en las mejores condiciones para que no pase inadvertido ó tenga escasísima difusión, como hubiese ocurrido tal vez hace algunos años. El nombre de Ganivet tiene ya la notoriedad precisa para que cualquiera de sus escritos despierte de antemano curiosidad é interés. Esto aparte de que en los Epistolarios suele haber una parte íntima, que no aconseja su publicación en vida. La muerte borra lo que pudiera haber de exhibición personal, si se publicasen viviendo el autor estos documentos particulares.
Este Epistolario no es completo. Es una muestra de la copiosa correspondencia epistolar que sostuvo Ganivet con sus amigos. Ocho ó diez tomos semejantes al que ahora ha visto la luz, dice el Sr. Navarro Ledesma que podrían formarse con las cartas que le escribió el autor del Idearium, y de entre las cuales están sacadas éstas, sin hacer selección alguna, sino tomando sencillamente unas cuantas del legajo que forman todas. Así, al menos, lo dice el colector. Sin duda Ganivet sostuvo también correspondencia con otros amigos de Granada; de suerte que bien puede considerársele, atendida la edad en que murió, como uno de los escritores que más abundantemente han cultivado el género epistolar. El caso es excepcional en España. El mismo Ganivet dice en alguna de sus cartas cuan raro es aquí que un amigo escriba á otro ausente, cuando no tiene alguna cosa de inmediata utilidad que comunicarle. Quizás se deba á nuestro carácter reconcentrado y poco comunicativo, por lo general; á la poca efusión de nuestra vida sentimental que se recoge dentro del alma, como queriendo aislarse del mundo exterior. Tal vez hay en ello algún resto de la antigua gravedad y altivez castellanas, ó una consecuencia de nuestra escasa vida social. Y no hay que olvidar tampoco que la pereza general es un grande obstáculo para largas y asiduas correspondencias epistolares entre españoles.
El interés que ofrece el Epistolario de Ganivet no es un interés autobiográfico, entendido en sentido material. Habla poco el malogrado escritor granadino de sucesos de su vida. Además, Ganivet, como la mayor parte de los hombres modernos que no son generales, políticos ó exploradores de las pocas tierras desconocidas que van quedando en el mundo, ó no desempeñan cualquier otro oficio expuesto á grandes peripecias, no tuvo apenas biografía ó materia para ella. Grande é inapreciable ventaja de la civilización es ésta, digámosle de pasada, de que la mayoría de los hombres, como los pueblos felices, no tengan historia, porque ello revela el orden de una sociedad donde es cada día más difícil que á un particular le ocurran aventuras extraordinarias. Y como abunda más lo malo que lo bueno, al no ocurrirle á uno nada se sale ganando.
En otro sentido es autobiográfico el Epistolario. Como comentario auténtico de las obras literarias, de las ideas y del carácter de Ganivet, reflejados fielmente en estas cartas, escritas en el abandono de la intimidad. Algo habla Ganivet en sus epístolas del país en que residía (se hallaba en Bélgica como vicecónsul de España en Amberes); alguna vez da noticia á su amigo de las menudencias de la vida diaria, relaciones con sus jefes, trabajos que le imponía su cargo, etc.; pero la mayor parte de las cartas está consagrada á discurrir en la forma familiar propia de estos escritos acerca de cuestiones filosóficas, literarias y sociales, y á dar alguna noticia de las obras que tenía en proyecto.
Hay una gran originalidad y una gran independencia en esos juicios. Originalidad sincera. Se ve que Ganivet no era uno de esos autores que cultivan deliberadamente la paradoja para llamar la atención y epater le bourgeois, lo cual es, entre paréntesis, uno de los más indecorosos ejercicios á que puede consagrarse la inteligencia humana, puesto que se reduce á hacer juegos malabares con las ideas, como los hacen con cuchillos ú otros artefactos los juglares de los circos; y no es gloria muy apetecible la de emular en la esfera del pensamiento al hombre rana ó al ilusionista de tal ó cuál acreditada compañía acrobática. Vale mucho más discurrir como Sancho Panza ó como todo el mundo.
La de Ganivet era, por el contrario, la única originalidad digna de respeto y hasta de envidia: la espontánea, la que sale de dentro, sin premeditación ni estudio. Reducir á un cuerpo de doctrina sistemático las ideas expuestas en estas cartas sería un trabajo de disección que no reflejaría ciertamente la fisonomía del Epistolario. El atractivo principal de éste y el de todas las cartas particulares, que merecen leerse, y que no son otra cosa que conversación escrita, consiste en su natural desorden, en su falta de sujeción á un plan lógico, en que se asiste, por decirlo así, en tales documentos, al alumbramiento de las ideas, ó se las sorprende en su germinación natural, en su súbita emergencia del obscuro fondo de lo inconsciente. Sin duda la forma de exposición sistemática que emplean el tratadista científico y cualquiera que desea enseñar á los demás alguna cosa, es la más cómoda y á veces indispensable; pero en cuanto el pensador se mete por este camino, que encuentra trazado ya y hecho, tiene que podar mucho su pensamiento, prescindiendo de todo aquello que le parezca incierto ó extravagante, después de sometido al examen de la reflexión. Por eso hay en las conversaciones y en las cartas mayor originalidad: allí está el pensamiento entero y al natural, antes de que la reflexión lo cribe, escoja en él y meta dentro de los moldes del método lo escogido.
Tengo acotados en el Epistolario algunos de los pensamientos que más me han llamado la atención, ya por lo felizmente expresados que están los unos, ya por la originalidad de otros, ó ya también por la luz que nos dan algunos para apreciar el carácter de Ganivet y las ideas á que rindió preferente culto. Unas cuantas citas de éstas creo que explicarán mejor la índole y el tono del Epistolario que cualquier análisis que pudiera hacerse del mismo.
Hay en las cartas de Ganivet observaciones psicológicas muy certeras. «Las relaciones sociales, dígase lo que se quiera—escribe—, son un gran medio de ventilar y de refrescar el espíritu; y esto lo dice uno que por vivir demasiado á solas anda á estas horas requemado física y moralmente». «El conocimiento simple—dice algunas páginas más adelante—es sólo la primera materia amorfa, de la que el sentimiento compone después cosas diferentes. En una de las rachas filosóficas que me suelen dar, creo que te dije que el sentimiento como facultad no existía, aunque lo personalicemos algunas veces, realmente lo único que hay ó que es, es la voluntad, la fuerza creadora, cuya primera materia es el conocimiento y cuyo impulso es el sentimiento ó lo que llamamos tal». En estos cuatro renglones hay toda una metafísica, que en lo esencial coincide con la de Schopenhauer.
La cuestión del matrimonio y de la monogamia era, por lo visto, una de las que más preocupaban al escritor granadino. Remito al lector á lo que dice sobre el particular en las páginas 70-71 y 94 á 97 del Epistolario. «En todos los pueblos que obran con algún sentido de la naturaleza, es cosa extraña la monogamia». «¿Qué es la prostitución más que la poligamia y la poliandria disfrazadas y más sucias que entre los salvajes?» De estas dos frases puede colegirse cuál era la opinión del autor del Idearium.
Sería curioso saber si Ganivet conoció ó no las obras de Nietzsche. Pudo conocerlas, puesto que sabía alemán, y en 1893, fecha de las cartas reunidas en el Epistolario, estaba ya publicada la mayor parte de los libros del autor de Así hablaba Zarathustra. Pero aunque exista la posibilidad, parece más probable que no tuviese conocimiento de ellos. Para creerlo me fundo en que no cita á Nietzsche en el Epistolario, en el cual habla con frecuencia de otros pensadores, y en que la fama del filósofo germano tardó bastante en difundirse fuera de Alemania. En 1893 no había alcanzado aún la celebridad universal, que después, por motivos diferentes, que no son del caso, ha conseguido. El hecho es que hay marcada coincidencia de ideas entre uno y otro en la opinión acerca de la democracia, coincidencia que nunca revestiría caracteres de imitación ó plagio por parte de Ganivet (de Nietzsche no hay que decirlo siquiera), puesto que bien claro se ve que el pensador granadino expresaba cosas hondamente sentidas que le salían del alma, y no una lección aprendida en un libro de moda. «Por una paradoja que más pertenece á la psicología que á la política—escribe Ganivet—, la libertad hay que buscarla en el poder de los hombres fuertes. Cánovas es más liberal que Sagasta; Narváez era más liberal que Cánovas; Prim (?) era más liberal que Narváez; y si llega á gobernar Cabrera, hubiera sido más liberal que Prim. El hombre más liberal que ha habido desde la Revolución francesa en Europa ha sido Napoleón, que consideraba á sus varios millones de súbditos como manadas de borregos, y los trataba, como buen pastor, á palos y á pedradas cuando era preciso. En cuanto un gobernante forma buen concepto de sus gobernados, revelando con esto valer muy poco, se encuentra entre ellos como uno de tantos, y no hay que esperar nada bueno de él... La cualidad esencial de un político debería ser la de sentir repugnancia y asco del común de las cosas y de las personas; esto es, todo lo contrario de lo que hoy priva, siendo como es número obligado de toda profesión política el afirmar con optimismo que está próximo el día de la felicidad de todos los ciudadanos, y que todos los bienes serán pocos para mejorar indefinidamente á la noble humanidad». «Tomado él pueblo como organismo—escribe más adelante—, me da cien patadas en el estómago, porque me parece hasta un crimen que la gentuza se meta en cosa que no sea trabajar y divertirse. Al mismo tiempo, creo que la organización del trabajo en el régimen liberal es insensata; pues someter la vida de los hombres al tira y afloja ó al alza y baja del mercado, como si se tratase de manufacturas, será muy liberal, pero es indecoroso para el género humano. Me parece mal que los altos manden en los bajos, hasta el extremo de no haber mandado yo nunca nada á nadie, ni á los criados de mi casa; mi placer es que sean listos y lo hagan sin que se les diga. Me gusta lo bueno, y aun lo selecto y lo aristocrático; pero no querría ser aristócrata por nada del mundo, y desprecio á los que merodean el trato con gentes de pergaminos. En suma, mi credo no puede reducirse á fórmula razonable, pues se compone de mucho amor y mucho palo para los pequeños, y mucho desprecio y mucha autoridad para los grandes».
Esta es, en suma, la doctrina del Rey absoluto ideal, del César bueno, del despotismo ilustrado. Uno de los más curiosos capítulos de la historia política en los tiempos modernos, es el que podría escribirse acerca del desdén y la aversión que han sentido hacia la democracia espíritus de primera magnitud, progresivos, modernos en toda la extensión de la palabra, y al mismo tiempo tan diferentes entre sí en sentimientos y en ideas, como Renán y Nietzsche, por ejemplo. Quizás ha influido en ello poderosamente el error de creer que la democracia era forzosamente un régimen de mediocridad que llevaba aparejada la postergación de los mejores.
Algún punto de semejanza con las ideas de Nietzsche ofrece también la admiración que expresa á veces Ganivet hacia la Grecia antigua y el Renacimiento italiano, comparados con el estado de las naciones modernas. «Tú recordabas días atrás —escribe— los tiempos felices de la Grecia, cuando aún no había aparecido la idea estúpida de ahogar la vida de las ciudades con lazos de unión política, que es una especie de confraternidad en que todos se abrazan para... reventarse. Ha habido otro momento semejante á aquél, el renacimiento italiano, preferible, ni hay que decirlo, con sus luchas menudas, á la unidad nacional, con que hoy se divierten nuestros vecinos del Mediterráneo. En Grecia, como en Italia, cuando carecían de «superior expresión política», se dio el caso, rarísimo en la Historia, de vivir el arte en medio de la calle, respirado por todo el mundo, con la misma avidez con que hoy se respira la atmósfera de negocios que nos rodea. Ciertamente aquello era más hermoso que esto; pues, aun en el punto débil, que fue y es el de combatir unos con otros, ya por pasiones, ya por intereses, entonces se combatía con más arte y se moría con más variedad. Quizás en medio siglo de gobierno de los Borgia, á pesar de lo que se dice, no fueron asesinados tantos ciudadanos como ahora en un mes, con motivo de las huelgas de los escapes de gas grisú, ó de los choques de trenes».
Uno de los puntos en que veo yo reflejado, en el párrafo anterior, el parentesco espiritual entre Ganivet y Nietzsche, es el desdén hacia el sentido histórico y hacia la historia misma. Casi siempre que habla de historia, Nietzsche la inventa y hace una interpretación fantástica ajustada á sus fines de demostración filosófica. Ganivet, en el texto copiado, no inventa, pero prescinde en absoluto de la necesidad histórica que ha determinado la creación de las grandes nacionalidades, de las mil razones, económicas entre otras, que hacen hoy forzosas esas grandes agrupaciones de hombres, y de la diferencia que hay entre que á uno lo asesine ó lo robe un déspota, por artista que sea, ó que pueda, por casualidad, perder la vida ó quedarse cojo en un accidente ferroviario.
Ganivet, además de filósofo, era humanista. Cuenta el señor Navarro Ledesma que aspiró á ser catedrático de griego. Este aspecto de su personalidad asoma también en el Epistolario. Véase uno de los pasajes en que aparece el humanista: «No me parece que hay modo de producir la impresión (mala ó buena) de lo clásico, escribiendo en rimas. Los consonantes y asonantes, recursos musicales á que acudieron generaciones degradadas para sustituir groseramente la armonía clásica, fundada tanto en el fondo como en la expresión, en el elemento psicológico de las palabras como en el fonético, son demasiado infantiles y destruyen la gravedad ideal, necesaria para cuajar las líneas de los tipos clásicos. La prosa da una idea pobre, pero el verso da una idea inexacta. Aun el verso declamatorio y severo de Racine se queda á muy respetable distancia de la verdad, traduciendo la pasión en efectismo teatral, y lo solemne en solemnidad de época».
Pongo aquí término á estas citas, que no pueden ser el resumen de un libro tan vario como la colección de cartas de Ganivet, sino sólo una muestra de su estilo y de sus ideas. Pero no sería justo terminar la reseña del Epistolario sin mencionar el excelente estudio acerca de Ganivet, escrito por el Sr. Navarro Ledesma, que sirve de prólogo á este libro, y que es un notable retrato moral de aquel gran escritor, al par que un piadoso y espléndido tributo rendido por la amistad á su memoria».
Bastante menos benévola que en los artículos precedentes, la afilada pluma de Manuel Azaña no pierde ocasión para sajar con precisión cirujana al sentidor —más que pensador, a juicio de Unamuno— granadino: «Ganivet es el tipo acabado del autodidacto —escribe Azaña, bajo pseudónimo de Cardenio, en La Pluma de 1921— de cultura desordenada y retrasada, mente sin disciplina. Grande es la actividad de su espíritu; lee, medita; escribe alguna vez. Todo lo va a poner en tela de juicio. Quiere llegar a la «fuerza madre», aislar «el eje diamantino alrededor del cual giran los hechos del diario vivir», esculpir con sus manos su propia alma. Pero siempre se nos aparece como abrumado y aterrado por los problemas mismos, y escapándose de ellos mediante una pirueta. (…)
Es un bilioso, huraño, vive “requemado física y moralmente”; es misántropo y misógino; en rigor, poco sensible: eso es lo que le faltó para ser un buen artista.
Tal es Ganivet en el Epistolario, breve colección de cartas que despiertan la maligna curiosidad de conocer no tanto las ulteriores epístolas del autor como las de su amigo y corresponsal Navarro Ledesma».