Henrik Ibsen - EL PATO SALVAJE

En El pato salvaje, publicada en 1884 y obra llamada de transición entre el Ibsen realista y su etapa simbolista, el autor retoma el tema de la verdad, pero esta vez desde el contrapunto de la mentira como mal necesario, o mentira vital. El elemento que desatará la tragedia será el idealismo radical de Gregorio Werle en busca de la verdad, lo que llevará a la destrucción de los elementos que sustentan la felicidad de los que le rodean, e incluso, a su propia autodestrucción (los derechos del autoengaño frente a las "exigencias del ideal").
Gregorio regresa a su pueblo y a la casa paterna y ve la hipocresía en la que se mueven todos los que allí viven, incluido su padre. Dispuesto a delatar todas las mentiras y a arrancar todas las máscaras, no duda en contarle a Hjalmar, su viejo amigo, un secreto que hasta ahora, él mismo ignoraba. A partir de allí, la vida de Hjalmar Ekdal y la de toda su familia, dará un giro insospechado que hará que una casa antes feliz, caiga en la desgracia:
RELLING. - Bien mirado, está enfermo todo el mundo, por desgracia.
GREGORIO. - ¿Y qué tratamiento aplica usted a Hjalmar?
RELLING. - Mi tratamiento ordinario. Procuro mantener en él la mentira vital.
GREGORIO. - ¿La mentira vital? Debo de haber oído mal.
RELLING. - No; he dicho la mentira vital. Porque la mentira vital es algo así como un principio estimulante, ¿sabe?
(…)
RELLING. - Oiga usted, señor Werle, hijo: no emplee esa palabra extranjera de ideal. En buen noruego existe otra más apropiada: mentira.
GREGORIO. - ¿Cree usted que tiene algo que ver una cosa con otra?
RELLING. - Entre las dos palabras no hay mayor diferencia que entre tifus y fiebre tifoidea.
GREGORIO. - ¡Doctor Relling, no pararé hasta haber salvado de sus garras a Hjalmar!
RELLING. - ¡Peor para él! Si quita usted la mentira vital a un hombre vulgar, le quita al mismo tiempo la felicidad.


La imagen del pato funciona como metáfora del autoengaño y Werle se identifica a sí mismo con el perro de caza que lo saca de su obstinación. Sin embargo, no es su postura la que Ibsen defiende, sino la del médico Relling, personaje antípoda de Gregorio. Se trata, al decir de algunos, de una autocensura del propio Ibsen con la que pretende dar equilibrio a la vehemente revelación de la verdad de Stockmann en su anterior obra.
El pato salvaje demuestra que no siempre la justicia tiene por qué resultar justa. El empeño de Gregorio Werle por destapar la hipocresía, aunque en ello resulte implicado su propio padre, desatará una espiral que sólo el suicidio de una niña podrá parar. Hermosa y enormemente cruel alegoría la que propone Ibsen, la muerte del inocente como redención para las penas de los adultos. Encarnada primero la redención en un pato, absurdamente encerrado en un desván, será la niña, Hedvigia, la que se sacrifique para que la falsedad del matrimonio de sus padres encuentre una salida. Es enormemente cruel el final, ese final desangelado en el que Werle, que en ningún momento se considera culpable por haber desatado la pesadilla, dialoga con Relling.
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En 1884 Ibsen anunció El pato salvaje a su editor en los siguientes términos: “Esta nueva pieza ocupa, en cierto modo, un lugar aparte dentro de mi producción dramática... Los críticos encontrarán mucho que interpretar y disputar.”
¿Por qué “un lugar aparte”? No por la técnica, pues en este sentido El pato salvaje es culminación de su método retrospectivo. En Las columnas de la sociedad y en Casa de muñecas la acción del pasado, una vez revelada, continuaba en episodios nuevos; el drama no estaba, pues, todo presupuesto, sino que se seguía haciendo sobre la escena. En Espectros y, sobre todo, en El pato salvaje, la acción es, íntegramente, revelación del pasado. ¿Por qué, si no es por la técnica, el autor sentía que El pato salvaje inauguraba un nuevo ruedo en su producción? Acaso porque no es un drama social, sino un drama de puros conflictos íntimos. Y más aún: porque el diálogo no se limita a presentarnos el juego de reacciones entre varias psicologías individuales, sino que poetiza ese halo que nos envuelve, halo tanto más denso, tanto más recortado y perceptible cuanto más neuróticos somos.
Ibsen ha objetivado el mundo interior de Hedvigia, Hjalmar, Ekdal, Gregorio... Uno los ve pasar por la escena, nebulosos y agitados como planetas que dan vueltas cada cual con su atmósfera propia. No es drama realista: no importan los objetos reales sino contemplar cómo esos objetos se subordinan a visiones angustiadas, alucinantes.
De ahí, también, que sea imposible reducir El pato silvestre a un esquema. Algunos críticos lo han intentado: “la mentira que ayuda a ser feliz versus la verdad que depura a los hombres, como el fuego, aniquilándolos”. Demasiado simple. ¿Es en nombre de la felicidad que Ibsen condena a Gregorio? ¿Es que Ibsen, en Gregorio, se caricaturiza a sí mismo?
Pero Gregorio no está fuera del clima del drama, como pudiera estarlo el “razonador” del teatro francés. Su “fiebre aguda de justicia”, su “exigencia del ideal”, solamente en lo exterior, en lo accidental, en lo postizo, se parecen a las luchas de Ibsen en el mismo sentido. Ibsen no es Gregorio, ni al desautorizarlo, reniega Ibsen de su ansia de justicia y de verdad. Sólo que esta ansia es siempre personal, es siempre experiencia íntima. Ya dijimos que para Ibsen la virtud es energía espiritual, no producto espiritual. Y Gregorio —en palabras de su contrincante Relling— “tiene un delirio de adoración que lo hace girar constantemente con un deseo no satisfecho de admirar siempre algún objeto que se halle fuera de él mismo”. Gregorio se parece a Manders, el pastor idealista de Espectros: ambos están atentos a valores exteriores, ya hechos, dados históricamente y ajenos al esfuerzo del espíritu en trance de creación.
Extraído de Anderson Imbert, Ibsen y su tiempo, 1946.