Uno de los temas de Hedda Gabler —si bien no el más importante— es el ocio de mujeres jóvenes con talento a quienes la sociedad no supo infundir ideales. Pero no es el tema, sino la complacencia estética con que Ibsen se puso de pronto a contemplar la belleza de los sentidos, lo que baña en poesía a esa espléndida hembra de lujo que “se aburre hasta la muerte”.
Hedda Gabler es la tragedia del hastío. Hedda es hermosa, original, aristocrática, impulsiva, deslumbrante. Pero no tiene el verdadero coraje, ese necesario para vivir con todas las ganas. Se ha casado por conveniencia con un mediocre a quien no ama. Y no fue esa su mayor cobardía: muchos años antes no se había atrevido a entregarse a Loevborg, un genio rico de espíritu y de sensualidad, coronado de pámpanos como un fauno de Dionisos. Y ahora, ya casada, reaparece Loevborg, acompañado de Thea. Thea no es una personalidad brillante, pero sí valerosa y libre. Abandonó el hogar, lo desafió todo y se consagró con desinterés a serenar a su amado, a sanearle el cuerpo, a ponerlo en condiciones para el trabajo intelectual. Así, Thea ha apagado en Loevborg la alegre fogata de la carne, lo ha apartado del vino y de la orgía, y esa vida, al sosegarse se ha hecho más opaca, menos bella en apariencia. Hedda lucha para arrancar a Loevborg de esa influencia. No es que quiera hacerlo más libre o mejor. Eso revelaría una intención ética de la que Hedda es incapaz. Ella sólo percibe valores estéticos en la vida. La conducta debe ser linda como una obra de arte; el mundo debe ser gozoso como una fiesta. No. Lo que Hedda quiere es ver a Loevborg otra vez hermoso, desorbitado y dionisíaco.
Loevborg tiene en los bolsillos los originales de su último libro, estupendo a juicio de todos. Pero el drama de Hedda es que ella no descubre ningún valor en la obra misma. Para Thea esa obra es el momento de mayor espiritualidad de Loevborg; para Hedda, en cambio, es algo inanimado, frío, oscuro, muy por debajo de lo que la vida es cuando la gozamos bellamente. Hedda es magnífica, pero se ha equivocado. Nunca supo qué hacer. Nunca tuvo ideales, fines. La vida, cuando no era espectáculo, era tedio. Se aburría de ella y la aborrecía. “El ridículo y la bajeza alcanzan a cuanto toco”, exclama al final. Eso es porque a la vida no se la puede embellecer con los sentidos sino con el espíritu.
Loevborg es bello cuando crea espiritualmente, no cuando se desparrama sensualmente. Hedda es la heroína de un esteticismo trágico. Su suicidio no es una expiación: es la suprema elegancia de quien sabe evitar a tiempo la vulgaridad. Se redime así de sus cobardías ante la vida.
El 31 de enero de 1891 se estrenó Hedda Gabler en Munich, donde Ibsen vivía desde 1875. La frase “con los cabellos coronados de pámpanos”, arranca risas al público. Tampoco los críticos comprendieron la obra.
Extraído de Anderson Imbert, Ibsen y su tiempo, 1946.
No tiene desperdicio una divertidísima y ácida crítica de la obra, de mano del ingenioso Luis de Oteyza, definido como “quijotesco adalid de la literatura y del periodismo”, y publicada en la revista de “subido tono” Muchas Gracias, en diciembre de 1931:
Dejando a un lado lo desagradable que resulta como espectáculo el teatro de Ibsen, donde no ocurren sino cosas completamente repugnantes, hay en las obras de este popular dramaturgo noruego algo más que merece censuras. Me refiero a la índole perversa de los personajes que en ellas intervienen. El mejor de todos, quiero decir, el menos malo de todos, merece la horca, y que, tras de aplicársela, se queme su cadáver y se aventen las cenizas, para evitar que, después de muerto, siga haciendo daño, propagando alguna infección.
Por ejemplo: Hedda Gabler, la protagonista del drama que lleva su nombre, comparada con otros personajes ibsenianos—todos los de Los espectros, pongo en calidad de muestrario de reptiles—, resulta hasta una persona simpática. Y, sin embargo, hay que ver cómo es la tal ciudadana, el modo absurdo que tiene de pensar, las enormidades de todo género que dice y los actos tremendos que realiza. Mejor dicho, hay que no verlo, que es lo que yo aconsejo siempre respecto a las obras dramáticas de Ibsen.
Pero como estas obras están traducidas a todos los idiomas, y existen en todas partes actores de tan buen gusto que las representan, y espectadores tan aficionados a divertirse que llenan los teatros donde se efectúan tales representaciones, rindiéndose ante la evidencia de los hechos, precisa dar cabida en la literatura a la producción ibseniana. Adelante, pues, con los faroles, e iluminemos la figura de Hedda, aunque sea sólo para examinar sus deformidades.
Aparece esta endemoniada criatura tratando con un desprecio olímpico a su esposo, y diciendo groserías a la familia y a la servidumbre. ¿Que por qué?... ¡Toma!, pues porque sí... Su esposo es un buenazo, que la adora, y parientes y criados unos infelices que se desviven en complacerla.
Pero Hedda encuentra que su marido vale poco, y que el mundo, donde por su matrimonio ha entrado, es inferior a ella. Y en vista de eso, se dedica a amargar la existencia de cuantos están a su alrededor. La cosa no puede ser más lógica. Sobre todo si se considera que nadie obligó a Hedda a casarse, y que antes de hacerlo conocía perfectamente al que había de ser su marido y a las restantes personas con quienes había de emparentar y de convivir. No fué, pues, obligada al matrimonio, ni resultó en el matrimonio engañada. Se aburre, sin embargo, la pobre, en la sociedad burguesa, porque es un espíritu superior y, a más de desahogar su aburrimiento tan brutalmente como hemos visto, para calmarlo, acepta un "flirt" con cierto señor Brack.
Pero teme Hedda que no la divierta el adulterio, como no la divirtió el matrimonio. Lo que la espiritual dama desearía es influir decisivamente sobre la vida de alguien. Había tenido un novio, al que se vio obligada a dejar porque era un borracho incorregible, y soñó con dominarle, apartándole de la embriaguez y encaminándole a la buena vida. Influir, dominadora, sobre un hombre fuerte, constituye el ideal de Hedda. Y sospecha que, como su marido, sea el señor Brack un calzonazos que no valga la pena de perder el tiempo con él.
En tal estado las cosas, se entera Hedda de algo que hiere profundamente su orgullo. Eylert Loevborg, aquel novio borrachín, sobre el que ensayó en vano su influjo regenerador, se ha regenerado por el amor de otra mujer. Ya el antiguo y acreditado curda no bebe ni en las comidas, y, además, la abstemia le sienta tan bien, que ha publicado un libro precioso y tiene escrito otro mucho mejor.
Esto a Hedda le revuelve la bilis de una manera espantosa. Y el antiguo deseo de dominar al que otra vez rechazó su dominio, surgió en ella. Pero, ¿qué influencia benéfica puede ejercerse ahora sobre Eylert, que es ya un santo y un sabio, o poco menos?... Ciertamente que benéfica, ninguna. Quedan, sin embargo, las influencias maléficas. ¡Ah, esto es!... Hedda impulsará a Eylert hacia el mal, venciendo a la otra mujer que al bien le condujo. Todo es influir, ¿verdad? Pues ¡ahí va!, que dice el caballo de copas.
Hedda, así inspirada por tan importante carta del palo de la embriaguez, coge a Eylert y le obliga a emborracharse hasta el escándalo en la vía pública. Para ello le da los primeros tragos en su propio domicilio, enviándole, cuando le ve ya medio alegre, a una juerga organizada por el señor Brack. Y resulta que el ex alcohólico toma "la poderosa", y que en una trifulca que arma en la calle, pierde el manuscrito de la obra genial "próxima a publicarse".
Esto último, que es lo más grave —los delitos de embriaguez y escándalo se pagan con una pequeña multa aquí y en Cristianía—tiene remedio, pues el esposo de Hedda encuentra que en su propósito de influir decisivamente sobre la vida de Eylert—, en vez de devolverlos a su propietario, los agarra y los echa a la estufa.
Ya está Eylert como antes de su regeneración; en las garras del vicio y sin obra que le pueda dar fama. Así, acude a Hedda pidiendo consejo. Y Hedda le aconseja... ¿Que tome el amoníaco, y, una vez despejado, rehaga sus cuartillas?... Nada de eso. ; ¡Que se suicide! Consejo al que acompaña el regalo de una pistola, para que sea más fácil seguirle.
Eylert se suicida y Hedda se desespera. Esto parece absurdo, pero no lo es. Hedda se desespera con razón, pues Eylert se suicida mal. Y es lo que dice Hedda: "El ridículo y la ruindad alcanzan, como una maldición, a cuanto yo inspiro". Desconsolador, verdaderamente. Además, la aspirante a dominadora se encuentra dominada. El señor Brack, que aun cuando parecía una codorniz sencilla, es un lagartón con muchísimas escamas, ha descubierto las causas del suicidio de Eylert y amenaza contar lo que sabe si Hedda no se le entrega. Y Hedda entonces se suicida; pero bien, bien: con un tiro en la cabeza, según las reglas del arte.
Tal es la figura femenina que Ibsen ofrece para que se luzca, encarnándola, una gran actriz: el público, contemplándola, se divierte muchísimo, y la critica, al juzgarla, se admire toda y diga que sí es un gran carácter, que sí encierra una alta espiritualidad, etc., etc . Y no está mal, admitiendo que el teatro ibseniano, con su ambiente mefítico, sus acciones repulsivas y sus personajes miserables, merezca ponerse en escena, haya quien asista a sus representaciones y tenga alguna cosa que deba ser alabada honradamente.
Ahora bien: como a mí las obras dramáticas de Ibsen me parecen francamente desagradables, tal vez me ciegue este prejuicio y no vea la grandeza y la elevación del tipo de Hedda Gabler.