A los 63 años de edad Ibsen volvió a su patria definitivamente. Un cuarto de siglo de ausencia —decían algunos críticos— lo ha separado a Ibsen de la evolución espiritual noruega; ya es un extranjero. Y, en efecto, en Cristianía vivió más taciturno que nunca. “Querido Brandes —escribía en 1897— no se vive impunemente durante veintisiete años en la atmósfera vasta y libre de los grandes centros de la civilización. Aquí al lado de los fiordos, está mi tierra natal, pero... ¿dónde está mi patria?”.
Noruega, su patria, lo veneraba entretanto como a un monumento vivo. Sólo que Ibsen, vigoroso, potente, alerta, no sentía en las carnes el frío de las estatuas, Al contrario. Le gustaban los jóvenes. Y más aún, las jóvenes. Buscaba la amistad de actrices, poetisas, pintoras, pianistas... Una de ellas, de diecisiete años, coqueteaba con él como un pájaro con un león. Pero en Ibsen lo que había era una necesidad, no de placer, como en Goethe, sino de poesía, de imaginación, de idilio claro y fresco, de intimidad remozada. Ese mismo año de 1891 decidió regresar a Noruega, que lo acogió clamorosamente. Fue un retorno definitivo después de veintisiete años de voluntario exilio. Pero ya había una nueva generación literaria noruega. Knut Hansum —de 32 años entonces — dio en Cristianía una conferencia sobre literatura noruega, a la que invitó a Ibsen. La sala se puso de pie al ver entrar al hombrecito fuerte y melenudo. Pero Knut Hansum, desde el escenario, empezó a atacar a Ibsen por “el oscuro simbolismo de sus últimas obras”, por “la ausencia de sentido estético”, por “las contradicciones”, porque, en definitiva, “no era más que un filósofo”. Un grupo de jóvenes aplaudió. Ibsen, hundido en su butaca, descubrió así que ya la juventud pedía sitio y acabaría por desalojarlo. El recelo de la juventud y, sin embargo, la necesidad de enternecer el corazón con amistades juveniles eran, pues, experiencias reales de Ibsen en esos años 1891 y 1892 en que escribió su drama.
Y fue esa tensión entre generaciones uno de los temas de El constructor Solness, sólo que por encima del valor autobiográfico está el de su pura calidad artística. Vuelve a soplar un viento antiguo. Como en sus mejores dramas aquí nos sobrecoge un halo místico, la alusión a un oscuro conflicto entre la voluntad humana y la visión tremenda de Dios. Solness es el drama de un constructor, de un artista, que ha triunfado pero a costa de su felicidad. Él construía hacia lo alto, hendiendo el aire con campanarios y torres; y de lo alto recibía fuerzas y voces. Dios quería usarlo para sus propios designios, hasta que Solness, allá arriba, se rebeló. “Óyeme, Todopoderoso! —le gritó—. En adelante quiero ser amo en mis dominios como tú lo eres en los tuyos. Ya no te construiré más iglesias: sólo construiré casas para hombres”.
Pero después descubrió Solness que construir casas para hombres no valía nada: “los hombres no saben qué hacer de sus hogares”. Y fue agotándose, cayendo en sombras. Un día entra a su casa, como un demonio delicioso, Hilda, la adolescente. Hilda, que viene a impulsarlo en la construcción de un nuevo reino. Un reino que no estará en el espacio, sino en el tiempo, que será espíritu, creación, utopía. Un reino con castillos en él aire. Y el signo de ese reino será el atreverse, el no tener miedo, el ser capaz de subir tan alto como se construye, el ser libre. Hilda quiere ver a Solness en el tope de una torre con una corona en la mano, desafiando el vértigo. Pero Solness cae, se estrella. Y entonces Hilda, inmóvil, con expresión de locura y de triunfo, exclama: “Pero llegó a la cumbre! ¡Y oí sones de arpa en lo alto!”
Extraído de Anderson Imbert, Ibsen y su tiempo, 1946.
Halvard Solness es un maestro constructor noruego, dotado de una fuerza magnética extraordinaria, que le da una influencia irresistible sobre todos cuantos le rodean. El conoce esta influencia; pero no puede prescindir de sentirla, siquiera le cause terrores indecibles para el porvenir.
En el primer acto muéstrase reteniendo bajo su fatal poder á dos hombres, padre é hijo, cuyos genios explota, y á la prometida de su joven dependiente. Este acaba de terminar para su jefe un hermoso edificio, con el que Solness está sumamente satisfecho; pero su conciencia le hace prever un castigo para su conducta. El castigo llega, en efecto, bajo la forma de una joven, Hilda Wrangel, que ya figura en La dama del mar. Esta joven, exaltada por la influencia inconsciente de Solness, se arroja á su cuello y le revela que hace tiempo recibió de él la promesa de partir con ella las delicias de un reino; y por eso llega á buscarlas en tal instante. Solness no conserva recuerdo alguno de esta promesa, que sin duda fue un efecto de su poder magnético. No obstante, la joven se instala cerca del constructor, quien durante el segundo acto le cuenta la historia de su vida, refiriéndole que primitivamente se dedicaba á construir iglesias, después solo casas y finalmente casas con torres; esto es, casas-iglesias.
En el tercer acto Solness se decide a inaugurar el nuevo edificio que ha construido su subordinado dependiente; pero titubea en ascender á la torre, que domina la casa, por temor al vértigo. Mas Hilda le alienta á subir para recoger su gloria y gozar su triunfo. Sube el maestro; la joven le ve elevarse y le oye cantar acompañado de arpas deliciosas, y le siente arrojarse después en sus brazos lleno de frenética alegría. Pero, ¡ay! Esto sólo es un efecto del poder magnético de Solness.
Un inglés, acérrimo entusiasta de Ibsen, ha creído adivinar el simbolismo de esta obra extraordinaria. Según él, Ibsen refiere en su última obra la historia de su vida literaria. Las iglesias que él ha construido con sus dramas simbólicos, como Brand y Peer Gynt; las casas que ha edificado, dramas sociales, y, finalmente, las casas con torres después construidas, son las extrañas obras de su última manera.
Publicado en El Heraldo de Madrid el 22 de diciembre de 1892.