Después de haber ampliado en 1897 su producción literaria a través de “Misericordia”, Galdós lanzó “El abuelo”, una novela dialogada ambientada en un escenario típicamente español donde se aborda la decadencia de la clase aristocrática. Su protagonista es Don Rodrigo, conde de Albrit, quien tras un viaje por América en busca de oro regresa a su pueblo con el propósito de averiguar cuál de las dos hijas de su nuera Lucrecia es su nieta legítima.
Sin embargo, la viuda de su hijo Rafael no está dispuesta a ser cómplice de esa diferencia y, para evitar esa situación, decide engañar al abuelo diciéndole que Dorotea es su verdadera nieta. Una vez que Rodrigo se encariña con la que él cree que es su descendiente de sangre, Lucrecia le confiesa que, en realidad, es Leonor la hija que tuvo con Rafael.
Lejos de generar con esta revelación algún tipo de represalia por parte del abuelo, los dichos de la mujer llevan a Don Rodrigo a olvidar el honor y a querer por igual a las dos niñas.
Aunque por su estructura—escribe Galdós— y por la división en jornadas y escenas parece El abuelo obra teatral, no he vacilado en llamarla novela, sin dar a las denominaciones un valor absoluto (…) En toda novela en que los personajes hablan, late una obra dramática. El teatro no es más que la condensación y acopladura de todo aquello que en la Novela moderna constituye acciones y caracteres.
El sistema dialogal, adoptado ya en Realidad, nos da la forja expedita y concreta de los caracteres. Estos se hacen, se componen, imitan más fácilmente, digámoslo así, a los seres vivos, cuando manifiestan su contextura moral con su propia palabra, y con ella, como en la vida, nos dan el relieve más o menos hondo y firme de sus acciones. La palabra del autor, narrando y describiendo, no tiene, en términos generales, tanta eficacia, ni da tan directamente la impresión de la verdad espiritual. Siempre es una referencia, algo como la Historia , que nos cuenta los acontecimientos y nos traza retratos y escenas. Con la virtud misteriosa del diálogo parece que vemos y oímos sin mediación extraña el suceso y sus actores, y nos olvidamos más fácilmente del artista oculto.