Ángel Ganivet – EL ESCULTOR DE SU ALMA

Prologando la primera edición de esta postrera obra de Ganivet, Francisco Seco de Lucena escribe:
«El 1.º de Marzo de 1899 se estrenó en el teatro de Isabel la Católica de Granada, un drama místico, original de Ángel Ganivet y titulado El escultor de su alma.
El público, deslumbrado por la brillantez y armonía de una versificación sonora y rotunda, hermana gemela de la que subyuga en las obras de Calderón y Lope, fascinado por la sublimidad de los conceptos que surgían de boca de los actores, cayendo sobre la sala como manantial inagotable de belleza que hería la imaginación y sacudía fuertemente el espíritu, quedó cautivo del poeta desde el principio del drama, y tributó a la obra y al autor una ovación tan entusiasta como no se ha oído otra en el coliseo granadino.
Nadie pidió el nombre del autor, porque era de antemano conocido, ni se pidió tampoco su salida a la escena, porque quien concibió y dio forma a aquella soberana producción dramática, no pertenecía ya al mundo de los vivos.
La sensación que produjo aquella obra genial, inspirando en el ánimo de los amigos y admiradores de Ganivet y en general de los granadinos, vivísimo deseo de conservarla impresa, me han inducido a publicarla, con lo que juzgo cumplir un deber; pues habiendo tenido la fortuna de que el autor me confiara su obra, enviándome desde Riga para su representación en Granada, el manuscrito original de El escultor de su alma, considero que la obra de que se trata merece ser difundida por medio de la imprenta, a fin de que no permanezca escondida esta valiente y genial tentativa de reconstitución de nuestro teatro, iniciada por un granadino que honra con su nombre el de esta ciudad y el de la patria española.
El escultor de su alma es la única obra de Ángel Ganivet que permanece inédita. Sus demás libros, aunque reducidos a un escaso círculo por lo corto de las ediciones, están ya impresos. Algunos, como Granada la bella, Cartas finlandesas y Hombres del Norte, los publicó en artículos El Defensor de Granada, y son muchos los lectores granadinos que los conservan cuidadosamente. No se halla en el mismo caso la producción dramática, y a satisfacer un deseo general, así como a rendir el debido tributo de admiración al ilustre y malogrado literato, se encamina la publicación de este libro.
(…) Como detalle curioso de nuestra vida escolar en el Instituto, recuerdo que por aquel tiempo el autor de los magníficos versos que hacen de El escultor de su alma una de las obras de forma más brillante de nuestro teatro, sentía un profundo desdén por la rima y el metro. El profesor de Retórica quiso un día conocer las facultades poéticas de todos sus alumnos y, quizá con la esperanza de encontrar entre nosotros la crisálida de algún Zorrilla, escribió sobre el encerado, con clara letra, diez palabras que, formadas en columna una debajo de otra, constituían las terminaciones de los versos de una décima.
Para mañana, -nos dijo el catedrático- deben ustedes traer a clase una décima, y para ahorrarles el trabajo de los consonantes, ahí los tienen ustedes en el encerado. Todo se reduce a un trabajo de relleno que no puede ser más fácil.
Al día siguiente, no se reveló ningún poeta; pero se vio a cuanto alcanza la resistencia de una casa ruinosa, porque a pesar del diluvio de ripios que cayó aquella mañana sobre la clase de Retórica, el Instituto no se hundió.
Sólo un pequeño grupo de estudiantes no tomó parte en el concurso. Entre ellos figuraba Ganivet, que nos sorprendió con su retraimiento, y lo explicó en estas sustanciosas palabras:
-Para decir tonterías en verso, mejor es escribir prosa, o no escribir ni en prosa ni en verso, que es lo que yo hago.

(…) Las ideas que expuso Ganivet en uno de los más interesantes capítulos de Granada la bella acerca de «lo viejo y lo nuevo» tienen su aplicación práctica a la literatura dramática en la genial producción que con el título El escultor de su alma, drama místico en tres autos me envió desde Riga en Noviembre de 1898, días antes de su muerte.
Preocupándole la decadencia de nuestro teatro, hizo en El escultor una valiente tentativa encaminada a marcar los rumbos de la reconstitución posible del arte dramático mediante la adaptación de lo genuinamente nacional, lo que gloriosamente fructificó en siglos pasados, al espíritu de la época.
La representación de la obra, que fue un verdadero triunfo, dio lugar a los más apasionados comentarios, pues reconociendo todos su indiscutible mérito, diferían en cuanto a su fondo filosófico, y mientras unos, de acuerdo en esto con el pensamiento del autor, calificaban el drama como una producción que cabe dentro de la más pura ortodoxia, ya que el espíritu rebelde y antirreligioso de Pedro Mártir queda vencido al final del drama, otros por el contrario le atribuían una significación demoledora y una tendencia completamente negativa, no faltando tampoco quienes, apartándose de las dos interpretaciones, entendieran que el fondo del drama no afecta a las creencias religiosas, y que todo él se reduce a una teoría estética desarrollada en una acción dramática.
En realidad El escultor de su alma, merece la calificación de drama místico que le diera su autor.
El pensamiento artístico que guió a Ganivet cuando lo escribía, o mejor dicho, cuando lo pensaba, era el de adaptar los autos sacramentales del siglo de oro a las ideas y aspiraciones de nuestros días. Esta tendencia percíbese bien clara en el auto primero o auto de la fe cuya versificación emula las esplendideces de la forma calderoniana, y el concepto aparece sutil, algunas veces alambicado y siempre de gran altura filosófica. El auto segundo o del amor es de estilo más moderno, más plástico y por consiguiente más comprensible; y por último el auto de la muerte con que finaliza la obra, vuelve afectar el sello de grandeza hierática que ya se percibe en el primero, y deja al espectador suspenso, atónito y deslumbrado.
La idea principal de este drama singularísimo es también la auto-perfección del espíritu humano, conseguida mediante la lucha y el dolor; por eso le cuadra perfectamente la denominación de drama místico.
Pero al mismo tiempo El escultor de su alma es una creación grande y profundamente humana; en esta cualidad se halla el secreto de su fuerza dramática y su poder de fascinación sobre los públicos que ha de ir aumentando según transcurra el tiempo y el drama sea más conocido y se divulgue. Entre las cuatro figuras que intervienen en la acción y que han de tomarse como símbolos y no como figuras de carne y hueso (en cuyo último caso algunas escenas, de las más bellas ciertamente, no tienen explicación) sobresale la del protagonista Pedro Mártir en quien Ganivet quiso encarnar el hombre natural.
Pedro Mártir es un personaje al que no es difícil encontrar parentesco en la literatura dramática; pero en honra del autor y de la grandeza del tipo hay que decir que esos parientes de El escultor son las primeras figuras del arte universal, y se llaman Prometeo, Edipo y El Doctor Fausto. Las tres tienen con Pedro Mártir ciertos puntos de semejanza y ninguna se confunde con él; puede decirse que las cuatro figuras son otros tantos aspectos de una sola; la figura desolada del hombre, esclavo de la propia imperfección, combatiente siempre vencido y nunca domado, titán que trata de escalar el cielo por la conquista de la luz y prisionero eterno de las sombras.
En torno de esta colosal y novísima concepción del espíritu humano y de sus luchas, que aunque pretendiera explicarla no lo conseguiría, muévense otras figuras simbólicas: Cecilia personificación de la mujer creyente, y admirable contraste del espíritu rebelde de Pedro Mártir; Alma la creación humana, hija de la razón y de la fe, y símbolo de la belleza ideal, y por último Aurelio en quien se sintetiza la vanidad del mundo y es la única figura pequeña del drama, que está todo lleno por las dudas y rebeldías de Pedro Mártir, las ternuras de Alma y la resignación heroica de Cecilia, junto a las cuales la mediocridad de Aurelio resuena como una calabaza hueca.
Aún cuando en el segundo tomo de Los trabajos de Pío Cid, alude Ganivet, al referir las sustanciosas pláticas del protagonista con sus amigos de la «Cofradía del Avellano» a una tragedia que parece ser El escultor, de la que dice tenerla ya escrita, aunque sin bautizar, yo creo que el drama a que me estoy refiriendo ahora, no estaba escrito en aquella fecha, que es la del verano de 1897, sino que se escribió después, o por lo menos lo reformó el autor grandemente. Para ello me fundo en que Ganivet, no era hombre que dilatase la publicación de sus obras, una vez escritas y hasta setiembre de 1898 no me habla en sus cartas particulares de El escultor; y por otra parte encuentro el fundamento a mi creencia en que la referida producción parece de los últimos meses de su vida, pues ya se observan en ella ciertos rasgos de pesimismo tan acentuados, una tendencia al absoluto reposo como felicidad suprema, y un tan grande desprecio de todo lo terrenal, que no parece, sino que quien tales pensamientos concebía y expresaba, encontrábase ya casi desprendido de este mundo y mirando de frente el eterno arcano.
Al escribir este drama, como siempre que se elevaba a las puras regiones del ideal, Ganivet tenía el alma puesta en Granada, y así lo revela no sólo que el lugar de la acción es la Alhambra, a cuyos torreones está dedicado uno de los fragmentos poéticos más hermosos de la obra, sino que Ganivet quiso estrenarla en su tierra, y que los derechos de autor se dedicasen a aumentar el fondo disponible para erigir una estatua en esta ciudad al genial artista granadino Alonso Cano.
Por lo que hace a la forma literaria de esta audacísima y genial obra que cierra con broche de oro la producción de Ángel Ganivet, no necesito hacer demostración alguna: pronto saldrá el que me leyere (si hay quien tenga esa paciencia) del erial de este difuso y desmañado prólogo, para entrar en el campo amenísimo de El escultor. En él desde las primeras escenas percibirá los destellos geniales de aquel soberano talento; en esas páginas comprenderá que no han sido la amistad y el cariño los que me han guiado en esta exposición de los méritos literarios de Ganivet, sino el sentimiento de la más sincera y estricta justicia».

«La pieza teatral de Ángel Ganivet puede entenderse, en principio, como resultado de un influjo hispánico; en este sentido creemos que tanto Calderón de la Barca como los primitivos dramaturgos españoles parecen estar gravitando sobre la misma, como puede apreciarse, por ejemplo, en la concepción tripartita propia de algunos autos del final de la Edad Media o del primer Renacimiento, titulados aquí Auto de la Fe, Auto del Amor y Auto de la Muerte. Pero, junto a las raíces propiamente hispánicas, hay que apuntar también en la concepción de esta obra diversas corrientes finiseculares, de carácter simbolista, que sin duda Ganivet conocía y que han marcado en cierto sentido su drama. Junto a dramaturgos del norte de Europa, como Henrik Ibsen o Björnstjerne Björnson, analizados o comentados en los textos que componen Hombres del Norte, hay otros escritores que aportan por entonces una teoría y una práctica (entre los que están los franceses Stephane Mallarmé y Villiers de L´Isle Adam o el belga Maurice Maeterlinck) en la que se aprecian elementos constatados también en el drama ganivetiano.
Podemos concluir que, de lo expuesto hasta aquí, se desprende cierta familiaridad de Ángel Ganivet con autores y obras de la corriente simbolista, de tal manera que El escultor de su alma no tiene una explicación completa y absoluta dentro de los moldes propiamente españoles. La simbiosis entre lo europeo y lo hispánico da como resultado esta pieza, cuya comprensión en el plano de las formas literarias nos resulta más clara desde una perspectiva europeísta; quizás otras aportaciones del escritor granadino, ya imposibles por desgracia, nos hubieran dado, de una forma más clara, la clave de la tendencia que engloba a este enigmático drama místico. Lo que nos parece fuera de duda es que se trata de una obra poco convencional, prácticamente única en el panorama del teatro español de su momento, que se adelanta en muchos años a corrientes innovadoras que beben, en muchas ocasiones, de las mismas fuentes. Como en otros aspectos, Ganivet se nos aparece también en el teatro un espíritu adelantado a su época».



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