Anatole France – EL CRIMEN DE SILVESTRE BONNARD

Anatole France, cuyo nombre era François-Anatole Thibault, nace en París en 1844.
Ya de su niñez, Anatole estuvo estrechamente vinculado a la lectura apasionada, motivado a través de la librería que su padre tenía junto al Sena, librería France, en la orilla opuesta al Louvre; un establecimiento de compra y venta especializado en obras referentes a la Revolución Francesa. Fue allí, donde el “hijo del librero”, con todo seguir sus estudios satisfactoriamente en el Colegio Stanislas, fue forjándose una cultura literaria autodidacta merced a ese contacto cotidiano con aquel espacio en el que se acumulaban documentos, periódicos, y libros, y donde acudían curiosos, historiadores y algún que otro superviviente de aquella época revolucionaría, que aún se mostraba viva en el recuerdo. Años más tarde, esa erudición adquirida en torno al periodo revolucionario habría de servirle de base para una de sus creaciones de mayor alcance: Los dioses tienen sed.
No sólo los libros, elemento perenne en aquel ambiente de los “quais” parisinos, fueron la pasión juvenil de Anatole, también el amor por el arte floreció en su incipiente espíritu de intelectual. En su obra autobiográfica La vida en flor, escribe: «Las artes me apasionaban. Como para ir al Louvre desde mi casa no tenía más que atravesar el Sena, iba lodos los días, y puedo afirmar que mi juventud floreció en un palacio espléndido. Para ser justo con mis profesores debo decir que gracias a ellos pude comprender el genio griego, que ellos no comprendían. Entretuve muchas horas en el Museo Campana que acababa de instalarse, y en las salas de vasos griegos, llamados entonces por muchas personas vasos etruscos. En las pinturas que los decoran aprendí a descifrar las formas bellas, y de este mudo logré, sin proponérmelo, comprender el genio de Ingres».
La fascinación por el mundo clásico será igualmente una de las constantes del autor. La tradición griega y latina estará también presentes en toda su obra, deleitándose con especial pasión con las lecturas de Homero, Horacio y Virgilio. Una Antigüedad clásica que Anatole vinculaba al pensamiento ilustrado del XVIII y que le llevó a cultivar una especial erudición con la que pronto fue reconocido como uno de los principales exponentes, en su época, de ese escepticismo laico e ilustrado tan característico de las letras francesas; o, lo que es lo mismo, como el digno heredero, en la segunda mitad del siglo XIX, de la frialdad lúcida, analítica y escéptica de Montaigne y Voltaire: “retoño de la Enciclopedia, nieto de Voltaire”, dirá de él un destacado crítico. Bebe Anatole de la tradición francesa, la clásica, la renacentista, la ilustrada, la de Rabelais, la de Racine,…
Para Anatole la lectura se convirtió en un refugio, o si se quiere, en un paraíso artificial; un mundo envuelto de legajos y libros que quedaría plasmado en muchos de sus personajes literarios, como el académico Bonnard, el abate Coignard o el profesor Bergeret, todos ellos bibliófilos con amplias referencias de su creador.
En cierta ocasión, con motivo de la inauguración de una imprenta comunista, Anatole declaró lo siguiente: «Camaradas, puedo decir que soy uno de vosotros; los talleres de tipografía me traen a la memoria viejos y caros recuerdos. Mi padre era librero. Niño aún, yo llevaba material a la imprenta; muy joven, me ocupaba en la fabricación de los libros y corregía pruebas. He corregido pruebas ajenas, antes de corregir las mías. Podría ser un regente pasable. Si fuera más joven, me recomendaría a vosotros».
Así fue, el joven Anatole comenzó realizando modestos trabajos en la editorial Bossange y luego en Lemerre, el editor de los parnasianos. Fue a cuenta de las gestiones de Leconte de Lisle, uno de los principales exponentes de la estética parnasiana, que obtuvo plaza en la Biblioteca del Senado, lo que le permitió aumentar notablemente la cultura literaria ya adquirida y llegar a conquistar dotes de gran bibliófilo. Con todo, valga decir, su trabajo como bibliotecario (1876-1890) pasó sin pena ni gloria por la Institución.
La carrera literaria de Anatole se inicia a mediados de los años sesenta con la publicación en prensa, Le Parnasse contemporain entre otros, de un buen número de poemas inscritos en esa corriente del momento que, de frío y anodino fondo, buscaba su razón de ser en la perfección y sutileza de las formas poéticas.
Fruto de este tiempo verá la luz en 1872 su primera recopilación de poesías, los Poemas áueros, obra que dedica a su mentor literario Leconte de Lisle. Antes había publicado un ensayo sobre poeta y dramaturgo Alfred de Vigny (1868). Tres años más tarde publicaría Las Bodas Corintias, otro fruto de refinamiento cultivado en verso; un drama de “intensa belleza” donde evoca con sobriedad el conflicto entre paganismo y cristianismo en la Grecia del siglo II.
Fue en 1879 con la publicación de los relatos Yocasta y el gato flaco, que Anatole abandona las servidumbres artísticas parnasianas para estrenarse como prosista. De aquí en adelante, cultivando la narrativa de ficción, sus éxitos fueron en aumento, hasta consagrarlo como una de las más importantes figuras literarias del fin de siglo XIX y principios del XX.
Su primera novela importante, El crimen de Silvestre Bonnard (1881), con la que recibió el premio de la Academia, lo desmarcó definitivamente del círculo de Leconte. El escritor cedió entonces a las solicitaciones de la vida mundana, frecuentando los salones de Madame Adam, el de Madame de Loynes, el de la princesa Matilde y el de Madame Caillavet; esta última le inspiró una pasión sincera y veló por su obra y su gloria hasta el día de su muerte, con infatigable devoción.
Las ficciones autobiográficas Los Deseos de Jean Servien (1882) y El libro de mi amigo (1885) revelaron en Anatole un anticonformismo que se plasmó también en Tais (1890), novela histórica que celebraba el deseo en todas sus formas, contra el cristianismo represivo. En Tais nuevamente planteaba el conflicto entre paganismo y cristianismo, esta vez en la Alejandría del siglo IV. Su escepticismo, cada vez más agresivo, le valió violentos ataques de los defensores de la fe y la moral tradicionales. France fue el hombre de la filosofía sonriente y amarga, escéptica y piadosa, hermana de la de Epicuro y de la de Lucrecio.
Anatole France gustó también de la crítica literaria, y sus crónicas semanales aparecidas en Le Temps entre 1887 y 1896, dieron lugar a la edición de La vida literaria, corpus que, en opinión de algunos críticos, puede ser comparado en calidad al de Sainte-Beuve.
En 1892 publicó en forma de folletín El figón de la Reina Patoja, sátira al gusto del siglo XVIII en la que aparecía el personaje del abad Coignard, quien predicaba una moral de escepticismo tolerante. El personaje reapareció en 1893, en Las opiniones de Jerónimo Coignard, crítica de las instituciones de la Tercera República.
Su escepticismo epicúreo, que hundía sus raíces en el decadentismo latino de Petronio, se manifestó en los relatos históricos El estuche de nácar (1892), los ensayos cortos de El jardín de Epicuro (1894) y los cuentos de El pozo de Santa Clara (1895). «Para leer a Anatole France —cita una reseña de principios de siglo— se necesita cierta preparación mental ya que es el más curioso y el más despiadado de los historiadores. No sabes si es religioso o no; si tiene fe o no; si cree en algo o es un espíritu moderno que estudia y que analiza cuanto le rodea». El profesor de literatura inglesa Samuel C. Chew, dedica al gran escritor francés un estudio de mérito en la North American Review de diciembre de 1925. Para el profesor norteamericano, el autor de Tais fue un escritor lleno de contrastes. Era un completo escéptico y, sin embargo, estaba muy versado en todas las sutilezas de la polémica teológica; era anticlerical, y pintó con gran fidelidad, y hasta afecto, a multitud de eclesiásticos; consideraba la historia como un registro de los crímenes, errores y locuras de la humanidad, y se sentía atraído por ella; era un epicúreo y un voluptuoso, y se hallaba dominado por el más profundo sentimiento de la justicia y fácilmente se rendía a la compasión; era esencialmente crítico y, al mismo tiempo artista creador; era cínico y sentimental, cruel y bondadoso.
En 1896 ingresó en la Academia Francesa, pero a pesar de su consagración literaria, quedó aislado al tomar partido por Alfred Dreyfus. Anatole France fue uno de los primeros en alinearse junto al Zola de Yo acuso. El caso Dreyfus apareció en los últimos volúmenes de su tetralogía Historia contemporánea, compuesta por El olmo del paseo (1897), El maniquí de mimbre (1897), El anillo de amatista (1898) y El señor Bergeret en París (1901). Estas obras son la pintura, en el microcosmos de una ciudad de provincias, de las intrigas del poder civil y el poder religioso, de las que Monsieur Bergeret era el espectador clarividente e irónico.
Amigo del famoso político y filósofo socialista Jean Jaurès, esperaba que a la revisión del proceso Dreyfus siguiera una profunda reforma espiritual y social, como lo puso de manifiesto en El asunto Crainquebille (1901), relato de un error judicial, así como en Opiniones sociales (1902). Sus ilusiones se desvanecieron en los años siguientes con la descomposición del dreyfusismo, y su amargura quedó plasmada en La isla de los pingüinos (1908), sátira de la historia de Francia. Esta fue la época en la que comenzó a participar activamente en la batalla política, ganado por las tendencias socialistas que encabezaba su amigo Jaurés. Anatole participó en reuniones políticas, intervino en el movimiento de las universidades populares e hizo oír su voz a favor de los revolucionarios rusos de 1905. Claro que le ocurrió lo que a tantos otros intelectuales franceses, que al ver el cariz que tomaban las cosas en Rusia se volvieron atrás de su adhesión y no quisieron sumarse a los hechos de los nuevos tiranos.
Los dioses tienen sed (1912), notable reconstitución del París del Terror a la vez que meditación sobre el poder, y La rebelión de los ángeles (1914), en la que el autor expresa sus opiniones sobre la religión, la inteligencia y la vida, son sus dos obras más importantes del último período.
En 1925, desde las páginas de La Libertad, el republicano Marcelino Domingo escrutaba acerca de la trayectoria artística y vital de Anatole France: «Hay un Anatole France excelso: el del estilo puro, claro como el agua clara, fluido como un manantial inagotable. Este Anatole France ha descubierto a Francia el inmenso tesoro de la lengua francesa. Hay otro Anatole France egregio: el que conjuga el escepticismo con la piedad y eleva esta conjugación armónica a norma filosófica. Este Anatole France ha enseñado a Francia el tacto, la medida, el amor a lo bello y a lo perfecto; ha saturado de mieles clásicas el espíritu de las últimas generaciones francesas y ha enlazado su corazón con el corazón de las generaciones que comprendieron y amaron a Rabelais y Montaigne, a La Fontaine y a Voltaire.
Hay, sin embargo, otro Anatole France superior al estilista y al filósofo: el Anatole France hombre, hombre de su tiempo, hombre sensible a los problemas civiles de su época. Este Anatole France ha enriquecido, con su alto ejemplo, la función austera de la ciudadanía. ¿Quién no verá en este Anatole France último el Anatole France mejor?».
La guerra de 1914 dejó a Anatole en una profunda confusión. Se retiró a su propiedad de La Béchellerie, en Saint-Cyr-sur-Loire, desde donde siguió las alternativas del conflicto con angustia y temor. Retrocedió entonces a los paraísos artificiales de los recuerdos infantiles, escribiendo Pedrín (1918) y La vida en flor (1922).
A lo largo de su trayectoria, Anatole France llegó a alcanzar los más altos honores que un escritor podría esperar: la Legión de Honor en 1886, miembro de la Academia francesa en 1896, y como colofón, el galardón en 1921 del Premio Nobel de Literatura, "en reconocimiento de sus brillantes logros literarios, caracterizados por su nobleza de estilo, su profunda gracia y simpatía humanas, y la exacta plasmación de la idiosincrasia francesa".
En su retiro de Saint-Cyr-sur-Loire, fallecerá Anatole France el 12 de octubre de 1924.


EL CRIMEN DE SILVESTRE BONNARD

Esta obra de 1881 (titulada también El crimen de un académico), premiada por la Academia, sirvió a su autor para catapultar su nombre a un lugar destacado de la literatura francesa del momento.
Silvestre Bonnard es un sabio del Instituto francés que habita en su Ciudad de los libros, un hombre, coleccionista impenitente de manuscritos, que vive de manera incondicional por y para los libros que le envuelven; un bibliófilo que se ha construido un mundo propio en pos de la sabiduría. «No conozco —dirá Bonnard— lectura tan sencilla, tan atractiva y tan suave como la de un catálogo». Es uno de los tipos en los que, al igual que el abate Coignard en El Figón de la Reina Patoja, el señor Bergeret, en la Historia Contemporánea, o Brotteaux en Los dioses tienen Sed, se estiliza el retrato del propio autor como de filósofo erudito, sutil, mordaz e irónico, y a su vez, bondadoso, tolerante, y, en gran medida, escéptico.
Muchas son las expresiones en boca de Bonnard que reflejan esa ironía aguda y escéptica tan característica de Anatole France: «porque los libros históricos que no mienten resultan fastidiosos. Yo mismo publico libros verídicos, y si por su desgracia llevara usted uno de ellos de puerta en puerta, se expondría a conservarlo toda la vida en su pañuelo verde sin encontrar una cocinera bastante mal aconsejada para comprarlo», o «no sé nada, pues ninguno de esos libros deja de desmentir al otro; de manera que, una vez conocido lo que dicen todos no se sabe qué pensar».
En la novela, Anatole implicará al bueno de Bonnard en dos tramas (la obsesiva adquisición de un antiguo manuscrito y su relación con la nieta de un antiguo amor de niñez) que romperán con su vida cotidiana: «Entreteníame con mis libros como un chiquillo con sus juguetes, y al fin mi existencia adquiere una dirección, un sentido, un interés, un asunto».
Quedará, pues, abierta al lector la disyuntiva de descubrir el verdadero crimen del académico: ¿el delito del que se le acusa en la novela y del que sale inculpado por los tribunales? O quizás el de haber conformado su vida a una entrega incondicional, artificiosa y reducida a la pasión por los libros. Una entrega que, a pesar de la bondadosa decisión de terminar con ella en beneficio de su protegida, el hecho de perderla le consume y atormenta al punto de cometer un crimen; no acabar de “morir una vida para entrar en otra”: «Tenía una reserva. Entonces conocí el crimen».



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