En su última obra Cuando resucitemos (1899), Ibsen describió la vida de un artista que en muchas cosas podría parecerse a su propia línea de vida.
El escultor Arnoldo Rubek se ha servido de una joven y encantadora modelo para su estatua La Resurrección de la carne. La mujer ha dado al artista la belleza impecable de su cuerpo y el fuego de su alma. Durante mucho tiempo, mientras hacían la estatua, el escultor y la modelo han vivido juntos dulcemente. El artista sólo ha querido ver en la mujer las líneas armoniosas. El temor de ahogar sus inspiraciones oprimiendo á Irene entre sus brazos, ha vencido su ardor masculino.
Mientras Irene adora con pasión al hombre en el artista, éste se resiste á contemplar en su modelo á la mujer. Cuando la estatua queda terminada, hecha con el cuerpo y con el alma de Irene, ésta espera ser atendida; pero el escultor, enamorado de su obra, no la comprende. La mujer, dolorida, sin confesar su amor, huye para no volver y vaga por el mundo como «una muerta viva». El escultor consigue la fortuna y la gloria que buscaba, pero tampoco es feliz; sus nuevos trabajos, que le agotan y le consumen, no le satisfacen como su Resurrección; desengañado, sólo hace bustos que no requieren geniales inspiraciones. Todo el mundo le admira, y su trabajo le permite vivir con lujo, pero no es feliz; su genio ha muerto para la creación de obras maestras.
Por hacer algo, se casa con una joven alegre, bonita, graciosa, pero que no comprende su arte y le admite sólo porque le ha visto agasajado y poderoso. El tampoco siente pasión por ella. En cinco años de matrimonio, sus corazones, tan distintos, no se penetran. La prosa de Maia no pudo inspirar al artista ni una voluptuosidad, ni una emoción de las que le ofrecería la criatura inspiradora de sus ensueños; ella tampoco siente nada, porque sus nervios no vibran con los delirios de las almas...
Rubek comprende que su vida se ha malogrado, que tiene ya cincuenta años y no vivió aún; se aburre, le falta la compañía de un espíritu sutil; como se aburre Maia porque nadie responde á las alegres vibraciones de su naturaleza. Rubek deja volar su pensamiento hacia Irene, y ella desea conocer algo nuevo: el hombre sencillo que la oprima brutalmente. Irene aparece como la sombra de un ensueño que se acaba: «Nuestra dicha no puede resucitar», dice la modelo.
Todo se borró; ni la estatua existe, porque, á fuerza de retocarla con afán de hacerla perfecta, el escultor fue destruyendo sus encantos.
Rubek, obstinado, intenta rehacer su vida con el amor de Irene. Sube con ella, entre las luces rojizas del crepúsculo, á la cumbre solitaria donde hallará el reposo que su espíritu necesita. Y en el valle resuena una voz alegre y libre, la voz de Maia, que halló en un cazador de osos, el hombre que su naturaleza reclamaba: «Soy libre, libre, libre; ya no vivo en una cárcel; soy libre como el pájaro, soy libre».
Y este grito de salvaje libertad llega vibrante á las alturas donde Rubek é Irene, dos almas marchitas y muertas, quieren resucitar su pasado.
De pronto, el huracán ruge furiosamente; el cazador y Maia buscan un refugio que los abrigue; los otros no atienden á sus voces, y suben, suben más, tranquilamente. Irene le dice que al hallar destruida la estatua, la obra de los dos, pensó matarle, y no lo hizo al verle ya muerto. Su genio había muerto: el genio del artista sublime: «Somos dos cadáveres.»
El viento los arrastra como dos hojas secas; los precipita, los hunde para siempre... Y en el valle resuena la voz de Maia: «Libre, libre; soy libre como el pájaro». La vida canta un himno triunfal sobre la tierra, y el viento arrastra los delirios en las alturas.
Publicado en La Revista Blanca, enero de 1901
En toda obra hay una confesión. Y a veces reproches al propio pasado. Al despertar de nuestra muerte (Cuando resucitemos), por presentarnos como primer personaje a un artista, Ibsen reveló con más transparencia esas confesiones y autorreproches.
Pero no hay que exagerar. El drama no es diario íntimo, es representación de un mundo de objetos, de almas-objetos. Rubek, el escultor, concibió plásticamente “el Día de la Resurrección”. Se sirvió como modelo, en toda su deslumbrante desnudez, de una joven virgen, sumisa y enamorada. Pero de esa palpitante vida de mujer que se le ofrecía él sólo tomó los efectos de la luz al romperse en las curvas de la piel y el brillo que desde los ojos se asomaban ansiosos. Y surgió así la estatua, como un hijo que al nacer le desgarrara el alma a la madre y la matara. Irene quedó vacía; y como una sombra desapareció y buscó su camino en las tinieblas. Rubek, a solas con su vocación, quiso vivir y se unió a otra mujer, joven, sana y despreocupada, que le dio placer, no inspiración. Ya no pudo crear. Necesitaba a Irene, que había sido, más que modelo, la fuente misma de su creación. E Irene, necesitaba de él, que la dejó sin alma. Al encontrarse, son como dos muertos que se hubiesen despertado el día de la resurrección. Y en la ultratumba se reprochan sus tristes fracasos. “No eras más que artista, nada más que artista. No eras hombre”, le dice ella. Y él: “No debías ser mancillada ni con el pensamiento... En aquel tiempo eras joven, Irene. Fue una idea supersticiosa para mí la de que el menor deseo sensual que experimentara profanaría mi alma y le impediría alcanzar el ideal soñado”.
Rubek le ruega a Irene que vuelva a unirse a él: serán dichosos y el arte se fundará en la vida. Ella repite que ya es demasiado tarde: ambos están muertos, bien muertos; y cuando resuciten será para comprender que nunca han vivido. Y que la vida también es muerte:
IRENE: (Con una mirada llena de tristeza) El deseo de vivir ha muerto en mí, Arnold. He aquí que he resucitado. Te busco... Te encuentro... Y me doy cuenta de que tú, y la vida… no sois más que cadáveres en la tumba, como lo fui yo misma
RUBEK: ¡Qué error el tuyo! ¡La vida hierve y fermenta en nosotros y en torno nuestro, como antes!
IRENE: (Sonríe y mueve la cabeza) Tu joven esposa que acaba de resucitar, ve la vida entera como tendida en un lecho mortuorio.
En sus últimas obras Ibsen acentuó aún más su visión trágica de la vida y su obsesión por el misterio de la muerte, no porque se sintiera cansado y próximo a la catástrofe, sino porque, en esa visión estaba la plenitud de su ser. Como artista se sentía vigoroso, sano, activo. Al despertar de nuestra muerte es obra lúgubre, pero sin fatigas.
Pocos meses después, en marzo de 1900, Ibsen tuvo un ataque de apoplejía. En enero de 1901, otro. Y durante seis meses vivió disminuido, física y mentalmente, sin escribir una línea. Ya no podía ni trazar las letras sobre el papel. Olvidaba cosas. Un enfermero lo paseaba en trineo o en coche, como a un niño. Después tuvo que quedarse en casa y vigilaba la vida de la calle desde un ángulo de la ventana. Y por último ya no se movió de la cama.
La casa era un mausoleo, con un cadáver vivo que no reconocía las visitas. El 23 de mayo de 1906 murió. Sus funerales fueron grandiosos: la nación noruega expresó su gratitud al poeta que había arrojado tanta luz sobre el rincón europeo donde nació. Noruega, ocupaba, gracias á él, un lugar importante en la geografía literaria. El mismo año de su muerte Noruega se separó de Suecia y formó un reinado independiente.
La revolución de temas, procedimientos, ideas, estilos y fines que promovió Ibsen abrió un nuevo período en la historia del drama. No hay país cuyo teatro no ofrezca un “antes y después de Ibsen”. No nos referimos a la mera expansión de las obras de Ibsen por el mundo, sino a la importancia de Ibsen como iniciador de nuevas tendencias y aun como formador de dramaturgos. Todas las historias nacionales del teatro reconocen la deuda ibseniana de sus autores más señeros. La batalla del teatro nuevo se libró hace unas décadas al grito de ¡Viva Ibsen! De Ibsen, ciertamente, no ha quedado tan sólo el eco de esos entusiasmos de apóstoles. Es ya un clásico, como Sófocles, como Shakespeare; y su posteridad será incontable.
Extraído de Anderson Imbert, Ibsen y su tiempo, 1946.