La obra en cuestión es una colección epistolar de su autor, donde se describe el país italiano con todo tipo de detalles y referencias al mundo clásico.
Chateaubriand tiene treinta y cinco años y acaba de ser nombrado ministro plenipotenciario de la Embajada francesa en Roma cuando realiza este viaje a Italia. Corre el año de 1803 y a pesar de su juventud es ya una pequeña celebridad debido a la publicación de El genio del cristianismo. Esta travesía italiana estaba destinada a ser más larga y así lo habría sido si el carácter del autor de Las memorias de ultratumba hubiese sido otro. Su espíritu indisciplinado le mueve a tomar iniciativas a espaldas del embajador, quien no tarda en sustituirle y la estancia no llega a durar tres años. Al igual que su espíritu de aquella época, el de este libro también es un poco indisciplinado, con los encantos y defectos que ello conlleva. Lo componen tres cartas a su amigo Joubert, las dos primeras deslavazadas, torpes y apresuradas, una desde Milán y otra desde Turín, en las que describe el viaje sin ningún interés, a las que sigue una maravillosa y larguísima tercera carta desde Roma, verdadero centro y corazón del libro en el que, a modo de diario -y seguramente con la intención de componer un libro posteriormente-, relata sus impresiones desde el 27 de junio de 1803 hasta enero de 1804, tras los viajes a las recién inauguradas excavaciones de Pompeya y Herculano.
El descubrimiento de François René de Chateaubriand no es el de un paisaje, ni el de una ciudad, sino el de una conciencia; la de su propia fragilidad, que impregna cada línea de esta maravillosa tercera carta a Joubert. Tiempo de un pasado que lo sigue siendo, que se actualiza como pasado y que muestra, a la vez, un futuro que nunca fue. La ciudad trasciende a su propia caída; el hombre, a su viaje circunstancial.
Extraido de Andrés Barba en El Cultural.es
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