Francisco Pi y Margall – LA REPÚBLICA DE 1873 (Apuntes para escribir su historia)

«La República vino por donde menos esperábamos. De la noche a la mañana Amadeo de Saboya que en dos años de mando no había logrado hacerse simpático al país ni dominar él creciente oleaje de los partidos, resuelve abdicar por sí y por sus hijos la Corona de España». Así plantea Pi —prohombre entonces de la minoría republicana— el cambio de régimen, el 11 de febrero de 1873.
El pensamiento federal de Pi y Margall, que fue el motor del federalismo republicano español del 73, tendería a realizarse en la I República tanto desde el Poder —federalismo desde arriba, con el proyecto de Constitución— como desde abajo —con la revolución cantonal—. Ambos intentos fracasarán.

«Figueras —escribe Vicente Blasco Ibáñez— huía abandonando la primera magistratura de la nación; Pi y Margall, por un escrúpulo de excesiva legalidad, no aprovechaba las circunstancias favorables que trajo consigo el 23 de abril y que pusieron en sus manos la dictadura revolucionaria y después, ante una Asamblea levantisca e inconsecuente en sus actos, pedía la misma dictadura tan necesaria, alcanzándola para que se la quitasen al día siguiente; Salmerón subía al poder teniendo que luchar con una nueva guerra civil, el cantón de Cartagena y dimitía poco después por preocupaciones de filósofo, o más bien reconociendo su impotencia y triunfaba por fin Castelar, la ambición desmedida, la intención oculta y maquiavélica, que para provecho propio había introducido en la Asamblea la división de grupos, la lucha de bandería, enemistando a los gobernantes para hacerse por fin dueño absoluto de la República, sin miedo a las influencias de los anteriores presidentes a los que en público llamaba sus amigos y en su interior consideraba como rivales.
El movimiento cantonal era cada vez más imponente.
Al constituirse la Asamblea, el venerable Orense, con aprobación de todos los diputados, había proclamado la consubstancialidad del federalismo con la República, y después habían pasado los meses sin que la Cámara mostrase el menor interés en dar forma federal al régimen republicano.
Consecuencia lógica de tan impremeditado arranque de entusiasmo, seguido de lamentable indiferencia, fue la protesta cantonal de los elementos más avanzados.
No puede justificarse la conducta de los impacientes que crearon nuevas dificultades a la República con el establecimiento de los cantones.
Estos contribuyeron poderosamente a la caída del gobierno republicano, pero no es menos cierto que más culpables que los cantonales fueron los legisladores que proclamaron el sistema federal sin estar dispuestos a llevarlo a la práctica inmediatamente, pues con su ligereza excitaron las pasiones de unos y se atrajeron la indignación de otros.
Tal era la situación de la República española antes del golpe de Estado inicuo con que terminó su azarosa vida».

Enrique Vera y González en Pi Y Margall Y La Política Contemporánea (1886), escribe acerca del contexto en el que se produjo esta obra, que no es sino una extensa auto-vindicación de Pi (escrita en 1874), referente al papel que había desempeñado durante la Primera República, y especialmente, a lo acontecido en torno a la revolución cantonal:
«La primera necesidad (tras el fin de la Primera República y la entronización de Alfonso XII) era, sin duda, batir á los absolutistas, y por esta razón los federales habían suspendido todo conato de protesta armada; pero el gobierno no se sentía en terreno firme. Temía que, conjurados en todo ó en parte los peligros que amenazaban á la libertad, volviera el poder á manos de los republicanos, y apenas pasaba un día en que la prensa bien avenida con aquel orden de cosas, no fulminase anatemas contra el partido federal, pintando con los colores más horribles la reciente historia de la República. Pi y Margall seguía siendo el principal blanco de aquellas infames calumnias. Para disiparlas y restablecer la verdad de los hechos, publicó á fines del mes de Marzo un folleto, titulado La República de 1873. Apuntes para escribir su historia. Vindicación del autor, en que exponía clara y sencillamente su política y probaba hasta la evidencia la ninguna participación que había tenido en el movimiento cantonal. Esta obra, redactada en ese estilo severo, conciso y elevado que da majestad y relieve á todos los escritos de Pi y le asegura el primer puesto entre nuestros prosistas circuló poco, porque el mismo día en que apareció fue recogida por los agentes del Gobierno, que prohibió su venta y su envío á provincias, masa pesar de esto influyó grandemente para que personas que hasta entonces habían sido inducidas á error por las calumnias de la prensa, hicieran justicia al hombre consecuente y honrado que, así en la oposición como en el poder, había dado pruebas de una lealtad y una rectitud poco conocidas hasta entonces entre nuestros políticos.
El folleto en que Pi y Margall se vindicaba de los ultrajes y calumnias que se le habían dirigido, contenía declaraciones de gran importancia:
«Carecería tal vez de autoridad para trazar estos apuntes,—decía en la introducción,—si no me sincerara de los cargos que se me han dirigido. Perdóneseme que empiece por vindicarme.
Contra mi costumbre me dirijo á mis conciudadanos para hablarles de mi persona. Correligionarios, amigaos, deudos, seres para mí queridos, creen llegada la hora de que levante la voz y rebata las calumnias de que he sido objeto. Lo hice como diputado, pero mis palabras apenas encontraron eco fuera del palacio de las Cortes. Perdiéronse entre el confuso y atronador clamoreo de las pasiones contra mí concitadas.
Hoy, más en calma los ánimos, fuera de juego mi persona, postrado y sin armas mi partido, trasladada á otros campos la lucha, será fácil que las oigan aun los que ayer tenían interés en llenarme de oprobio. Porque así lo entiendo, me decido á escribir estas páginas. Léanlas cuantos de imparciales se precien y júzguenme atentos al fallo de su propia conciencia.
Aspiro, sobre todo, á sacar ilesa mi honra. Mi rehabilitación política es lo que menos me preocupa. Han sido tantas mis amarguras en e) poder, que no puedo codiciarle. He perdido en el gobierno mi tranquilidad, mi reposo, mis ilusiones, mi confianza en los hombres que constituía el fondo de mi carácter. Por cada hombre leal, he encontrado diez traidores; por cada hombre agradecido, cien ingratos; por cada hombre desinteresado y patriota, ciento que no buscaban en la política, sino la satisfacción de sus apetitos.
Volvía los ojos á mi partido y no veía sino dudas, vacilaciones, desconfianzas, cuando no injurias; los volvía á los partidos enemigos y no los hallaba dispuestos más que al ultraje y á la calumnia. Hemos llegado á tiempos tan miserables, que para combatir á los contrarios, no se repara en la naturaleza de las armas que se esgrimen: nobles ó innobles, aquellas son tenidas por mejores, que más pronto derriban al que hacemos blanco de nuestras iras.
No ha sido jamás esta mi conducta ni en el Parlamento ni en la prensa, donde he sostenido rudas y sangrientas polémicas con los impugnadores de la democracia y la república. Habré hablado con pasión contra los principios y los partidos, no contra las personas. Los he atacado dentro de los límites de la verdad, no los he difamado nunca; que harto penoso es para un hombre digno tener que lastimar, aun dentro de la justicia, la dignidad de sus semejantes.
He recibido mal por bien. No por esto se espere ni se tema que sea acalorada mi defensa ni moje en hiel la pluma contra mis detractores. Lograré vindicarme y harto castigo llevarán, si son hombres morales, en sus remordimientos».
Hacía después Pi y Margall la historia de la proclamación de la República, enumeraba los esfuerzos incesantes que se había visto obligado á realizar para conseguir que las provincias desistieran, antes de la reunión de las Cortes, de proclamar la federación, contra lo acordado por la Asamblea Nacional; ponía de manifiesto lo mucho que había trabajado para mantener entre los diputados la unidad de aspiraciones necesaria para que las Constituyentes realizasen su fin, objeto que no había logrado por el decidido empeño que en dividir la Cámara tuvieron algunos republicanos influyentes; sincerábase con firmeza y energía contra la única acusación que se le había lanzado de favorecer en el poder y fuera de él la sublevación cantonal; examinaba los efectos de su salida del ministerio; estudiaba las causas de la indisciplina del ejército, así como del incremento que había alcanzado la insurrección carlista; exponía sus ideas económicas, y por fin, hacía el resumen de su política, encaminada á establecer franca y resueltamente los principios que habían constituido siempre el dogma del partido».

Discurso pronunciado por Francisco Pi y Margall en el banquete celebrado en el Café de Oriente en conmemoración del décimo octavo aniversario de la proclamación de la República.

Queridos correligionarios: No basta que conmemoremos la República de 1873; es preciso que nos sirva de lección y enseñanza. Si incurriéramos mañana en los mismos errores que entonces, recogeríamos los mismos frutos: la República pasaría otra vez sobre la nación como una tempestad de verano. Recordemos, recordemos aquellos días.
El día 11 de Febrero de 1873 ocurrieron en España gravísimos acontecimientos. Un rey, dos años antes elegido por las Cortes, reconociéndose impotente para resistir al oleaje de los partidos, abdicó por sí y por sus hijos. Reuniéronse en una sola Asamblea el Congreso y el Senado, admitieron la renuncia del rey, le despidieron cortésmente y proclamaron la República.
¿Vino la República oportunamente? No; vino a deshora. Habría venido oportunamente si la hubiesen establecido las Cortes de 1869; vino cuando, fatigada la nación por cinco años de luchas, estaba más sedienta de reposo que de nuevos ensayos; vino cuando ardía la guerra civil en el Norte de España y en la isla de Cuba; vino cuando estaba exhausto el Tesoro, tan exhausto, que los radicales habían debido ya suspender el pago regular de los intereses de la deuda. El Gobierno de la naciente República no pudo cumplir las promesas que en la oposición había hecho: no pudo ni reducir el ejército, ni abolir las quintas, ni disminuir los gastos que iba agravando la guerra. Esto, por de pronto, acredita que no son siempre beneficiosos los cambios ni aun para los que más los anhelan.
Para colmo de mal, el primer gobierno que se creó se componía de federales y de progresistas, de progresistas que eran ayer ministros del rey y hoy ministros de la República. Podrán ser buenas las coaliciones para destruir; para construir, conozco por propia experiencia, que son detestables. Perdíamos el tiempo en cuestiones frívolas, pasábamos a veces horas discutiendo si a tal o cual provincia habíamos de mandar un gobernador federal ó un gobernador progresista. Esto, por lo menos, prueba que no son siempre buenas ni aceptables las coaliciones.
Los progresistas obraron con nosotros de mala fe. Trece días después de proclamada la República promovían una crisis en el seno del Gabinete. Fundábanla en que el Gobierno, por la heterogeneidad de sus elementos, no podía obrar con la rapidez que las circunstancias exigían y en que nosotros no habíamos determinado los límites de nuestro federalismo. En vano les decíamos que, no a nosotros, sino a las futuras Cortes Constituyentes correspondía marcarlos; insistían en llevar la crisis á las Cortes, diciendo hipócritamente que no podía menos de resolvérsela en nuestro favor puesto que era racional y lógico que rigieran la República los republicanos.
Tan hipócritamente hablaban, que al otro día encontramos invadido el ministerio de la Gobernación por cuatrocientos guardias civiles, el palacio del Congreso ocupado por uno ó dos batallones de línea, las cancelas del vestíbulo guardadas por centinelas con la bayoneta en la boca de los fusiles. Por la noche, calladamente, habían nombrado á Moriones general en jefe de Castilla y destituido á los coroneles en que creyeron ver un obstáculo para sus inicuos planes. Hiciéronlo todo de acuerdo con el Presidente de la Asamblea, que se creyó revestido de una autoridad superior á la del Gobierno.
Vencimos, pero vencimos, gracias por una parte, á su cobardía, gracias por otra al vigor de los ministros federales, á la actitud del pueblo de Madrid, a la lealtad de Córdoba, que no dejó de estar nunca a nuestro lado. Constituyóse aquel día un Gobierno casi homogéneo; pero el mal estaba hecho. Se soliviantaron las pasiones populares y hubo en ciudades de importancia conatos de rebelión que no pudo reprimir el Gobierno sin gastar parte de sus fuerzas. Despechados los progresistas, se aliaron por otro lado con los conservadores y se fueron el 23 de Abril á la plaza de Toros con toda la milicia de la monarquía. Aquel complot era algo más serio que el anterior, ya que en él estaba comprometida gran parte del ejército, y generales corno Balmaseda y el duque de la Torre.
Vencimos también, disolvimos la Comisión permanente de la Asamblea y convocamos apresuradamente nuevas Cortes creyendo encontrar en ellas el medio de salvar y consolidar la República. Nos enseñaron y os enseñan hoy todas estas deslealtades cuán poco hay que fiar de los que se adhieren hoy a las instituciones que ayer combatían.
En las Cortes no hallamos, desgraciadamente, lo que esperábamos. Culpa fue, en parte, del Gobierno, que, después de haber dirigido á las Cortes un mensaje en que daba razón de su conducta, dimitió sin esperar á que se aprobasen ó desaprobasen sus actos y se negaron sus más importantes hombres á formar parte del nuevo Poder Ejecutivo. Aquellos hombres servían de freno á la ambición de sus correligionarios; caídos, faltó el freno y las ambiciones se desataron con inaudita furia.
Hubo un mal mayor, y en él debéis fijaros particularmente á fin de que conozcáis el daño que produce en los partidos la discordia. Antes de la proclamación de la República estábamos divididos los federales en dos bandos: los benévolos y los intransigentes: los que creíamos que el curso natural de los sucesos nos llevaba á la República, y los que para conseguirla más pronto querían forzar la marcha de los acontecimientos. Después de proclamada la República, aquella división carecía de motivo. Los dos bandos reaparecieron, sin embargo, en las Cortes y se hicieron la más cruda guerra. Sin que los separara cuestión alguna de principios, discutían acaloradamente, y se combatían como si fuesen los más encarnizados enemigos. esta obcecación y aquel error del Gobierno fueron causas que trajeron de continuo perturbada la Asamblea e hicieron inestable y movediza la suerte de los Gobiernos. Aprended lo que son las discordias que en la oposición se engendran. Se fueron acalorando las pasiones, se llegó á creer que los ministros retardaban de intento la constitución federal del país, y surgió el cantonalismo, otra guerra civil sobre la de D. Carlos y la de Cuba. Por la reacción que á toda acción sucede, cayó entonces el Gobierno en otro error más grave: entregó á generales enemigos las fuerzas de la República. Se buscó á los ordenancistas, á los que no habían sido amigos de sublevaciones ni de pronunciamientos, considerando que habían de ser escudo de la legalidad y no volver nunca sus armas contra las instituciones. ¡Ay! Cuando ocurrió el fatal golpe del 3 de Enero, todos aquellos generales se apresuraron a poner su espada al servicio de los dictadores.
Nuestra caída después del golpe del 3 de Enero no pudo ser más honda. No sólo perdimos el poder y la influencia ganada en muchos años; hombres importantes del partido se separaron de nosotros renegando de las ideas federales que con tanto ardor habían defendido en la prensa, en la tribuna, en el seno de las grandes muchedumbres. Vinieron en cambio á decidirse por la República los progresistas, que no quisieron seguir á Sagasta por el camino de la restauración borbónica; pero, no por nuestra República, si no por esa república unitaria que, como tantas veces os he dicho, no es más que una de las fases de la monarquía. Ganó la República en número, no en fuerzas, que no las da la división en dos distintos campos. Parecía natural que por lo menos progresistas y posibilistas formaran un solo partido. En los principios fundamentales, y aun en los procedimientos para después del triunfo, ambos coincidían. No sucedió así; constituyeron dos partidos, porque los unos querían llegar por la evolución y otros por la revolución á la República.
Los federales también nos dividimos. Nosotros sosteníamos y seguimos sosteniendo que no hay federación donde no se afirma la unidad de la nación por el libre consentimiento de las regiones y la unidad de las regiones por la libre voluntad de los municipios, y otros consideraron hasta sacrílego suponer que necesitase de afirmación una nacionalidad que dicen obra de los siglos. Esta división es posible que sea mucho más profunda: no hemos podido arrancar nunca de nuestros adversarios si entienden que de la nación emanan todos los poderes, incluso los regionales y los municipales, ó si creen, como nosotros, que las regiones y los municipios son por derecho propio tan autónomas como la nación misma, y de ellos emanan, por lo tanto, sus poderes.
Recientemente, por causas que no creo de necesidad recordaros, han venido aproximándose á nosotros hombres importantes del partido progresista, tal vez los de mayor importancia. Apellídanse federales, y proclaman con nosotros la autonomía de los municipios y de las regiones. Han constituido estos hombres la agrupación centralista, y por de pronto han tenido la fortuna de concentrar y reunir fuerzas desparramadas que, lejos de dar vigor, debilitaban á los partidos de la República. ¿Habría sido en nosotros prudente alejarlos ni mirarlos con desvío? ¿No teníamos, por lo contrario, el deber de ofrecerles nuestra amistad, y aun de procurar que más ó menos tarde llegáramos á fundirnos en un solo cuerpo? Yo estuve siempre por la formación de grandes partidos, primeramente por la fuerza que consigo llevan, luego porque imposibilitan el desarrollo de desatentadas y locas ambiciones y dan á cada cual el puesto que le corresponde según sus virtudes y sus talentos.
Yo, advertidlo bien, no he de consentir jamás la abdicación de ninguno de los principios que constituyen nuestro dogma. Si entre los centralistas y nosotros los principios son o llegan a ser idénticos, tendré á gran fortuna que ellos y nosotros constituyéramos un solo partido; si algo nos separa, y es más lo que nos une, celebraré todavía estar con ellos en cordial inteligencia. La autonomía política, administrativa y económica de los municipios y las regiones, ¿no seria acaso vínculo suficiente para que estuviéramos cordialmente unidos?
Inteligencia la quiero yo también con los demás partidos republicanos. Discutamos todos de buena fe nuestras respectivas ideas, busquemos las razones que les sirvan de fundamento, veamos por serios debates si podemos llegar a común convicción, ya que no en todos, en los más de nuestros principios. ¿Perderemos algo en estas discusiones? Del choque de contrarias ideas brota la luz para los entendimientos.
No se trata ya de discutir en la prensa ni en la tribuna, sino en los campos de batalla, dicen algunos republicanos. Cansado estoy de repetir que no creo que por las vías legales pueda llegarse á la República. Por el Parlamento no se llega aquí ni siquiera á un mal cambio de Gabinete. No hay posibilidad de llegar por estos caminos á mudanza alguna, ínterin los gobiernos, para conseguir el triunfo de sus candidatos, no vacilen en recurrir á la coacción y la violencia. ¿Quiere decir esto que hayamos de fiar a la sola fuerza de las armas el triunfo de la República? Si así es, ¿por qué escribimos periódicos? ¿Por qué celebramos reuniones públicas? ¿Por qué nos asociarnos públicamente y no vacilamos en hablar bajo el receloso oído de los delegados del Gobierno? ¿Por qué hemos acudido hoy á las urnas y acudían antes los correligionarios de muchas ciudades para conseguir cargos concejiles y diputaciones de provincia? Si de la sola fuerza debemos esperar el poder, están vetados para nosotros todos estos medios de propaganda.
Si somos verdaderos revolucionarios, no debernos alardear de tales ni en casinos, ni en clubs, ni en lugares públicos. Debemos preparar las revoluciones en lugares donde no nos oigan ni nos vean nuestros enemigos. ¿Qué significa estar constantemente con la revolución en los labios y no en las manos? ¿Qué significa amenazar siempre para no dar nunca, prometer lo que no se ha de cumplir, fascinar al pueblo con ilusiones que ha de ver mañana desvanecidas? ¿Es esto de hombres serios?, ¿es de hombres dignos?
Las revoluciones, las verdaderas revoluciones, las trae, más que la voluntad de los hombres, el curso de los acontecimientos. Lucharon los progresistas del año 1843 al 1854 y nunca vencieron. ¿Quién vino a facilitarles el triunfo? Uno de sus capitales enemigos, el general O'Donnell. Lucharon del año 56 al 68, y siempre fueron vencidos. ¿Quién les facilitó la victoria? Topete, que había sido ministro de Narváez; Serrano, que ya el año 44 los había abandonado. Y cuenta que del 1843 al 1854 habían tenido á su frente los progresistas un general como Espartero, que había forzado el puente de Luchana y puesto fin á una guerra en los campos de Vergara, y del 56 al 58 un general como Prim, que ejercía grande influencia en el ejército por sus legendarias proezas en las costas de Africa.
Pueden venir acontecimientos como los del año 54 y el año 68, y para cuando lleguen bueno es que viváis apercibidos; mas es impropio de hombres hacer en todo tiempo y sazón alarde de revolucionarios. Los que tal hacen me producen el efecto de esas mujeres perdidas que hablan constantemente de una honradez que no tienen.
Tened fe en las ideas, propagadlas y difundidlas hasta que constituyan el ambiente que respiramos los españoles. Os hablan de que la propaganda está hecha. Ved lo que ha sucedido en las elecciones. Hemos triunfado en las ciudades populosas, cuando no material, moralmente. Los que nos han perdido son esos pueblos rurales a que no ha llegado aún la voz de nuestros correligionarios, pueblos tan ignorantes como débiles, que doblan sumisos la cabeza á los caciques y á los agentes del Gobierno. Ya saben lo que han hecho los que los han adscrito á las ciudades y á los grandes centros fabriles: por sus votos, dados ó malamente repartidos, han contrarrestado los de las ciudades.
Propagad las ideas, difundidlas y, si verdaderamente deseáis el triunfo de la República, sed disciplinados, no promováis nunca entre vosotros la discordia. Dirigid vuestros ataques á los enemigos, no á los amigos ni á los que estén en las lindes de vuestro campo. Para todo fin inmediato y concreto no vaciléis en aceptar ó buscar el apoyo de los demás republicanos. Huid sólo de las coaliciones permanentes.
Las coaliciones permanentes, os lo he dicho repetidas veces, no sirven sino para enervar á los partidos que las forman. ¿Lo dudáis? Ved lo que ha sido esa que llamaron coalición de la prensa y tomó después el pomposo nombre de Asamblea nacional republicana. Os prometió que os traería pronto la República: ¿os la ha traído? Decía que se bastaba sola para vencer á nuestros enemigos: ¿los ha vencido? Observad ahora la conducta de los pocos federales que con ella fueron: ¿han roto lanzas como antes por la federación que nosotros defendemos? ¿Los habéis visto en vuestros meetings salir á la defensa de nuestros principios? ¿Publican en sus periódicos nuestros discursos ni nuestros acuerdos? ¡Oh, no! Toda su labor consiste en manchar de lodo la frente de los federales.
Ya los habéis visto en las últimas elecciones. Ellos, que se llamaban coalicionistas por excelencia, fueron los únicos que se negaron á coligarse con nosotros para batir á la monarquía en su propia corte. Huid, sí; huid de esas vergonzosas coaliciones. Coaligaos para hacer algo que las circunstancias demanden, no para convertir la coalición en una sociedad de aplausos mutuos.
Conseguido el fin de la coalición, la coalición debe deshacerse á fin de que cada partido recobre la libertad de que necesita para la defensa de sus particulares principios. La hicimos para las elecciones: con las elecciones ha concluido. Trabajemos ahora todos con fe y con decisión por nuestras doctrinas, y llegaremos al deseado triunfo de la República. La monarquía tiene extenuadas sus fuerzas: no puede salir de Cánovas y de Sagasta. Cuando quiere constituir un ministerio como el de Martínez Campos ó el de Posada Herrera, tiene ministerio por tres meses; sólo con Cánovas ó con Sagasta lo tiene por años. No es impacientéis: como tengáis prudencia y decisión, llegaréis á la suspirada meta.

Francisco Pi y Margall
El Nuevo Régimen (semanario federal)
Madrid, 11 de Febrero de 1891