Victor Hugo – CROMWELL

Cromwell es una obra de teatro en cinco actos escrita por Victor Hugo en 1827. La obra no fue representada en su época. Es a la vez un retrato histórico de la Inglaterra del siglo XVII y del Lord protector Oliver Cromwell.
Cromwell, por sus dimensiones (unos 6000 versos) no es una obra representable. Sus cambios de decorado, y la misma elección de la temática (una historia relativamente próxima) hacen de ella un ejemplo de obra romántica, pues rompe radicalmente con las tradiciones clásicas.
A pesar de la aplicación ejemplar de los principios románticos en la obra, es el prefacio de la misma lo que se convirtió en uno de los textos fundadores del Romanticismo, defendiendo en particular el drama como forma teatral.

El Romanticismo en cada país europeo se diferencia del resto por los factores políticos y por sus propias tradiciones literarias. El alemán es el más radical y profundo: en él la teorización alcanza gran desarrollo, empapa todas sus manifestaciones humanas. El francés, en un principio “conservador” y “reaccionario”, a partir de 1830 con Víctor Hugo, se hace equivalente del Liberalismo. La batalla contra el Clasicismo es mucho más fuerte en Francia que en ningún otro país; el teatro se convierte en el caballo de combate. El prefacio de Cromwell, de Víctor Hugo, es toda una declaración de principios y se puede considerar el primer manifiesto romántico. Víctor Hugo es el defensor del nuevo movimiento.
En este texto, el joven y ambicioso Hugo critica las bases establecidas del teatro clásico, e introduce los temas románticos en el escenario: multiplicación de los personajes, de los lugares, mezcla de registros — lo vulgar y lo rebuscado, lo sublime y lo grotesco – dotando a la obra de una vida propia que sobrepuja las encorsetadas formas del neoclasicismo.



En el drama, tal como se ejecuta, o tal por lo menos como se puede concebir, todo se encadena y se deduce en él como en la realidad: en él representan su papel el cuerpo y el alma, y los hombres y los acontecimientos, puestos en juego por este doble agente, pasan de jocosos a terribles, y alguna vez a ser terribles y bufones a un tiempo. Así un juez dirá: -Condenado a muerte y vamos a comer. Así el Senado romano deliberará sobre el rodaballo de Domiciano. Así Sócrates, bebiendo la cicuta y asegurando que el alma es inmortal y que existe un Dios único, se interrumpirá para recordar que no se olviden de sacrificar un gallo a Esculapio. Así la reina Elisabeth jurará y hablará en latín. Así Richelieu sufrirá la influencia del capuchino José, y Luis XI la de su barbero Olivier. Así Cromwell dirá: -He metido al rey en mi saco y al Parlamento en mi bolsillo, y la misma mano que firma el decreto de muerte de Carlos I pintarrajeará con tinta el rostro de un regicida. Así César en su carro triunfal tendrá miedo de caer. Por que los hombres de genio, por grandes que sean, tienen siempre su lado grotesco que se ríe de su inteligencia; por esa parte tocan con la humanidad y por esa parte son dramáticos. «De lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso», decía Napoleón, cuando se convenció de que era un simple mortal, y este relámpago de un alma de fuego que se entreabre ilumina a la vez el arte y la historia; ese grito de agonía es el resumen del drama y de la vida.

Oliverio Cromwell pertenece al número de los personajes históricos que, siendo muy célebres, son poco conocidos. La mayor parte de sus biógrafos, algunos de ellos historiadores, han dejado incompleta su gran figura, como si no se hubieran atrevido a reunir todos los rasgos del colosal prototipo de la reforma religiosa y de la revolución política de Inglaterra. Casi todos se han concretado a reproducir con mayores dimensiones el sencillo y siniestro perfil que de él trazó Bossuet, bajo su punto de vista monárquico y católico, desde su púlpito de obispo, que se apoyaba en el trono de Luis XIV.

Como todo el mundo, el autor de este libro daba crédito a la susodicha biografía, y el nombre de Cromwell sólo despertaba en él la idea sumaria de un regicida fanático y de un gran capitán. Pero estudiando la crónica y hojeando a la ventura las memorias inglesas del siglo XVII, empezó a notar que se desarrollaba ante sus ojos un Cromwell enteramente nuevo, que no era únicamente el Cromwell militar y político de Bossuet, sino un ser complejo, heterogéneo, múltiple, compuesto de elementos contradictorios, bueno y malo, lleno de genio y de pequeñez; una especie de Tiberio-Daudin, tirano de Europa y juguete de su familia; regicida, que humillaba a los embajadores de los reyes, y al que torturaba su hija; austero y sombrío en sus costumbres, pero entreteniéndose con cuatro bufones que tenía a su lado; que escribía malos versos; que era sobrio, sencillo y frugal; soldado grosero y político sutil; hábil en las argucias teológicas; orador pesado, difuso y oscuro, pero que sabía hablar al alma a los que quería seducir; hipócrita y fanático; visionario dominado por fantasmas desde su niñez; que creía en los astrólogos y los proscribía; excesivamente desconfiado, siempre amenazador y rara vez sanguinario; rígido observador de las prescripciones puritanas; brusco y desdeñoso con sus familiares, acariciando a los sectarios que temía, engañando sus remordimientos con sutilezas; grotesco y sublime; en una palabra, siendo uno de esos hombres cuadrados por la base, como les llamaba Napoleón.

El autor de este drama, al encontrarse con este raro y chocante conjunto, conoció que la silueta apasionada de Bossuet era insuficiente. Empezó a dar vueltas alrededor de esta elevada figura, y le acometió la ardiente tentación de pintar al gigante bajo todas sus fases y bajo todos sus aspectos. La materia era abundante. Tras de pintar al hombre de guerra y al hombre de Estado, faltaba dibujar aún al teólogo, al pedante, al mal poeta, al visionario, al bufón, al padre, al marido, al hombre Proteo, en una palabra, al Cromwell doble; homo et vir.
Del Prefacio a la obra