HISTORIA DE LA CÉLEBRE REINA DE ESPAÑA DOÑA JUANA, LLAMADA VULGARMENTE, LA LOCA

ÍNDICE de la obrita

Capítulo I: De cómo fueron los padres de Doña Juana La Loca, y las cosas que pasaban en su palacio.

Capítulo II: De cómo se casó Doña Juana, los hijos que tuvo y otros asuntos del mayor interés.

Capítulo III: Del mal temporal que fue causa para que el viaje de Doña Juana se hiciese más largo, y de la entrevista que tuvo con la querida de Felipe el Hermoso.

Capítulo IV: De las disensiones que había en España, y la muerte de Doña Juana.

Un artículo de la época en que fue publicada esta obrita-folleto, reza de la siguiente manera hacerca de la historia de Doña Juana:

Isabel y el católico Fernando gobernaban la España con el esplendor a que la elevaron los grandes acontecimientos que tuvieron lugar en su reinado; los moros habían sido expulsados hasta el África y el genio de un genovés aventurero añadió al vasto dominio de los ilustres soberanos el imperio de un nuevo mundo. La inmensa herencia de Isabel y de Fernando estaba destinada a su hija única, esposa del Archiduque de Austria que nacido sobre el trono de los Césares regia con su cetro la Flandes. Juana a quien estaba reservada una gran parte de dos mundos, no veía la felicidad sino en el afecto de Felipe; entendida y generosa; sensible hasta la exaltación, amante hasta el entusiasmo, se entregó al archiduque con el abandono de una mujer tierna que todo lo ve en el objeto amado y no vive mas que de amor. Felipe poseía brillantes cualidades que justificaban en apariencia la pasión de su esposa; pero abandonado a los placeres, permanecía insensible a la excesiva ternura que había inspirado. Importunado al parecer con el amor de Juana no veía en ella más que una mujer dedicada a llenar sus deberes cuya extensión exageraba por debilidad acaso; estimaba, respetaba sus virtudes pero no le pagaba con amor.

Después de un año de permanencia en Bruselas donde Felipe se entregó a todos los excesos de la juventud y del poder absoluto, Juana dio al mundo un niño que con el nombre de Carlos V, debía ser un día el príncipe mas poderoso de la tierra y probar por su singular fin que puede descenderse del mas alto rango a la mas humilde condición sin perder mucho.

El archiduque aun después de ser padre no se desvió de los placeres desenfrenados. La tierna Juana herida hasta el fondo de su alma y exasperada por los celos, sentía debilitarse su razón; Felipe importunado sin duda de sus dolorosas quejas la trajo a España y volvió al punto a Flandes donde la guerra le llamaba. Dejó en Burgos a la triste Juana entonces en cinta, siendo inútiles las súplicas de ella para acompañarle: el archiduque permaneció insensible a su interesante delirio y apenas le acordó la gracia de una despedida. Juana le vio partir con una desesperación que acabó de extraviar sus sentidos; la esposa abandonada no recobraba su razón sino en algunos intervalos para sentir entonces todo el peso de su infortunio. Ni el hijo que llevaba en su seno, ni los desvelos de una corte cuidadosa podían arrancarla a sus dolores y concentrada en sí misma, decía a la reina Isabel cuando la prodigaba algún cuidado, no me consoléis ; no está conmigo , me olvida, se expone a los peligros de los combates y no estoy a su lado. ¡Ingrato! no quiere que muera con él.

Bien pronto Juana rehusó hasta el indispensable alimento; fue preciso hablarle en nombre de Felipe y del ser para cuya existencia debía conservar la suya. Todo el día lo pasaba escribiendo; cada noche un correo partía para Flandes cargado de cartas empapadas en lágrimas. Las horas que no escribía se las llevaba en la torre de donde siguió con la vista los pasos de su marido; la amargura de su pesar aumentaba incesantemente; ya no lloraba porque ya no tenia lágrimas.

Los ojos ávidamente dirigidos al horizonte del norte, contemplaban en la bóveda celeste los astros que Felipe podía ver también. Continuamente lo llamaba; creyendo hablar con él le dirigía tristes quejas o se precipitaba de rodillas y le pedía perdón; después exclamaba: «Me desprecia, no me ama, me aleja de si ¡Dios mió! ¿Permitiréis por mucho tiempo que abandone la mujer que le habéis dado? No, no, vos me lo traeréis, vos le obligareis a que no se separe de mí... Largos desmayos sucedían a este estado violento; la recostaban en su cama donde solo recobraba la voz para llamar a Felipe. En medio de estas angustias dio a luz su segundo hijo a quien se puso el nombre de Fernando. Su primer cuidado fue preguntar si se parecía a su padre: «ah! no, exclamó después de haberlo examinado; no se le parece ¿era acaso posible? » Los cuidados de la maternidad cambiaron muy poco su triste situación.

La reina Isabel murió y el interés trajo al archiduque a España; era demasiado tarde para la desgraciada Juana: al ver al que causaba su desesperación no manifestó más que los raptos del delirio y Felipe la mandó encerrar en la fortaleza de Medina del Campo. La locura de su mujer sin duda le humillaba y quiso ocultar su vergüenza en el recinto de las murallas: la vanidad ajada avergüenza a los príncipes pero no les avergüenzan sus crueldades. Felipe interceptó una carta que había obtenido de la debilidad de Juana en la cual confiaba a su padre la regencia de los estados, herencia de Isabel. Esto dio motivo a que estrechase mas que nunca el encierro de su esposa, hasta que engañado por el rey de Inglaterra, desgraciado en sus proyectos y en sus guerras, abismado con la doble fatiga de las intrigas y las traiciones, este joven ambicioso cayó gravemente enfermo. El peligro se hizo eminente; la noticia de esta nueva desgracia produjo en Juana un efecto admirable; su razón le volvió toda entera, recobró su autoridad y voló al lado del que la muerte disputaba a su ternura. Su voz, no alterada por el delirio y animada por el amor, hizo oír a Felipe acentos persuasivos que le volvieron la esperanza; no se separaba un instante del lado del enfermo; jamás el sueño la sorprendía, y su constante vigilancia dulcificaban los padecimientos del ingrato que por la primera vez pareció reconocer cuanto valía la mujer que había abandonado. Sus miradas lánguidas por el dolor penetraban hasta el corazón de Juana que las recibía con delicia; próxima a perderlo lo amaba mucho más. Su amor y su razón brillaban con esplendor. ¡Ah! la razón no la había recobrado sino para aumentar sus penas porque la dicha solo duró un instante. La muerte de Felipe volvió á sumirla en el abismo de donde había salió; su demencia que apareció con el delirio de la desesperación, se hizo mas sensible. Amó a su marido muerto como lo había amado vivo. Creía que no la había abandonado para siempre. No quiere esperarme en la tierra, decía, pero yo le aguardo aquí donde sin duda vendrá porque Dios no ha de querer separar a los que tan estrechamente ha unido. Persuadida de que el Cielo y el amor obrarían este milagro, esperaba algo más calmado el delirio el imaginario regreso. No consintió que ninguna mano extraña tocase a los restos de Felipe; por si sola se encargó del triste cuidado de dar a la muerte la apariencia debida; cuando hubo preparado para su amigo el lecho del reposo eternal, le coronó de flores y lo hizo exponer a la veneración del pueblo; pero sin separarse de esta preciosa reliquia, lloraba y dirigía al cielo plegarias arrodillada delante del ataúd que hizo depositar en su misma habitación. Yo quiero, decía, espiar el instante en que despierte; lejos de mi lado no se despertaría nunca; mi aliento le reanimará porque me lo ha prometido. En sus tiernas ilusiones creía Juana haber oído a Felipe ordenarle recorrer la España acompañada de su cadáver y asegurarle que recobraría la vida cuando atravesara un sitio agradable.



Feliz con la idea de obedecer a esta voz misteriosa, quiso que un numeroso y brillante cortejo se preparase a seguirla. Una mañana al rayar el día, el cuerpo del archiduque, fue depositado en un carro cubierto de terciopelo negro bordado de oro y rodeado por dos largas filas de criados del palacio con hachas encendidas; a la hora señalada se halló a la reina de rodillas cerca de los restos adorados. «Venid, decía a los oficiales, vedlo ahí con la misma armadura que le cubría cuando se separó de mi; ese chal pendiente de la pared es la señal de partida , y esa espada que resplandece en una mano vengativa, está destinada a combatir la muerte. Ved como me toma la mano y me guía. ¡Partamos!...» Al concluir estas palabras, Juana se levanta y seguida de su precioso depósito se lanzó en la litera de camino dando orden a su acompañamiento para ponerse en marcha. Estaba pálida, sus cabellos sueltos con abandono caían sobre su vestido de luto; en su frente se veía la serenidad de la esperanza, y al través de sus brillantes miradas se distinguía el misterio de la contemplación. Tal es el estado en que esta soberana atravesó su vasto imperio. Esta pomposa peregrinación del delirio y de la piedad, atraía las ávidas miradas de las poblaciones, que al ruido de las campanas y de la artillería corrían al encuentro de la reina. La compadecían, la veneraban, y por primera vez el delirio se atrajo el respeto de la multitud. La comitiva marchaba muy lentamente; en todos los puntos de descanso, el cuerpo de Felipe se colocaba en la habitación de la reina, quien antes de tomar algún alimento , antes de entregarse al sueño le contemplaba largo tiempo preguntando al parecer con sus miradas y después se respondía á sí misma. ¡No será todavía hoy!... Cada vez que el cortejo fúnebre llegaba a las márgenes de un arroyuelo o atravesaba una pradera esmaltada de flores o un valle perfumado de mirtos y naranjos , la esperanza animaba su frente, se detenía, se aproximaba al cuerpo con ansiedad, y levantando con mano trémula el velo que lo cubría murmuraba estas palabras: ¿Despiertas? ¿Es aquí?... Escuchaba largo tiempo, se inclinaba hacia el cadáver y expelía el aliento sobre los helados labios del amigo que creía volver así a la vida. Convencida de lo inútil de sus tentativas, «no es aquí aun, repetía, marchemos.».

La alternativa de la esperanza y el dolor destruían el resto de sus fuerzas , y su languidez llegó al mas alto grado; consiguieron hacerla tomar algún reposo y aun persuadirla que depositando en un lugar sagrado el cuerpo de Felipe, el milagro que esperaba se cumpliría mas fácilmente por la influencia del santuario.

El otoño había despojado los bosques de su verdor, y la noche que tan presto llega en esta estación de melancolía, sorprendió a la reina en el valle pintoresco de Peñaflor. Sobre la derecha del camino, la campana de un monasterio se dejó oír; el convoy se detuvo y reconoció que se hallaba inmediato a la célebre cartuja de Aula Dei. Por entre los árboles que poblaban la rivera, distinguieron el resplandor de las lámparas del santuario al través de los cristales, interrumpiendo por intérvalos el silencio de esta soledad el canto monótono de los religiosos que llevado de eco en eco parecía elevándose hasta el cielo. Tan sombrío retiro convenía al dolor de Juana y los restos inanimados de Felipe descansaron en fin en una capilla del templo. La infeliz; se detuvo bastantes días en aquel lugar, donde creía dejar más que su vida, ocupándolos en disponer un entierro solemne. Dispuesta a alejarse ya supo que existía un convento de monjas No lejos de la tumba querida; la proximidad le pareció una profanación y Felipe fue exhumado de nuevo y conducido a la sepultura de los reyes de Castilla. Estos celos aun bajo el imperio de la muerte unen al delirio un sentimiento exquisito de sensibilidad imposible de definir, pero que interesa involuntariamente.

Consumida por los tormentos y la fatiga de una vida errante, atormentada por sus pensamientos, Juana arrastró largo tiempo una existencia cruel; especie de sombra fluctuando entre la vida y la muerte, permaneció sin embargo sobre el trono, vano simulacro de su poderío. Los pueblos la amaban y deploraban sus desdichas; cuando lo produce un inmenso infortunio, el delirio no inspira menosprecio. Estimaban cuanto había de sublime en esta alma generosa que hubiera podido derramar sobre sus súbditos inmensos raudales de bondad. Por lo demás la religión y la potestad real, tan arraigada entonces en los pechos castellanos, hacían que se respetase en ella la majestad suprema. Algunas veces Juana se mostraba a sus vasallos; daba audiencias y recibía los embajadores. Las facciones se cubrían en esta época como sucede siempre, con su nombre y el de su hijo menor aun, para realizar ambiciosos planes; pero por una coincidencia extraña, el nombre de Juana se halla en la historia asociado y en todos los actos de autoridad, al nombre del poderoso Carlos V. En Tordesillas el 4 de diciembre de 1553 murió la hija de Isabel, legando al primer príncipe del siglo, el mas vasto y mas rico imperio del universo.


(Extraído de EL GABINETE DE LECTURA, Gaceta de las familias. Madrid 20 de febrero de 1842).