Hasta el día de hoy no han tributado las letras españolas a Carlos III el homenaje de veneración que se le debe de justicia. A cada paso que se da por España, renueva la digna memoria de tan preclaro Soberano el campo antes erial y desde su tiempo en cultivo, el puente echado sobre el raudal caudaloso, el camino por donde se transita, y aun quizá la población en que se pernocta: numerosas construcciones de utilidad pública y ornato ostentan sobre su frontispicio el nombre de reformador tan prudente como incansable: aquí dicen sus alabanzas la escuela que frecuenta el párvulo de extracción humilde o el pósito donde halla consuelo el labrador atribulado: allí atestiguan su magnanimidad el templo erigido a la gloria de las artes o el asilo abierto para la humanidad doliente: lo que en muda voz pregona tal cual estatua suya, obra del agradecimiento y no de la lisonja: divúlganlo con sentido acento los ancianos, que parecen olvidados de sus achaques y rejuvenecidos, mientras al amor de la lumbre cuentan maravillas del Soberano que en la infancia o mocedad de ellos gobernaba admirablemente dos mundos, y de los personajes que le auxiliaban con sus consejos, y a quienes su elección atinada supo hacer ilustres. Grande apellidan a Carlos III el cortesano y el campesino: su celebridad es tan notoria para el maestro que enseña como para el discípulo que aprende: todavía sirven de pauta muchas de sus leyes para la extirpación de abusos, y providencias tuvo en la mente aún no practicadas ahora: a menudo la imprenta periodística se hace lenguas encomiando sus actos: entre las glorias de su tiempo figura la unida por siempre a la regeneración de las letras; y estas, apáticas u olvidadizas, han dejado trascurrir más de medio siglo sin fatigar las prensas narrando cosas que tanto impulsan y agitan el vuelo de la fama...
Antonio Ferrer del Río, 1856.