Schiller pertenece a nuestro imaginario colectivo, al recrear mitos y leyendas que nos son muy próximos. Aparte de esa familiaridad, remueve estratos profundos de nuestra identidad europea y de nuestra civilización occidental. Estamos ante un autor que rompió las costuras de todos los géneros literarios y logró zafarse del férreo marcaje de las disciplinas angostas y de los patriotismos obtusos. Desde su cátedra de la Universidad de Jena, exhortó a sus alumnos a transgredir los límites impuestos por la especialización y la profesionalización del saber, a saltarse las barreras que levantan el academicismo y la reducción del conocimiento a un mero valor de cambio.
Friedrich von Schiller, nacido en Marbach, Alemania, en 1759 y fallecido en Weimar en 1805, era hijo de un cirujano militar. Estudió medicina y derecho en la Escuela Militar de Stuttgart, en lugar de teología, tal como era su deseo. Sin tener en cuenta las prohibiciones de la disciplina militar, empezó a interesarse por la literatura protoromántica del «Sturm und Drang» y, en 1781, estrenó su primera pieza teatral, Los bandidos, drama anti-autoritario (considerada como una proclama del anarquismo revolucionario) que le supuso la deposición del cargo de cirujano mayor y la prohibición de escribir obras que pudieran atentar contra el orden social.
Obligado a abandonar Stuttgart, se dirigió primero a Mannheim (1782), donde representó obras de contenido republicano que ensalzaban la libertad y la fuerza de espíritu; más tarde, por temor a nuevas represalias, se trasladó a Leipzig. Durante este período de vida errante, fundó una revista y trabó amistad con una dama influyente, Charlotte von Kalb, que le brindó su protección.
Finalmente, se desplazó a Dresde, y se hospedó en casa del jurista Körner, admirador suyo, quien lo encaminó hacia una ideología y una estética menos exaltadas. Bajo esta influencia acabó su Don Carlos (1787), obra que marca la frontera entre su primera etapa revolucionaria y clasicista, caracterizada, sin embargo, por un clasicismo más próximo a Shakespeare que a la cultura grecolatina.
Según la crítica, su obra más lograda es la trilogía en verso Wallenstein (1776-1799), un drama en el cual los acontecimientos históricos adquieren una dimensión ideológica en los personajes que los protagonizan. Durante su estancia en casa de Körner escribió también su Himno A la alegría (1775), incorporado por Beethoven a la novena sinfonía, en el que expresa su generoso e imperturbable idealismo.
En 1787 se dirigió a Weimar con el ánimo de conocer a Herder, Wielan y Goethe. Se dedicó entonces a la investigación histórica, y en 1789 obtuvo la cátedra de historia en la Universidad de Jena. Escribió algunos trabajos en los que expuso su concepción idealista de la historia, así como los poemas filosóficos Los dioses de Grecia (1788) y Los artistas (1789).
En 1790 se casó con Charlotte von Lengefeld, y un año más tarde obtuvo una pensión del duque de Holstein-Augustenburg, gracias a la cual pudo dedicarse al estudio de Kant, en cuya filosofía se refugió de las consecuencias reales de la Revolución Francesa, que con tanto ardor había defendido teóricamente. Defendió los ideales de la revolución francesa, aunque el posterior establecimiento del período del terror jacobino le desilusionó. No obstante, atribuyó el fracaso de la revolución y de la consecución plena de sus ideales a la falta de educación humana para la libertad. Esto le impulsó a considerar que el arte, y en particular el teatro, deberían ser entendidos como instrumentos de la educación liberadora de la humanidad. Esta preocupación por la libertad fue el núcleo alrededor del cual giró toda la producción poética, teatral y todos los ensayos de Schiller, pero también de los filósofos del idealismo alemán, que recibieron una gran influencia de este autor. Como filósofo y teórico del arte, el autor de Cartas sobre la educación estética del hombre legó a sus contemporáneos un concepto de "libertad" que nada tenía que ver con las matanzas de la Revolución Francesa. Propugnó que es en el arte donde aquélla celebra su máxima fiesta y que "libre" es el hombre que crea en brazos del arte y allí halla su liberación.
Fruto del estudio de la filosofía kantiana, publicó algunos tratados estéticos en los que, a su ideal de perfección moral, unió la búsqueda de la belleza, según él, los dos valores que, asumidos individualmente, determinan los progresos y las transformaciones de la sociedad.
Dejando de lado sus investigaciones históricas y filosóficas, en 1794 fundó la revista Die Horen e inició una fructífera colaboración con Goethe. Su amistad se consolidó tras fijar su residencia en Weimar (1799), cuando ya habían fundado (1797) otra revista, Musenalmanach (Almanaque de las musas), en la que también colaboraba Wilhelm von Humboldt. En ella, Schiller y Goethe publicaron en colaboración la colección de epigramas Xenias (1797) y, un año más tarde, cada uno de ellos publicó por separado sus Baladas, inspiradas principalmente en la Antigüedad y la Edad Media.
Schiller dedicó los últimos años de su vida al teatro, el género en el que más refulgió su talento. En 1804 vio la luz la más popular de sus obras, Guillermo Tell, en la cual el amor y la glorificación de la libertad, ideal constante en el escritor, se manifiestan de la forma más armoniosa y eficaz. Falleció un año después sin haber podido dar cima a su tragedia más ambiciosa, Demetrio, sobre el hijo de Iván el Terrible, y que parecía preludiar un cambio de orientación en su obra.
Extraído de Biografías y Vidas
En Don Carlos, drama ambientado en la España imperial, Schiller mezcla política y amoríos, pasiones colectivas e individuales. La historia, que es fuente de una de las más famosas óperas de Verdi, se basa en uno de los acontecimientos más conocidos de la leyenda negra española: la orden de Felipe II de enviar a su propio hijo Carlos a prisión, donde no tardaría en morir. El infante don Carlos, hijo del rey Felipe II, declara su amor a la actual esposa de éste Isabel de Valois, a la que ya había rondado de soltera, pero ella insiste en que no puede quererle más que como madrastra. Una de las damas de la corte, la princesa de Éboli, envía una declaración de amor a Don Carlos, que él en un principio cree que procede de la reina. Aunque a punto de resignarse y aceptar el amor de Éboli, Don Carlos la rechaza cuando ella le muestra una carta que prueba que ha sido amante del rey, que además le arrebata con la esperanza de que sirva para que la reina dé la espalda a su padre y acepte su amor, si bien posteriormente el Marqués de Poza, amigo de la infancia de Carlos, le convence de que no debe de usar tales armas. Carlos pide a su padre que le deje utilizar la buena imagen que posee ante el pueblo flamenco para ir allí como gobernador y aplacar la amenaza de revuelta, pero el rey prefiere la solución represiva y sin concesiones que supone el duque de Alba, al que otorga el cargo de gobernador. Alba y el confesor de la corte padre Domingo declaran la guerra política a Carlos y, con la colaboración de Éboli, manipulan las pruebas que existen de la pasión del infante por su madrastra y de la simpatía por el del pueblo flamenco para que el rey le considere traidor a la patria y a su propio padre. Tras haber asesinado al marques de Poza y cuando el infante se acerca a los aposentos de la reina, disfrazado como fantasma de su abuelo Carlos I para burlar a la guardia, es sorprendido por el rey y sus manipuladores y entregado a la inquisición.
Fuente: Martín Lucas Pérez en Shvoong
Junto con el Nathan el sabio, de Lessing, y con la Ifigenia de Goethe, Don Carlos se ha erigido en uno de los tres grandes «dramas de la humanidad» creados en lengua alemana en la década de los ochenta del siglo XVIII. Fue una época de enorme efervescencia, de inmensas esperanzas puestas en el ser humano, en el hombre autónomo, libre de la tutela de la religión y del poder autoritario. En aquellos años adquirieron fuerza y alcanzaron su auge los movimientos de la masonería y de los «iluminati», a los que Schiller estaba y se sentía próximo. Es una obra de grandes sentimientos llevados al límite, en todos los sentidos de la palabra. De ahí el parentesco con la música de Beethoven.